Avance de Mario & Sonic en los Juegos Olímpicos: Tokio 2020
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Antes de Fifa, antes de NBA 2K, antes de las tragaperras y las cartitas y los motores de relumbrón preparados para representar el desgaste del césped, los juegos deportivos eran diferentes. Eran juegos más humildes, más limitados, pequeños divertimentos rodeados de vallas de publicidad de mentira que no entendían de sponsors ni monetización, y quizá por eso resultaban también más honestos. Algunos, los que se basaban en deportes con reglas identificables y algo parecido a un sistema de puntuación, se limitaban a diseminar unos cuantos monigotes sobre un fondo verde uniforme ignorando con una candidez que hoy resulta enternecedora conceptos como la IA, la física del balón o el número de jugadores que se supone deben integrar un equipo de fútbol; otros, los más puros, los que simplemente intentaban representar gestas físicas como el esquí de fondo o los cien metros lisos, tan solo nos pedían que hiciéramos un poco de ejercicio.
Hablo de un ejercicio que poco tenía que ver con aros, tablitas y demás monsergas, y de títulos como Track & Field o Winter Games, compilaciones de juegos reunidos que confiaban la representación de lo deportivo a una sola mecánica fundacional: machacar un par de botones como si un hubiera un mañana, dando lugar a técnicas como el truco de la moneda y otros tantos ejemplos del progaming de los ochenta. Dejando de lado el impacto de este sistema en términos puramente económicos (que levante la mano el que no haya jubilado un par de joysticks o tres intentando batir sus marcas), el asunto es que décadas antes de Wii, de Kinect y de la moda de los sensores de movimiento estos juegos supieron cuadrar el círculo encontrando un modo de hacernos sudar sin necesidad de hacer el imbécil, y en cierto modo el deporte no debería ser mucho más. Y por eso creo que deberíamos celebrar que este Mario & Sonic haya encontrado tiempo para acordarse de todo esto.
Un viaje al pasado que Mario & Sonic en los Juegos Olímpicos: Tokio 2020, tan literal como pulsar el botón A cuatrocientas veces seguidas, resuelve justo así, viajando al pasado. Para sorpresa de nadie y regocijo de un servidor todo tiene que ver con un plan maléfico que sale rana, y con un par de villanos, Bowser y el Dr. Eggman, regalando a Mario y demás amiguetes una misteriosa consola portátil llamada "Tokio 64". Si el chascarrillo no os calienta el corazoncito, quizá sí lo hagan los resultados: además de para homenajear a la primera plataforma 3D de Nintendo el aparatito sirve para viajar de verdad a las primeras olimpiadas que se celebraron en territorio nipón, una paradoja espacio temporal que el juego aprovecha para bañarlo todo de colores planos y pixelotes bien gordos. Así, con villanos y buena parte del grupo protagonista atrapados en un pasado 8 bit y con el resto del equipo intentando resolver el misterio en la tridimensional Tokio de 2020, arranca un modo historia del que no deberíamos esperar grandes sorpresas, aunque sí un mimo especial a la hora de justificar cada una de las veinticinco pruebas que van sucediéndose a lo largo y ancho de la capital.
En ocasiones toca perderse en Akihabara buscando a Tails, y en otras echar el rato retando a Daisy en una competición de gimnasia en suelo, pero la narración raramente pasa de ser un mero vehículo para enlazar chistes y movernos de punta a punta de la ciudad, convirtiendo cada rincón de esta en una excusa para recolectar coleccionables repletos de curiosidades sobre los Juegos. Y quizá sea cosa del espíritu olímpico, pero es un buen rollo que se contagia. Todo es blandito, amigable y absolutamente bienintencionado, y el goteo constante de nuevas ideas a la hora de afrontar cada prueba hace un trabajo fenomenal a la hora de mantener las cosas en movimiento. Aun así, como en toda regla, y como en toda compilación de minijuegos que no puede permitirse excesivos alardes mecánicos individuales, hay excepciones.
Unas excepciones que, siento decirlo, suelen llegar de la mano del control por movimiento, y quizá por eso esas otras trece pruebas que se desarrollan en un pasado que solo entendía de botones y velocidad resulten tan refrescantes. Cuando la narración vuelve al pixel y a las carreras resueltas en una modesta perspectiva lateral la única opción pasa por utilizar los Joy-Con como un gamepad de toda la vida, y aunque aquí también hay unas cuantas buenas ideas generalmente todo es cuestión de resistencia y reflejos: machacar el botón A para ganar los cien metros lisos, añadir a eso un cálculo acertado del ángulo en las pruebas de salto, saber gestionar los rebufos, la barra de energía y las pasadas por el puesto de avituallamiento en la maratón... Incluso las pruebas más complejas, como el Judo o el Voleibol, raramente requieren de más de un par de botones en el Tokio del 64, y de propina la historia nos deja caer de cuando en cuando episodios de bonus en los que podría tocar ganarle una carrera a un tren bala encarnando a Sonic. Resulta difícil no enamorarse a primera vista.
Pero toda esa pureza, toda esa simplicidad y todo ese espíritu de sana competición sufre al toparse con unos tiempos modernos en los que Nintendo apuesta por la libertad de elección: hay pruebas y pruebas, y por ejemplo cosas como el Fútbol o el Rugby (divertidísimos, por cierto) implican por fuerza un método de control más tradicional, pero a la hora de enfrentar los desafíos puramente atléticos suele haber unas cuantas alternativas. Y es tentador decantarse por las que implican agitar los mandos muy rápido o mantenerlos en equilibrio para conservar el propio, o al menos lo sería si no viniéramos todos escarmentados de casa. Y es que por norma general los resultados van de lo funcional (gimnasia, skateboarding) a lo torpe (lanzamiento de jabalina, 110 metros vallas), pasando por lo abiertamente catastrófico.
Dudo que haya nada más anticlimático que ver pasar los segundos del crono atrapado en el primer saliente de un rocódromo porque el sensor se niega a detectar correctamente el ángulo del agarre que intentas ejecutar, y lo mismo sucede con ese gesto de carga que invariablemente termina con el disco cayendo en el suelo a una distancia ridícula. Afortunadamente estos fracasos sonados y contundentes no son la norma, pero lo mismo sucede con sus triunfos: tras haber probado todas las pruebas en el modo de juego libre diría que solo el tiro con arco y ese trasunto de shooter multijugador que el juego bautiza como "tiro de fantasía" (hay tres de estas pruebas algo más libres, y quizá la mejor sea ese descenso que traduce a su manera los principios básicos de un Mario Kart) se benefician de manera tangible del modo de control por movimiento, y en el resto de casos, lo esperable. Cacharrear un rato con cada prueba, esbozar una media sonrisa en el mejor de los casos y proceder a olvidar esta posibilidad por completo a favor de un esquema de control clásico que sí permite conseguir marcas verdaderamente competitivas.
En lo personal al menos es lo que recomiendo, porque sería una pena pasar por alto el trabajo y la creatividad que encierran la mayoría de sus desafíos por culpa de una tecnología que se empeña en demostrar una y otra vez que su tiempo pasó. Que nunca funcionó bien del todo, que nunca fue tan buena idea como parecía, y que en el fondo el deporte digital ya había alcanzado su cúspide mucho antes de que alguien decidiera que aquí había mercado para vender cacharritos de plástico. Pulsar A muy rápido, clavar los ángulos, vigilar los tiempos, y envolver todo eso de un aspecto sanote y de diversión sin complicaciones, ya sea a base de sprites deliciosamente anticuados o de un lujoso envoltorio tridimensional. Afortunadamente Mario & Sonic en los Juegos Olímpicos: Tokio 2020 sirve también para recordarnos que no deberíamos necesitar mucho más. Creo que será el caso de casi todos, o al menos de quienes no sigan encontrando muy divertido hacer aspavientos en pie frente a un televisor, una especie en extinción que solo parece seguir existiendo en los anuncios de la propia Nintendo.