Análisis de Little Inferno para Switch
Fuego camina conmigo.
Azucarilla quiere ser nuestra amiga. Es una chica insistente: día tras día acude puntual a su cita con el correo, y día tras día una nueva misiva aparece en nuestro buzón, mezclada con otro montón de artículos de televenta que, por lo demás, representan nuestro único contacto con el mundo exterior. Sus cartas son erráticas, desordenadas, y en los primeros compases del juego solo su caligrafía anárquica y su indiscriminado uso de las mayúsculas evitan que las tomemos por meros folletos de propaganda. Como nosotros, ella también tiene una chimenea Little Inferno en su casa, y su entusiasmo por el nuevo juguete es completamente desmedido, como el que tienen los niños en la mañana de navidad. En la vida de Azucarilla, como en la nuestra, todo gira en torno a ver las cosas arder, y por eso nos da consejos o nos pide ayuda para completar ese conjunto de muñecos de trapo que tan buena pinta tiene en los catálogos. A veces incluso nos manda regalos, y en ocasiones nos gustaría levantarnos del suelo, ponernos una bufanda y un abrigo bien gordo y salir ahí fuera a buscarla, para sentarnos a ver como arden con ella. No parece una buena idea: por más que esté hecho de fuego, el mundo de Little Inferno es un mundo gélido, y por eso, con el tiempo, aprendemos a esperar sus alocadas cartas con una mezcla de cariño y desesperación.
Por eso duele tanto cuando las quemamos. Quizá lo haga especialmente las primeras veces, hasta que lo convertimos en algo mecánico: cuanto mayor es el vínculo, más sencillo resulta deshacerse de el. Lo curioso del asunto es que nadie nos obliga a hacerlo, y durante los primeros compases del juego no es extraño pasar por alguna fase de rebeldía, sacándole el dedo de en medio al sistema y decidiendo que esta nos la guardamos para nosotros. Son episodios que se agotan en un par de minutos, porque el espacio es limitado y la tentación de incinerar ese pequeño retazo de confianza para dejar hueco a una nueva vajilla o una bomba nuclear en miniatura simplemente es demasiado poderosa. Evidentemente tampoco durarán, y serán pasto de las llamas para dejar su espacio a otros, y esa es la verdadera lección que el juego guarda para nosotros, su mensaje más oscuro y su devastadora victoria moral: no consumimos porque se nos obligue, ni siquiera porque queramos hacerlo. Simplemente lo hacemos porque es nuestro papel, y solo hace falta arrojar nuevas cuentas brillantes al suelo para que agachemos la cabeza y la rueda siga girando.
Por eso Azucarilla es tan importante. Porque es la última esperanza, el ultimo resto de humanidad, la última señal de que seguimos cuerdos. Porque años antes de Firewatch (mirar el fuego, la ironía es aterradora) Azucarilla era nuestra Delilah, y ese parque vacío y esa vida rota se concentran en esa hoguera que odiamos pero no podemos dejar de alimentar. Little Inferno es la reducción al absurdo de nuestra vida, y por eso creo que, tras repasar World of Goo y Human Resource Machine, tiene sentido hablar del juego en tercer lugar. Es cierto que llegó el segundo, pero de alguna manera es una culminación, y la apuesta más decidida de Tomorrow Corporation por convertir el videojuego en una bofetada en la cara. Little Inferno es su discurso, y se atreve a ir tan lejos como para devorar a sus propias mecánicas y convertirlas en poco más que una mueca burlona.
Es lo que da sentido a un juego que, en esencia, no nos deja hacer nada más que arrojar objetos al fuego. Si en ocasiones nos sentimos ridículos es porque el juego quiere que así sea, y la sutileza hace tiempo que dejó de ser una opción: catálogo tras catálogo, el propio sistema de progresión es una espiral obscena hacia ninguna parte, una pira interminable que nos escupe a la cara que nos deshagamos de nuestras pertenencias antes de encargar más. Quemamos recuerdos, y cartas, y coches, y piratas y autobuses y pilas gastadas, y hacerlo nos da dinero para encargar nuevas cosas para quemar. Es la zanahoria delante del burro, o lo sería si pudiéramos prenderles fuego, porque en ese sentido también es un juego cruel; un juego en el que las llamas lo devoran todo, y da un poco igual si se trata de una pequeña luna o un pequeño ser vivo mientras podamos sentarnos a escuchar sus chillidos.
Y si somos obedientes, si lo compramos todo y lo quemamos todo, recibiremos puntualmente un nuevo catálogo lleno de cosas para quemar. Una nueva galería del absurdo llena de elfos huelguistas, de corazones de metal con los que tomar frías decisiones empresariales y de muñecos engalanados con barras y estrellas que deberías consumir por palés si no quieres que te consideren un terrorista. De nuevo, dudo que se pueda ser mucho más literal. Encontrarlos todos es la única recompensa, y combinarlos de maneras igualmente absurdas nuestro único hueco para la creatividad. Son los combos, una lista de requerimientos que nos vitorea cuando incineramos juntos un televisor y una mazorca de maíz porque a todos nos gustan las palomitas, y que nos exige completar dos, cuatro, siete para poder acceder, de nuevo, a un catálogo más. No sé si hay un videojuego detrás de Little Inferno, pero desde luego no viene con ganas de hacer amigos.
Hay quien ha querido ver en todo esto una caricatura del free to play, o de la misma industria, o del mismísimo hecho de jugar. Algo de eso hay, porque Little Inferno literalmente no deja títere con cabeza, pero ojalá apuntara tan bajo. Ojalá las preguntas que planteara fueran tan cómodas, y lo que estuviera en tela de juicio fuera algo tan simple como el videojuego. Y digo esto porque a veces, cuando llevo unos cuantos días sin pisar la calle y espero en la puerta al enésimo repartidor de Amazon, me gustaría que uno de esos paquetes fuera de Azucarilla.