Avance de Mario + Rabbids Kingdom Battle
Lección de humildad.
Supongo que para eso nacieron, pero tomarse a broma a los Rabbids es extremadamente tentador. No es solo cuestión de estética, ni de esa actitud burlona e intencionalmente irritante de la que abusan desde un principio, ni siquiera de lo que sucede en sus juegos. Unos juegos que, al menos hasta ahora, se contentaban con lo mismo que sus protagonistas: con ser rápidos y ruidosos, una colección de trastadas de usar y tirar que lo mismo nos pedían lavar calzoncillos a toda velocidad que irrumpir en una sala de operaciones para espabilar al paciente golpeándole con una salchicha. No eran ambiciosos, pero eran efectivos y, aquí está la clave, gustaban a mucha gente. Al menos la suficiente como para hacer enemigos, porque con los Rabbids sucede como con los Minions, o como con todas las cosas que gozan de gran aceptación popular: decir que uno está hasta la coronilla siempre ha dado cierto caché. De ahí los corrillos y los chistes fáciles, y también los lamentos y las vestiduras rasgadas ante los primeros rumores de un juego sobre el que no sabíamos nada y que, lo que son las cosas, resultó no ser una payasada. Y allí estábamos nosotros, los listos, los entendidos, con Miyamoto en escena y un tipo llorando y un XCOM de colores sobre el tapete, buscando un nuevo clavo al que agarrar las vergüenzas. Será un paseo, decíamos. Será un calco, una copia perezosa, un fusilamiento al alba sin ningún tipo de corazón. Será para niños, llegamos a decir, con esa condescendencia que todo jugador con edad para conducir conoce demasiado bien. En fin, a veces es reconfortante darse cuenta a tiempo de que uno ha estado portándose como un cretino.
La primera bofetada no tarda en llegar. La firman unos cuantos fantasmas, y tiene lugar por la noche, en el marco de un laberinto de plataformas y terraplenes conectados por tuberías rematadas con enormes orejas rosas. Más abajo, semienterradas en la maleza, un montón de lápidas rodeadas de viejas raíces nos recuerdan que estamos en territorio hostil, y enfrente otros tantos conejos de aspecto homicida se encargan de certificarlo. Algunos, los más duros, se mueven pesadamente, y otros prefieren sustituir la armadura por una calabaza de mueca burlona y un par de muelles en los zapatos: conviene no perderlos de vista. Son demasiados, y el juego finge cierta piedad situando a su espalda una meta que solo uno de los héroes necesita cruzar con vida. Aun así, saltamos al campo con el equipo de gala y una estrategia ganadora, con Mario abriendo el camino a mazazos, Luigi cubriendo sus movimientos desde la distancia y la versión más desquiciada de Peach compensando el pésimo disfraz con sus habilidades de sanación. Y en un primer momento el rodillo funciona, hasta que un error de cálculo deja a la princesa vendida en campo abierto, y entonces aparecen ellos. No tienen barras de vida, y el fuego no les afecta. Se la van a llevar. Impotentes, los hermanos observan como se desvanecen, y como vuelven a materializarse junto a su presa, a tres tuberías, a cuatro islotes, a un millón de casillas de distancia. Intentamos reagruparnos, pero un nuevo grupo de soldados aprovecha las tuberías para ganarnos la espalda y en mitad de la confusión es Mario el que acaba teleportado a la otra punta del mapa. Fuera del alcance del fusil de su hermano el fontanero no tarda en caer, y la situación rápidamente se descontrola: Rabbid Peach está arrinconada, un nuevo destacamento de calabazas se acerca, y decidimos emprender una carrera suicida con el último soldado en pie. Un par de turnos, un callejón sin salida, una nueva teleportación traicionera. Hemos vuelto a perder.
La base es de XCOM, pero el resto del edificio está trufado de detalles, de reglas, de matices que expanden sus posibilidades y a la vez las contienen en un envase más legible, más navegable.
A la salida, los mismos corrillos de antaño, pero con un semblante considerablemente más serio. Un reintento, dos reintentos, tres. Parece que el juego nos ha salido respondón, y aun así se ven sonrisas de oreja a oreja, y se comparten batallitas con avidez. Cada cual ha solventado la papeleta de diferente manera, y creo que salvando las tuberías color pastel y esas texturas con aspecto de plastilina eso es lo más bonito que puede decirse de un juego como este: que aprieta pero no ahoga, que es justo en absolutamente todos los casos, y que dispone suficientes herramientas sobre la mesa para permitirnos encontrar un camino. Que se basa en un referente claro, sin duda, pero es lo suficientemente responsable como para no dilapidar una licencia así con un mero skin que sustituya a los alienígenas por fontaneros. La base es de XCOM, pero el resto del edificio está trufado de detalles, de reglas, de matices que expanden sus posibilidades y a la vez las contienen en un envase más legible, más navegable. Hay porcentajes de acierto, y modificadores, e incluso algo parecido a los puntos de experiencia, pero todo está representado con iconos grandotes y animaciones llenas de colorido; nada es intimidante, y por eso los niveles más avanzados suelen sorprenderte con la guardia baja. Por suerte, todo tiene un principio.
Porque estamos hablando de Mario, y de toda la vida antes de enfrentarnos a Bowser hemos tenido que aprender como funciona una tubería. Así, los primeros compases del juego se aseguran de mantener un tempo amable, intercalando pequeños episodios de exploración con batallitas ligeras que nunca van a lanzarnos más de lo que podamos masticar y que, esta vez sí, vamos a superar con la gorra. Aun así se hacen entretenidas, porque incluso las reglas más básicas dan para juguetear, y el mejor ejemplo es el propio desplazamiento, que desde un principio deja bien claro uno de los pilares de todo el diseño: la cooperación, y las sinergias entre los diferentes compañeros de equipo. De esta manera, y como ha sucedido siempre en el género, cada personaje tiene derecho a avanzar un número determinado de casillas antes o después de abrir fuego, pero esa limitación de alcance puede malearse si alcanzamos la posición de un compinche y ejecutamos una maniobra que todos los mayores de treinta recordarán como la Catapulta Infernal. En un futuro, además, podrá combinarse, enlazando el impulso sobre las piernas de nuestro gemelo Derrick particular con un aterrizaje forzoso sobe la cabeza del enemigo, unos cuantos puntos de daño y un regreso a cobertura sin haber tenido que sacar la pistola. En cuanto a estas, a las coberturas, decir que conviene no abandonarlas a la ligera, ya que su funcionamiento sí es casi idéntico al de la franquicia de Firaxis, aunque con alguna que otra sorpresa: un parapeto a la altura de la cintura es una lotería, y las de cuerpo entero bien podrían desvelar, al derrumbarse, una caja explosiva o cualquier otra diablura del estilo. No es mala idea mantenerse en movimiento, y por eso me declaro admirador incondicional de otro matiz, otro detalle tan efectivo como humillante: ese tercer recurso, el de ataque melee, que nos permite sortear un muro de hormigón, avanzar un par de casillas, pegarle una colleja a algún infeliz y regresar cómodamente a nuestro parapeto para preparar el disparo.
El modo cooperativo es una colección de 60 niveles completamente apartados de la campaña principal, que basan su diseño en este toma y daca constante entre ambos equipos de tres y que se hace especialmente divertido de jugar codo a codo, Joy-Con contra Joy-Con y a grito pelado.
Pero hablaba antes de principios, y como todo esto no es más que la base y el aperitivo, permitidme ilustrar con una tormenta de datos lo que sucede cuando la cosa se pone flamenca. Para empezar, hablemos del elenco de personajes seleccionables, dividido entre los cuatro protagonistas de toda la vida y sus versiones de imitación. Pese a su aspecto rechoncho y bobalicón, cada uno de ellos trae bajo el brazo un árbol de habilidades de los de lápiz, papel y calculadora científica, y hablamos del tipo de juego en el que decidir los destinos de Peach o de Rabbid Yoshi implica sopesar si invertimos en un mayor modificador de daño desde terreno elevado o quemamos todos los recursos en un segundo ataque melee encadenable. Así llegan las habilidades secundarias, una colección de truquitos que permiten anular parte del daño físico infligido a los aliados dentro de un rango, o atraer a los enemigos circundantes hacia la posición de nuestra unidad, o dotan a Mario de ese disparo de reacción que mantiene a raya al enemigo dentro de su mismo turno. También podemos invertir en armas secundarias, poniendo a Luigi al control de un cochecito teledirigido que lleva los explosivos y el daño de área adonde más falta hace o dota a Mario de un tremendo martillo para las distancias más íntimas. Las principales tampoco se quedan atrás, y vienen en todas las formas y sabores: no suele ser mala idea mantener el arsenal actualizado, y menos aun prestar atención a los modificadores de daño alternativo, porque esa pipa nueva podría sumar a su potencia de fuego un 50% de daño por tinta, o posibilidad de rebote, o la capacidad de empujar un par de casillas a los enemigos. Sí, también hay muertes por abandono del escenario. Y por si todo esto fuera poco, un último detalle: los turnos no son cerrados, y nada nos impide desplazar a Luigi, atacar cuerpo a cuerpo con Mario, retornar al primero para ejecutar una habilidad, y así sucesivamente. Definitivamente, es solo un juego para los críos.
Esto es así incluso en el cooperativo, una colección de 60 niveles completamente apartados de la campaña principal que basan su diseño en este toma y daca constante entre ambos equipos de tres y que se hace especialmente divertido de jugar codo a codo, Joy-Con contra Joy-Con y a grito pelado. Incluso en esta configuración más minimalista el control está resuelto con inteligencia, y en cuanto a los niveles en sí decir que están trazados con una mala leche importante y que aprovechan para juguetear con nuevos conceptos, como las hordas o las arenas movedizas. Gráficamente tampoco desciende el nivel, aunque quizá sea a lo largo de la campaña donde el juego brille más en lo estético; no por músculo, sino por mimo, por detalle, y por ese componente de exploración que hace de nexo conductor entre los combates y que si aporta algo son Goombas refrescando el culete sobre una fuga de agua y un buen montón de secretos. No es en absoluto mal balance, y por eso no me duelen prendas en reconocer mi error. En reconocerme, avergonzado, en todos esos corrillos y en todas esas risitas. Lo que realmente tiene guasa es que hayan tenido que ser precisamente los Rabbids los que vengan a darnos la lección de humildad de nuestras vidas.