Avance de Mario Tennis Aces
Match Point.
Comenzando por Mario Kart y pasando por sus coqueteos con la medicina, el golf, el fútbol de alto voltaje o el mismo Mario Tennis que hoy nos ocupa, los juegos de la serie Mario Haciendo Cosas siempre me han parecido el ejemplo perfecto de merchandising. En esencia son videojuegos de géneros completamente dispares asociados a una marca que funciona para ganar relevancia de cara al mercado, y en lo comercial hay poco que los separe de una camiseta o una tartera estampadas con la cara de Luigi. Son licencias, juegos de películas, cameos abiertamente forzados que si funcionan como otros nunca lo han hecho es, además de porque estamos hablando de Nintendo, porque se respetan lo suficiente a sí mismos como para permitir que el diseño fluya en dos direcciones: Mario tinta de un color propio todos los universos que toca, pero a su vez esos universos sirven para reinterpretar de raíz el de la licencia base, adaptando sus reglas y sus costumbres hasta que el resultado es mínimamente coherente. Mario no secuestra, no impone, no se limita a vestir a sus personajes de corto y sentarse a ver llover los billetes. Mario muta, cambia, abraza esa ambientación nueva y devuelve un Reino Champiñón en el que, como sucede en el caso que nos ocupa, todo el mundo parece estar obsesionado con el tenis. Sus elementos definitorios siguen ahí, pero las tuberías ahora dividen la pista y sirven de obstáculo improvisado al subir a la red, y sus plantas carnívoras han dejado de arrojar fuego pero son capaces de escupir un servicio digno de Roddick. Son estos guiños y esta sucesión constante de micro ideas los que evitan la sensación de rechazo y envuelven a cada nuevo spin off en una calentita capa de naturalidad, y en términos argumentales sin duda esa es la gasolina de lo que Mario Tennis Aces propone como modo Aventura: una sucesión de escenarios que tienen tanto que ver con Mario como con el propio deporte, y que cuentan una historia sobre cinco gemas de fenomenales poderes cósmicos que engarzadas en la raqueta del infinito (realmente se llama Lucius, pero nos entendemos) confieren al portador de un poder igualmente insondable. Hablando de merchandising y de crossovers enloquecidos, que un juego de Mario jugando al tenis adaptara a su manera la última peli de los Vengadores es algo que no contaba con ver.
A partir de ahí, lo imaginable: un antiguo monarca decide sellar la raqueta en las profundidades de un templo por lo que pudiera pasar, Wario y su compinche Waluigi descubren el pastel y comienzan a hacer de las suyas, las cinco gemas quedan diseminadas por diferentes parajes del mundo y lo que nos queda es un punto de partida fantástico para arrojar el argumento por la ventana y lanzarse a recorrer pantalla tras pantalla afilando nuestras habilidades tenísticas hasta descubrir que la princesa estaba en otro castillo. La historia de siempre, la estructura de siempre, y afortunadamente la misma compulsión marca de la casa a la hora de plantear ideas que aparecen una vez en escena, hacen su trabajo y son desestimadas para dejar paso a algo nuevo. Algo que podría tener que ver con plataformas que giran rítmicamente o que se activan con nuestro salto, pero que en esta ocasión siempre tiene que ver con el tenis: solo hemos podido jugar cinco de estas pantallas, pero ya nos ha dado tiempo a enfrentarnos a un coro de plantas en una pista cronometrada que exigía noquear a 30 rivales, o a medirnos contra Floro Piraña en un combate final que eliminaba la red y solo podía superarse acertando con un golpe especial en su estómago un total de tres veces, como mandan los cánones. El modo hace convivir este tipo de pruebas más fantasiosas con partidos más o menos corrientes (al menos todo lo que pueda serlo un enfrentamiento contra Donkey Kong en una pista llena de tuberías) que se resuelven rápido, en cosa de un par de juegos, y el progreso es relativamente libre, estructurado alrededor de un overworld a la Super Mario 3D World que permite tomar desvíos y, suponemos, hacerse con unos cuantos secretos. Sin embargo, y pese a que los elementos de atrezzo chalados y el flujo constante de estrellas invitadas hacen lo suyo por vender la experiencia, el verdadero homenaje y el verdadero cemento que une ambos universos está en los movimientos. En ese tenis que se juega igual pero diferente, y en esos tornados que a veces cubren la pista y que Mario va a superar saltando, porque cualquier otra cosa sería la más alta traición.
No quiero decir con esto que toque olvidarse de las voleas, las dejadas y esos globos mal calculados que al final nos terminan humillando a nosotros, porque la interpretación del tenis de base que el juego trae bajo el brazo es vibrante y divertidísima y porque tal y como está el patio puede que Mario Tennis Aces sea el mejor juego sobre el deporte que sus tristemente ignorados fans puedan echarse a los mandos en la actualidad. Es, eso sí, un tenis totalmente arcade, un descarado divertimento gobernado por un esquema de control de toda la vida que si complica las cosas no es para plantear seis maneras diferentes de encarar los efectos, sino para dejar espacio a ese Mario que no está aquí para imprimir su bigote en portada y ya está. Su aportación principal es mecánica, está en todos esos especiales y esas pequeñas barras que reinterpretan el juego y aumentan el abanico de opciones para devolver ese resto al que no llegamos, pero que lo hacen sin atacar a la línea de flotación de un equilibrio que, al menos a tenor del primer par de horas de competición amistosa, entiende poco de injusticias: hay rivales temibles, porque evidentemente Mario se ha traído a toda la tropa consigo y no es lo mismo encarnar a Estela que a un pequeño fantasma, pero cada oponente tiene su punto flaco y cada movimiento aparentemente demoledor puede devolverse si andamos listos y comprendemos las reglas. Al final va a ganar el mejor, y convertirse en un buen jugador pasa, sobre todo, por saber jugar bien al tenis. Lo demás está convenientemente explicado, en la forma de un par de tutoriales bastante breves que detallan el funcionamiento de cada golpe e insisten en la importancia del medidor de energía, la principal moneda de cambio para todos estos sistemas.
El funcionamiento es sencillo: cada personaje cuenta con un indicador circular que se llena a golpe de raquetazo, convirtiendo el momento previo a cada golpeo en una oportunidad para hacer caja porque los golpes cargados, además de mortales de necesidad, rellenan el círculo a un ritmo mucho mayor que el simple peloteo casual. Perder nuestra energía no es necesariamente grave porque los golpes normales no se ven afectados y no hay ninguna situación que no se pueda resolver con reflejos y una buena dejada, pero un círculo rebosante implica oportunidades. Oportunidades de carácter ofensivo, por supuesto, porque la opción más evidente para fundirnos nuestros ahorros es un especial, propio de cada personaje, que viene precedido de una cinemática (Mario asciende por paredes imaginarias, por ejemplo) y desemboca en un punto de mira que congela el tiempo y permite apuntar un trallazo al lugar de la pista que se nos antoje. Un movimiento demoledor que sin embargo puede contrarrestarse, y esa es la principal vertiente defensiva del medidor: una pulsación al gatillo derecho cuando estamos restando y el tiempo vuelve a ralentizarse, permitiendo que devolvamos esa pelota envenenada en el punto más alto de su trayectoria. Es importante no abusar, y conocer bien nuestras posibilidades: es tentador devolver un especial y dejar al rival con cara de tonto, pero de no hacerlo exactamente en ese punto elevado la raqueta acusará el golpe, y con el tiempo también se rompen.
Es un intercambio que ni siquiera tiene que estar sujeto por norma al uso del medidor, porque devolver un golpe cargado in extremis o en general ponerle las cosas sencillas al contrincante con bolas fáciles de golpear hace aparecer una pequeña estrella sobre la pista, y una nueva pulsación del gatillo sobre ella nos otorga un nuevo punto de mira, una nueva ralentización y en esencia un tiro dirigido gratis. Y para acabar de redondear las cosas, el salto: el salto, la teleportación, o el truquito que cada personaje haya tenido a bien dedicar a una estratagema, el llamado Golpe Maestro, que con una inclinación del stick derecho nos permite abalanzarnos de manera suicida a por esa pelota que en el mundo real nos haría perder el partido.
Como último recurso es espectacular y por supuesto que da para finales de infarto porque ver a Donkey Kong lanzarse de cabeza desde el otro extremo de la pista es algo que no puede darnos el circuito profesional, pero, y aquí está la cosa, también es un arma de doble filo. Porque es extremadamente fácil calcular mal, porque vamos a hacer el ridículo, y porque en el fondo todo es una cuestión de equilibrio. De equilibrio, de riesgo y de recompensa, y por eso cargar a tope ese golpe que nos permita hacer sudar al contrario podría implicar no llegar a tiempo, o abusar de la ralentización defensiva podría acabar con nuestra provisión de raquetas y dejarnos fuera de juego. Porque el tenis, se juegue en una aburrida pista australiana o sobre la arena de un olvidado templo y bajo la nube del dios Lakitu, es un juego basado en tomar decisiones. Eso es lo que el deporte pone sobre la mesa, ya lo que Mario responde con algo mucho más característico que la gorra y el peto azul: con diseño, diseño y diseño.