Medios de comunicación, violencia, y ¡claro! videojuegos
La prensa y sus lodos.
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Los que de algún modo vivimos en estrecha relación con el mundo de los videojuegos estamos tristemente acostumbrados a capear el temporal que levantan los medios de comunicación cada vez que les da por airear la no corta lista de prejuicios y tópicos con la que nutren de sensacionalismo barato sus actividades periodísticas. Tristemente, la asociación del videojuego con episodios de violencia juvenil sigue siendo tan actual como incomprensible, de manera que cuando el pasado 14 de diciembre saltó a los medios de comunicación la terrible, tristísima noticia de que un joven había irrumpido en una escuela de Connecticut con armas de fuego y se había llevado por delante la vida de 7 adultos y 20 niños, no fuimos pocos los que pensamos y comentamos, medio en broma, la inminente asociación del suceso con la influencia de los videojuegos.
Efectivamente, pronto se empezaron a leer actualizaciones de la noticia en las que se mencionaba que Adam Lanza jugaba a Dynasty Warriors, Call of Duty y otros títulos conocidos. Del mismo modo que, seguramente, este chico sería aficionado también a algún deporte, ver cine, series, o navegar por internet. Datos circunstanciales que en modo alguno pueden asumir la directa responsabilidad de una atrocidad tal que probablemente responda a una compleja cadena de carencias no atendidas adecuadamente a nivel afectivo, psicológico, social, institucional o sanitario.
Pero ya sabemos de qué va esto. Lo fácil, lo populista, lo amarillento, es señalar con un dedo torpe, grasiento e infinitamente estúpido aquello que ya ha sido criminalizado en otras ocasiones fruto de la desinformación, la pereza, o qué sé yo. Porque sí, porque es cómodo y polémico, algo que parece primar - la comodidad y la polémica - sobre el rigor informativo y la decencia de aquellos que se autodenominan profesionales o periodistas. Cierto es que la criminalización directa del videojuego parece haber remitido un poco en los últimos años; ya no se señala descaradamente, pero se menciona, se insinúa, está presente. Y el simple hecho de que se anote, en una noticia o directamente en el titular de la misma con letras bien gordas, no hace otra cosa que regar las semillitas que han ido esparciendo años atrás los medios de comunicación y que parece haber dado sus frutos en un amplio espectro de la sociedad a través de ideas preconcebidas absolutamente delirantes.
En esta ocasión, la nota más rancia a nivel patrio, como ya sabrán todos ustedes, la ha dado la señora Ana Rosa Quintana al formular cierta desafortunada pregunta a la enviada especial de Telecinco en Newtown, Connecticut, lugar de la tragedia. «¿Se sabe si Adam Lanza tenía alguna enfermedad mental o jugaba a videojuegos?». Con la naturalidad del que mete en un mismo saco elefantes africanos y bicicletas, la susodicha lanzó esta pregunta, esta pedrada incultural, para sumarse alegremente a la montaña de prejuicios enquistados socialmente aquí y allá, no solo los relativos a los videojuegos y a los que disfrutamos de ellos, sino también al colectivo de personas que padecen algún trastorno mental grave y luchan cada día por llevar una vida normalizada y sacudirse de encima el estigma que los etiqueta automáticamente como personas potencialmente peligrosas. No olvidemos que si a los medios les encanta mezclar videojuegos con violencia, no menos les gusta chapotear efusivamente sobre el inventario de términos referidos a la “locura” como un potente reclamo, un enorme neón luminoso que condecora sus titulares y les da ese toque de espectacularidad extra de la que a veces carece la realidad. Por no hablar, claro está, de la absoluta falta de profesionalidad e inteligencia del que equipara en un mismo plano de la realidad, y en un mismo enunciado, un trastorno mental con una actividad lúdica.
¿Y qué podemos hacer nosotros, pobres videojugadores y escribientes, para sacudirnos estos lodos de encima? Pues por lo menos deberíamos intentar hacer algo de ruido, alzar nuestro discurso cada vez que algún iluminado propague sus consignas rancias como si fueran verdades absolutas directamente cinceladas por el demiurgo de todas las cosas conocidas; intentar defender nuestros argumentos con sensatez, hacer que lleguen a cuantos más mejor, y esperar pacientemente a que la gente quiera y pueda pensar por sí misma.