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Avance de Metal Gear Solid V: The Phantom Pain

Regreso al futuro.

Que el de los videojuegos es un medio que se mueve por modas es una realidad que a estas alturas dudo que pille a nadie de sorpresa. En cierto modo, es una afirmación que resulta igualmente válida para cualquier otra rama de la industria del entretenimiento, y para demostrarlo ahí están las películas de superhéroes, los carteles de unos festivales veraniegos que cada vez cuesta mas distinguir entre sí o toda esa nueva ola de la producción literaria que reduce todas las vertientes posibles de la ciencia ficción a un triángulo amoroso entre guaperas de instituto. En el caso de los videojuegos, y mas allá de la sobreexposición cíclica a historias de zombis o de marines espaciales, parece que la proverbial aversión al riesgo de estudios y distribuidoras condena a ese ente tan heterogéneo que son "los jugadores" a recibir oleada tras oleada de títulos que cuentan lo mismo y además se juegan igual. En su día fueron las plataformas, más tarde los FPS, y ya con pie y medio en la nueva generación parece seguro afirmar que el desarrollo de mundo abierto es el nuevo dibujo táctico sin el que ni los mas osados se atreven a salir a jugar.

Por todo esto, y pese a la confianza ciega que sin duda se ha ganado a lo largo de casi treinta años, la decisión de Hideo Kojima de coquetear con el sandbox a la hora de plasmar la quinta entrega de su obra magna podría resultar descorazonadora. A fin de cuentas, estamos hablando de uno de los pocos creativos, y quizá el último dentro de la escena del triple A, que mantienen el tipo dentro de una industria cada vez mas fría e impersonal, más industria en definitiva. Optar por semejante pirueta de diseño por razones que no fueran estrictamente creativas bien podría suponer el principio del fin. Tras unas cuantas horas a los mandos, afortunadamente, la sensación que prevalece es completamente diferente. En cierta medida, y contra todo pronóstico, The Phantom Pain parece haber ignorado el camino que ha seguido la industria en los últimos años para abrazar el desarrollo abierto como una conclusión lógica a su propia naturaleza. Como la única conclusión posible.

Metal Gear Solid V es un sandbox, sí, pero uno que tiene muy poco que ver con lo que cualquiera pudiera estar predispuesto a esperar. Es abierto porque la situación lo requiere, porque toma la infiltración como catecismo y se pregunta si ampliar el territorio no es la manera más obvia de crear nuevas oportunidades. Desafiando de manera profundamente militante esa norma no escrita que dice que el mundo abierto debe ser un parque de atracciones que mantenga entretenido a toda costa a los usuarios con déficit de atención, respeta lo suficiente a un tipo de jugador que no necesita que el minimapa sea un festival de iconos para sentir que no ha desperdiciado su dinero. Hay actividades secundarias, por supuesto, pero más allá de la anécdota son pocas las que no tienen que ver con partir cuellos y esconderse en una caja. Si guarda algún tipo de relación con un parque temático, es la excitación de colarse por la noche en un aquapark para bañarse en la piscina sin que nos vean los guardias. Es un videojuego puro.

Y lo es en un sentido que no podría ser más explícito. De manera igualmente transgresora, y mas allá de un apartado gráfico de relumbrón que irónicamente brilla de manera especial en su manera de trabajar la iluminación, The Phantom Pain es un juego que se preocupa muy poco de resultar creíble. Como ha sido siempre un pilar en la serie, su desprecio por la cuarta pared es absoluto, y mas allá del clásico NPC que te habla de presionar el panel táctil en mitad de una escena de alto impacto emocional, el diseño desecha cualquier tipo de concesión al realismo que no tenga un impacto positivo en la jugabilidad. Las meta referencias vuelven a sucederse de manera constante, y Kojima parece seguir disfrutando enormemente al recordarnos a cada paso que lo que tenemos entre manos no es nada más que un videojuego. Y nada menos.

Tomemos por ejemplo una de las novedades más importantes, al menos en el terreno de las entregas para sobremesa: la gestión de nuestra base y del equipo humano que la compone, ese ejército de mercenarios libres de todo estado que nos permitirá en la práctica diseñar nuevos ingenios de ocultación, ampliar nuestro arsenal o nutrir los equipos de apoyo que podremos invocar durante ciertas misiones. Una versión vitaminada de lo visto en Peace Walker, que incide en los mismos conceptos y, como todo en The Phantom Pain, los lleva un pasito más allá siempre con el precepto claro de que la verosimilitud debe ir condicionada al gameplay, y nunca al revés.

Por un lado, el juego se muestra lo suficientemente puntilloso para no subtitular los diálogos de las patrullas enemigas salvo que contemos en nuestras filas con un intérprete versado en el idioma, un detalle sutil que refuerza de un plumazo varias de sus mecánicas principales, porque recompensa la acción no letal y porque es muy complicado infiltrarse sin saber si los guardias hablan de ti o del partido. Por el otro, la manera de captar nuevos aspirantes vuelve a tirar del trazo grueso para dibujar una mecánica ante la que uno no puede sino sonreír: una incapacitación, un globo sujeto al enemigo noqueado y a volar. Una situación que podría resultar risible hasta que uno se plantea el juego de riesgo y recompensa entre rescatar a un especialista en demoliciones que hable ruso con fluidez y lo que llama la atención un señor flotando en mitad de un asentamiento enemigo a las cuatro de la tarde.

Como decíamos antes, aquí el sigilo es la única religión, y donde otros se volcarían en diseñar sistemas para cocinar lagartijas o jugar a los bolos, aquí el tarro de las esencias se ha reservado para hacer que el número de posibilidades a la hora de encarar un nuevo emplazamiento resulten incluso abrumadoras. Tras una obligada fase de reconocimiento armados de nuestros binoculares y el dispositivo de geolocalización y gestión de datos ya visto en Ground Zeroes, nos queda bastante claro que nadie nos va a llevar de la mano. Los únicos waypoints presentes en el mapa serán los que coloquemos nosotros, y nuestro apoyo por radio insistirá en repetirnos que el área es demasiado amplia y que nos busquemos la vida. Con un esbozo de estrategia dibujado en la cabeza, tocará agacharse tras la primera roca, tras lo cual invariablemente todo el plan estallará por los aires y será hora de improvisar.

El juego se esfuerza en todo momento para que esto suceda, presentando patrullas que cambian de turno al amanecer, avisos por radio, estados de atención de varios niveles que huyen de la clásica bipolaridad entre la alerta total y el echarle la culpa al gato y unas fuerzas opositoras que suplen su falta de sentidos superheróicos con una sobrehumana capacidad para mosquearse. Afortunadamente, el arsenal de acciones a nuestro favor permite equilibrar la balanza, pasando desde la posibilidad de invocar helicópteros de apoyo a la utilización de todo tipo de gadgets y de un abanico de movimientos y de sistemas claramente enfocados a la creación de situaciones emergentes: No es lo mismo escabullirse bajo un control al abrigo de la noche que hacerlo a las 12 de la mañana. Tampoco es lo mismo disparar un dardo tranquilizador a una pierna que a la cabeza, ni atacar cuerpo a cuerpo a un enemigo que a un grupo de tres, ni realizar un lanzamiento contra el suelo que hacerlo contra una pared. Si atrapamos a un enemigo desprevenido, seguimos pudiendo optar por despacharlo rápidamente, interrogarlo para averiguar la posición de los guardias, o incluso utilizarlo de escudo humano si las cosas se ponen feas. Y si aun así somos descubiertos, el modo réflex que estrenara Ground Zeroes nos dará unos preciados segundos para intentar arreglar el desaguisado antes de que suene la voz de alarma, o podremos recurrir a mantener al enemigo paralizado a punta de pistola en una versión incomparablemente mas física y satisfactoria que lo planteado en Battlefield Hardline.

Darse a la fuga y vivir para luchar otro día también es una opción respetable, y siempre podremos poner las cosas difíciles a nuestros perseguidores saboteando el generador de la base, destruyendo sus repetidores de radio o simplemente acurrucándonos en el suelo y reduciendo nuestra respiración al mínimo.Y en caso de que la situación se tuerza del todo y recibamos, por ejemplo, una descarga de metralla en el brazo que no nos permita apuntar, siempre quedará la posibilidad de resguardarse tras un contenedor y volver a encajarse el hombro. Un cóctel de mecánicas nuevas mezcladas con revisiones de otras presentadas en anteriores entregas, que unidas se multiplican y dejan la sensación de conformar el juego que Kojima tuvo en la mente desde el principio. Las posibilidades son infinitas.

Con semejante despliegue de alternativas sobre la mesa, quizá duela un poco más de lo debido uno de los únicos puntos negros, que es la facilidad de resolver las cosas a tiros. En este terreno, y entroncando con el sistema de investigación y desarrollo que comentábamos antes, el juego incorpora un surtidísimo arsenal de escopetas, lanzagranadas y rifles de francotirador, que en mi caso personal decidí ignorar por completo porque hay algo feo en tomar una experiencia que ofrece más posibilidades que nunca para acabar resolviendo las cosas como siempre. No es por su sistema de calificaciones, ni por su énfasis en buscar la rejugabilidad alcanzando el máximo rango posible en la búsqueda del perfect run. Es porque se trata de un juego que apetece jugar bonito. Un juego que abraza lo suficiente el pasado como para no renunciar a sus raíces ni actualizando una tipografía que nos transporta inmediatamente a una merienda frente a un televisor de tubo, pero trae de la mano una manera de entender el mundo abierto que bien podría ser un espejo de cara al futuro. Un juego, en definitiva, que por desgracia llega unas cuantas entregas tarde para reclamar un subtítulo que debería haber sido suyo por derecho: el hijo de la libertad.

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