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Avance de Little Nightmares

No dejes que te cojan.

Suele decirse que los adolescentes son temerarios porque no son conscientes de su propia mortalidad. Cuando uno puede beber las cosas que bebe un adolescente y aun así levantarse al día siguiente con ganas de salir a firmar paredes lo natural es sentirse imparable, y por eso también es la etapa de la pasión, del riesgo y de querer crecer rápido y a toda costa. Es lo que le sucede a los niños cuando reparan en que quieren ser adultos, un momento de la vida que el videojuego siempre ha representado con especial soltura, quizá porque la propia industria se empeña en vivir una adolescencia eterna. Por eso, cuando los juegos se programaban pensando en ellos, su rol natural era subirse en un monopatín y ajustarle las cuentas al mundo arropados por unos cuantos poderes fenomenales; eran los tiempos de Alex Kidd y de Wonder Boy, de Pang, Global Gladiators y Kid Chameleon: fantasías de poder prepúberes que tenían sentido porque la edad de los jugadores raramente superaba a la de sus protagonistas. Pero los jugadores hemos crecido, y tarde o temprano la industria tenía que crecer con nosotros. Por eso creo que uno de los momentos más definitorios del videojuego reciente es aquella escena en la que Lee le corta el pelo a Clementine en un vagón de mercancías destartalado. Todos la recordamos por su ternura, pero tras aquellos tijeretazos apresurados había un salto forzado hacia la madurez. No solo para Clementine, que seguía sin entender por qué esa melenita adorable era un riesgo que no podía permitirse correr: si The Walking Dead funcionaba es porque ya tenemos edad para tener hijos, y si algo te enseñan los años es que la responsabilidad no te hace sentir poderoso, sino profundamente aterrorizado.

Es un cambio de roles que entonces vivíamos en tercera persona, y sobre el que otros han edificado para ir un paso más allá: es el caso de Limbo, de Inside, y de un estudio, Playdead, que ha hecho de ese instinto de protección su piedra de toque fundamental. Los protagonistas de sus juegos siempre son niños, pero pese a manejarlos directamente es extremadamente raro sentirse identificado en ellos. Es una pirueta mental importante porque el videojuego nos ha educado a identificar control con identidad, pero nuestra programación básica es mucho más fuerte, y a partir de cierta edad los niños son algo que proteger, aun por delante de nuestra propia integridad física. Por eso hay padres que se arrojan a la vía del tren cuando se les escapa el carrito, y por eso cada muerte de aquel niño de jersey rojo dolía de una manera especial.

Y por eso Little Nightmares da tanto miedo, más que ningún survival basado en zombis o pacientes de un hospital mental. En cualquiera de esos juegos la supervivencia es una ilusión, al igual que la muerte, y más allá del subidón de adrenalina instantáneo sabemos que estamos a salvo, pero nadie puede garantizarnos lo mismo en el caso de la niña del chubasquero amarillo. En ese sentido es sumamente interesante la forma de presentarla, al menos durante esta demo: una luz se enciende, la niña se levanta y comienza a caminar. No sabemos quien es, ni de donde viene, ni siquiera conocemos del todo bien los controles, pero el vínculo es instantáneo: tenemos que protegerla. Los instintos trabajando a toda máquina de nuevo, porque Little Nightmares es la consecuencia directa de la escuela Playdead, un título de distintos padres (Tarsier Studios, en este caso) que sin embargo sabe recoger con la misma maestría la esencia de lo que les ha hecho grandes. Caminar. Temer. Perseverar. Sobrevivir.

Pero Little Nightmares no se limita a copiar. La fórmula es reconocible, pero lejos de cualquier tipo de pereza aquí la intención es poner esa herencia a trabajar y potenciar su impacto con todos los recursos posibles. Es un ataque en tromba, una declaración de guerra al padre primerizo que se esconde en todos nosotros que comienza en la ambientación y termina en la cadencia, en los puzzles, en las animaciones y en el propio apartado sonoro. En las medidas y en las escalas, porque somos (o ella es) extremadamente pequeños y las cajoneras son escalinatas y las camas plegables podrían ser un trampolín o una muerte segura. Cuando las puertas se cierran lo hacen resonando durante segundos con un eco ominoso, y el suelo de madera cruje, y al balancearnos en una lámpara a veces el escenario se balancea con nosotros. ¿Estamos en un barco?. ¿Por eso hay ratas de nuestro tamaño?. Ni siquiera hace falta ir tan lejos: en la primera pantalla, en la primera escalera, un truco de iluminación nos hace caer hasta tres veces seguidas. Todo es una amenaza. Todo puede matarla. Ahora entiendo mejor por qué mis padres forraron la mesa del salón con espuma hasta que cumplí los diez años.

Con los puzzles sucede exactamente lo mismo: el juego insiste especialmente en ellos, porque superar cada sala implica un desafío y porque pocas cosas subrayan mejor la fragilidad que empujar una maleta del tamaño de una bañera y conseguir que se mueva unos pocos centímetros. Son puzzles de poleas y de botones, de esos que implican encontrar un camino hasta la mesita del recibidor y volver con una llave o con algo pesado, y generalmente pueden superarse en un par de intentos porque solo están para ralentizarnos, para darnos algo que hacer mientras ellos nos persiguen. A veces ni siquiera lo hacen, pero su aliento lo sentimos siempre. A veces, incluso, son parte de la propia solución, o una forma perversa de recompensa encarnada en unos dedos huesudos que nos agarran sin que podamos hacer demasiado al respecto, y nos trasladan a otro lugar. Probablemente a uno mucho peor.

Nuestras herramientas, claro, son las que tienen los niños indefensos: correr torpemente, agacharnos, y agarrarnos a salientes y repisas como si nos fuera la vida en ello. Suele ser el caso, y por eso se agradece tanto que el esquema de control nos devuelva la fisicalidad que perdimos en la versión final de The Last Guardian, con ese gatillo que apretamos con la misma desesperación que las manitas de la protagonista. Además también tenemos algo parecido a un candil, una pequeña llama que permite iluminar los rincones más oscuros de las estancias y que bien podría ser el detalle de mayor genio de todo el diseño: supongo que más adelante será un elemento clave, pero en cerca de una hora de partida solo lo utilicé para sentirme seguro, para buscar pequeños momentos de respiro sola en la oscuridad. La estrategia funcionó durante un rato, hasta que llegué a aquel pasillo, y la niña tropezó, y al levantarse algo parecía haberse roto. Hasta que dejó de tener fuerzas para levantar el candil. ¿Era solo el cansancio, o era algo más?. Por favor, volved a hablarme de Outlast.

No puede jugar mucho más. Recuerdo que superé aquello, y que de alguna manera, tras ser perseguida por una presencia que buceaba bajo una montaña de zapatos usados, llegué a encontrarme con el hombre de los dedos huesudos. Nadie tuvo que explicarme nada: sus grotescas facciones no dejaban espacio para unos ojos, y había una puerta abierta al otro extremo de la habitación. Y entonces el suelo volvió a crujir, delatándome a cada paso con un quejido que parecía resonar en cada confín del mundo. No voy a desvelaros la solución, pero tiene mucho que ver con la que nos salvó a todos cuando llegábamos a las tantas de la mañana a casa de nuestros padres, con los zapatos en la mano y un pasillo que cruzar. Puede que por eso me haya recordado tanto a la adolescencia: la nostalgia es una sensación poderosa, pero dudo que estos juegos fueran mejores con una chupa de cuero y una pistola de rayos.

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