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Análisis de Mass Effect: Andromeda

La amenaza fantasma.

El carisma de la saga consigue sacar a flote una secuela con carencias inexplicables.

A poco que a uno le guste ojear suplementos dominicales es sencillo haber topado con esa anécdota que explica como George Lucas, por aquel entonces un completo desconocido al que su relativo éxito con American Graffiti le había servido para convencer a la Fox de que le dejara jugar con maquetas, forjó su fortuna. La operación fue bien sencilla, aunque a buen seguro en su momento hicieron falta pelotas: rechazar un sabrosísimo aumento salarial del 300 por ciento y exigir a cambio los derechos de cualquier posible secuela y de todo el merchandising que la franquicia pudiera generar. En esencia, el bueno de George cambió un montón de dólares contantes y sonantes (medio millón de 1973, nada más y nada menos) por otro montón de muñecos que todavía nadie quería, saliendo de aquella reunión con la gallina de los huevos de oro debajo del brazo mientras los ejecutivos del estudio se reían a sus espaldas; un inesperado golpe de genio y una verdadera inspiración para cualquier entrepreneur moderno. Es lo que se llama visión comercial: podría haberse comprado un Buick, y ahora mismo se puede comprar Minnesota. No fue en absoluto un mal movimiento.

Por eso es natural que intentara repetirlo, lo que nos lleva al verano de 1999, ya sabéis: colas grotescas en los aparcamientos de todo el mundo desarrollado, un montón de adultos disfrazados de Chewbacca y la primera precuela de la trilogía lista para hacer su debut. Se apagan las luces, los créditos vuelan hacia el centro de la pantalla, y sin dejarnos tiempo para enjuagar las lágrimas, aparece. Su nombre era Jar Jar Binks, una figura de acción de metro noventa salida de la mente del más retorcido de los estudios de mercado, y vuestros recuerdos de la infancia no podrían importarle menos.

Los paralelismos son evidentes, y no se limitan a llenar la galaxia de razas antropomorfas que se disparan rayos de colores. Porque ambas sagas surgieron de un golpe de suerte, pero también de la fe mas absoluta en sus propias posibilidades, la misma que mostró Lucas al limpiarse el culo con aquel contrato. Como Star Wars, Mass Effect empezó desde abajo, con la libertad y el desparpajo de quien no le debe nada a nadie y se sabe con potencial para mucho más. Por eso apuntó alto, y se atrevió plantear un debut que, sin grandes franquicias a sus espaldas ni red alguna de seguridad, miraba al futuro con la misma ambición que el guión de aquel episodio IV. Como digo, es una historia de valentía, pero también de margen para el error. Ahora eso se ha terminado, y la manera de jugar sobre seguro, su muñeco CG con acento jamaicano que intenta agradar a todos, es el mismo que el de tantas y tantas franquicias timoratas de nuestra historia reciente: efectivamente, el mundo abierto se ha convertido en nuestro Jar Jar particular.

Con esto no quiero decir que se trate de un esquema necesariamente condenado al fracaso: hay casos de éxito más que de sobra, y todos tenemos uno bien reciente en el recuerdo. Sin embargo, hacerlo bien implica cierta ambición y una actitud de cara al diseño que no se limite a seguir los caminos establecidos, cualidades que la BioWare de Shepard solía derrochar. En parte siguen ahí, y los ecos más evidentes siguen estando en sus personajes, en la organización de sus sociedades y en un énfasis en el world building que sigue rayando lo obsesivo. No es para menos, porque la situación lo pide a gritos: a grandes rasgos, y sin querer desvelar demasiados detalles sobre el argumento, digamos que las razas de la federación han hecho el petate y se han lanzado a una criogénica excursión de seiscientos años en pos de colonizar una galaxia que creen virgen. Una ocasión fenomenal para empezar de cero, el mismo espíritu con el que parten los colonos; al final, la propia premisa no es más que una ocasión para que el estudio vuelva a repartir las cartas, y ver reordenarse el tapete galáctico es sin lugar a dudas lo que hace a esta entrega especial. Ver como la colonias toman forma, y con ellas el clásico entramado de rencillas, lealtades y estructuras de poder que siempre han caracterizado a la saga. Mass Effect funcionaba porque utilizaba señores de colores para hablar de la naturaleza humana, y ver como todas esas miserias vuelven a tomar forma delante de tus narices tiene algo de fascinante. Todo bien en ese apartado.

Sin embargo, es en su aplicación práctica donde la nave empieza perder sistemas en la sección de proa. Y hablo de sistemas porque son precisamente estos los responsables: Mass Effect Andrómeda es un juego expansivo, un ejercicio de ambición constante que se desvive por ampliar las fronteras de su propio mundo, pero es sorprendentemente conformista a la hora de traducirlo a mecánicas. Aquí la receta es la clásica estructura de pequeños sandbox interconectados, y la ley que impera en cada planeta de esta nueva frontera es la del mínimo esfuerzo. Hay cientos de secundarios y un torrente de misiones inagotable que en ocasiones puede resultar hasta intimidatorio, pero separar el grano de la paja es otro cantar. La sensación de encarnar a un recadero intergaláctico es omnipresente, y aunque el juego se esfuerza en contar una, diez, mil historias entrelazadas, sus protagonistas y sus localizaciones acaban invariablemente traducidos a meros peones de una larguísima lista de la compra. No en vano, la frase más repetida del guión, con varios cuerpos de ventaja, es "te paso las coordenadas de navegación".

Lo gracioso del asunto es que el propio juego parece plenamente consciente de ello. En este sentido resulta significativa su manera de aproximarse a la historia del propio protagonista, y a los recuerdos familiares codificados en el banco de memoria más profundo de su flamante asistente virtual. "Por desconcertante que parezca, la programación está clara: recoge los orbes diseminados por cada uno de los mapas y desbloquearás nuevas escenas con las que reconstruir los recuerdos". Esto no lo digo yo, lo dice la inteligencia artificial que los guarda. De manera literal, quiero decir. Algo similar sucede cuando un joven especialista en gestión de recursos nos introduce al sistema de viabilidad, que traduce a barras de colores nuestros progresos en cada planeta y decide si despertar a nuevos colonos en base al marcador global. "Puede que los puntos no sean el sistema más elegante". No le falta razón.

Puedo entender estos arrebatos de culpabilidad, porque Andromeda sabe que puede hacerlo mejor. Que puede plantear misiones con corazón, de esas que implican lidiar con el ego de un líder de los bajos fondos o colarse en una fiesta para robar la última botella de whisky de la galaxia; de esas que hacen que Mass Effect sea Mass Effect. Sin duda son sus mejores momentos, y por eso lo lógico sería centrarse en ellos. Sin embargo, y quien sabe si por razones de marketing (la exploración, aunque sea una excepcionalmente reglada, vende una barbaridad), este tipo de momentos no toman verdadero protagonismo hasta bien entrada la segunda mitad del juego. Antes de llegar a los postres BioWare parece empeñada en que nos terminemos el primer plato, y su principal rehén es el propio combate. Más concretamente, un componente RPG que si bien vuelve con más fuerza que nunca oculta gran parte de los sistemas que lo definen tras el muro de decenas de horas dando paseos con el Nomad. Es el caso, por ejemplo, de todo el sistema de armamento, una colección de juguetes de una variedad pasmosa que esta vez viene en dos sabores: el looteo de toda la vida, y una estación de investigación y desarrollo que depende directamente de los recursos que podamos obtener peinando el desierto mediante un sistema directamente heredado de Mass Effect 2. Si no pasamos por el aro tendremos que apañarnos con lo que rapiñemos a los muertos, y si realmente queremos sacarle jugo al sistema tocará volver al Nomad y reproducir lo que antes hacíamos a escala planetaria buscando picos en la gráfica del iridio por cada rincón del mapa. Habrá quien quiera ver en esto una vuelta a los orígenes, y algo de eso hay, pero la sensación de aventura y descubrimiento cede demasiadas veces ante algo muy parecido al trabajo.

Ya digo que es una lástima, porque hablamos de un combate al que apetece sacarle partido. Como es constante en este Andromeda, tardaremos en darnos cuenta: ignoro si se debe a un exceso de celo a la hora de traducir nuestras paupérrimas estadísticas iniciales a hechos, pero los primeros enfrentamientos son un festival de disparos al aire y ráfagas erradas sin explicación. Apuntar es extremadamente engorroso y resulta tentador echarle la culpa a un gunplay deficiente, pero es una sensación que se va mitigando con el paso de las horas. Es entonces, cuando te sientes suficientemente seguro disparándole a la cabeza a la gente como para intentar hacerlo desde el aire, cuando comienzas a experimentar de verdad con esa componente de movilidad que tanto quiere parecerse a Vanquish; evidentemente le faltan unos cuantos veranos para acercarse, pero la referencia es inmejorable, y activar el jetpack para huir a una posición segura o elevarse desde una cobertura ralentizando el tiempo para encadenar un par de headshots aportan un dinamismo a los enfrentamientos inédito en la franquicia. El precio a pagar, por desgracia, cae del lado de la profundidad estratégica: el sistema de combinaciones de poderes está fenomenal, pero es complicado aprovecharlo del todo sin poder solicitar ataques concretos de los acompañantes. Puede que por eso nuestra hoja de personaje de cabida a decenas de habilidades de cada categoría, mientras el resto de nuestro equipo tiene que contentarse con un puñado: somos un equipo, pero el verdadero rey del pollo frito está claro desde el principio.

De vuelta a Jar Jar, es una intención de molar muy fuerte y a cualquier precio que choca directamente contra una ejecución técnica absolutamente inaceptable tratándose de una franquicia de este nivel. Todo el mundo ha visto los gifs, y tristemente toca confirmar los rumores: pese a albergar momentos de indudable belleza, Mass Effect Andromeda es un juego tosco, descuidado, que insiste en el error y parece poco preocupado por maquillarlo. Y no hablo solo del nivel gráfico general: las texturas pobres molestan, pero es mucho más preocupante toparse constantemente con personajes que tiemblan, con criaturas que se convierten en animales disecados al recibir el tiro de gracia y con cinemáticas llenas de planos desencuadrados. Los problemas de clipping son el pan nuestro de cada día, y en general todo transmite una dejadez absolutamente inexplicable. En lo técnico Mass Effect Andromeda es un producto a medio terminar, y la abismal diferencia de pulido entre unos planetas y otros no hace sino confirmarlo.

Quiere la casualidad que, además, estos entornos a medio cocer se concentren en la primera mitad del juego. No es un asunto exclusivamente técnico: afecta también a los enfrentamientos, y a una disposición de coberturas y accidentes geográficos que pasa gradualmente de la pereza inicial a algo parecido al diseño. Por eso Andromeda es un juego extraño: porque empieza decepcionando, y resulta sencillo enfadarte con el, pero poco a poco consigue ganarte. Los problemas técnicos siguen ahí, pero el nivel general asciende, todo comienza a ser más bonito, y cada nuevo planeta hace las cosas mejor. Es una línea ascendente que como estrategia resulta extraña, porque presentarse borracho en la primera cita nunca ha sido una gran idea. Andromeda lo hace, pero sería un error darlo todo por perdido en esas primeras horas. Lo bueno se hace esperar.

Por suerte llega, vaya que sí. Y llega por las mismas vías de siempre. Por el cariño hacia esos personajes que en principio no te decían nada, por un argumento que sabe crecer poco a poco, y por trucos tan efectivos como ese simulador de citas interestelares que en el fondo es el auténtico corazón de la saga. Los mejores momentos vuelven a estar aquí, en los pasillos de la Tempest, y en esa vuelta de honor tras cada misión importante para comentar la jugada. En los vínculos, al fin y al cabo, aunque aquí también hay algún que otro error de bulto: mi primer acto oficial como representante de la raza humana en el descubrimiento de una nueva especie alienígena fue tirarle los trastos a la primera muchacha con aspecto anfibio que se cruzó en mi camino. ¿Por qué decidiste cruzar el espacio oscuro hasta una nueva galaxia?. Para encontrarte a ti, muñeca. Claro que sí.

Puede que no sea un error del todo, porque si algo destaca en el guión de Andromeda es un mayor espacio para el humor. Un humor que no era del todo ajeno a la saga, pero que se suelta aun más la melena y afecta a la propia rueda de conversaciones: suceda lo que suceda, el punchline es siempre una opción. Es un tono de desenfado que va vertebrando la convivencia en la nave, y que resta algo de gravedad a una saga que quizá pasaba demasiado tiempo con el ceño fruncido; los personajes lo agradecen, aunque puede que haya quien eche de menos un punto más de solemnidad. Para eso, para elevar la apuesta, están las acostumbradas misiones de lealtad. Aquí el juego no falla, y dejando de lado la habitual recompensa explícita vuelven a ser un premio en sí mismas. Pese a la kilométrica lista de requerimientos que implica llegar a desbloquearlas rápidamente se convierten en la verdadera meta, porque de algún modo sientes que le debes algo a esa gente y sería de canallas no tenderles la mano. Y también, por qué no decirlo, porque concentran lo mejor que Andromeda puede ofrecer: los mejores escenarios, los mejores enfrentamientos, y las decisiones que realmente te hacen sudar, y que hasta estos momentos se sentían realmente escasas. Porque pasas de la enésima refriega en un puesto de avanzada terrestre a combatir en un carguero espacial del revés, o en un entorno de gravedad cero en el que no escuchas el sonido de tus disparos. Porque hay ideas, por fin.

Porque tras demasiadas escenas en las que Jar Jar hace malabares con material explosivo o se tropieza con unos androides, Star Wars de repente recuerda que es Star Wars, y llegan las vainas, y Darth Maul, y Liam Neeson arrodillándose entre dos compuertas de plasma. Ni cien Jar Jars pueden con Star Wars siendo fiel a sí misma. Con Mass Effect sucede lo mismo, y por eso, por esos momentos, me gustaría poder perdonarle todos los demás. En lo personal sin duda lo hago, pero me incomoda pensar en hasta que punto la culpa es de la fascinación que siento por esos benditos krogans. Sé que no soy el único, y sin duda ese tipo de fan lo disfrutará. Pero, por desgracia, no soy el único que lo sabe. De ahí que venga al pelo la historia en la que Lucas se hacía millonario: no se me ocurre un ejemplo que ilustre mejor lo que implica vivir de las rentas.

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