Avance de Metro Exodus
Mother Russia Bleeds.
Más o menos superado el huracán Red Dead Redemption 2 y a las puertas de una nueva temporada de lanzamientos que se enfrenta al papelón de rellenar semejante hueco, creo que una de las cosas que deberíamos agradecerle con más efusividad a Rockstar es haber puesto de moda el concepto "fisicidad". Y en el fondo me gustaría pensar que las fenomenales y muy físicas hostias que despacha el bueno de Kratos han tenido parte del mérito, porque al final del día estamos hablando de lo mismo: del revolucionario concepto de otorgarle a los objetos del videojuego una dimensión física, un peso, una cadencia, unos tiempos que no tienen por que corresponderse con los deseos del jugador más ansioso; de convertir el acto de desvalijar un cajón en un esfuerzo real, y a ese bote de café soluble que descansa sobre la chimenea en el equivalente inanimado de Trico. El mundo ya no obedece, ya no se limita a dejarse hacer, no es un conjunto de menús e iconos subordinados al juego, sino una realidad física que no está dispuesta a hacer concesiones: es torpe, es pesado, es aparatoso, y sobre todo no tiene miedo de resultar frustrante. Es, llamadme loco, todo lo que debería ser una travesía ferroviaria por los restos de la Rusia postnuclear.
Es, creo, el acierto más relevante de un juego, esta tercera entrega de Metro, que entiende que la supervivencia debería ser algo más que jugar a la combinatoria con radios estropeadas y tuberías en un menú de colores chillones. Un juego que habla (quizá más que ninguna de sus entregas pasadas, y en breve veremos por qué) de recuperar un mundo que estaba roto, y que necesita ser contundente para introducirnos en el: obviamente hay sistemas que alimentan todo esto, porque hablamos de situaciones límite construidas sobre munición que se acaba o filtros de aire que dejan de funcionar, pero lo que realmente vende la experiencia es, de nuevo, lo físico. Es ese pedazo de cinta aislante que pegamos de cualquier manera en el visor de nuestra máscara de gas para tapar una fuga temporalmente, o la mochila que tenemos que descargar pesadamente en el suelo antes de ponernos a craftear nada. Lo que Arthur Morgan conseguía con las balas marcadas una a una y el café bebido a sorbitos, Metro lo logra con un visor que se empaña, y con la necesidad de limpiarlo con la mano si es que queremos continuar.
No es una novedad, porque ese pequeño gesto se ha ido convirtiendo con los años en uno de los iconos accidentales de una franquicia que siempre ha querido asociarse con la incomodidad, la mugre y la porquería, pero resulta reconfortante comprobar de primera mano que abandonar los túneles y salir a una superficie que arroja de cuando en cuando motivos para la esperanza no implica dejar de apretarnos las tuercas. Es cierto que el entorno es algo más amable, al menos todo lo que puede serlo un páramo poblado en su mayor parte por maniacos y seres deformes, pero lo que Metro ha perdido en claustrofobia lo recupera mediante la pura presión mecánica: por supuesto que no hay waypoints y que orientarse depende de un mapa físico, por descontado que hay que dar cuerda a la linterna que nos acompaña en las incursiones más chungas y, la duda ofende, que nadie dude de que vamos a estar siempre en una abrumadora inferioridad numérica.
Tanto la superior potencia de fuego del enemigo como la escasez de la munición propiamente dicha convierten al sigilo en una opción casi obligatoria, y para enfrentarnos a él, de nuevo, estamos casi en pelotas: no hay visión detective ni nada que se le parezca, la ausencia total de HUD en pantalla se ve compensada con un contador Geiger, un reloj y una pequeña bombilla amarrados (físicamente, de nuevo) al brazo izquierdo para indicarnos cuando estamos ocultos por la oscuridad o en peligro por la radiación, y una de nuestras armas más efectivas, no tanto por su calibre sino por lo económico que resulta elaborar munición de cosecha propia, implica bombear aire comprimido a mano cada dos o tres disparos si es que no queremos quedar con el culo al aire en medio del tiroteo. Metro Exodus es así de inflexible y así de soviético, y es importante llegar sobre aviso.
Pero hablaba hace solo unas líneas de cierto lugar para la esperanza, y de un mundo que comienza a dar tímidas muestras de mejoría. Así es el viaje de los protagonistas, una travesía que sustituye las estaciones abandonadas por el cielo abierto, aunque de un modo u otro sigue atada a las vías: nuestro hogar es ahora una locomotora que recorre el continente con un objetivo que por el momento ignoramos. El componente argumental se adivina tan potente como de costumbre, pero de los tres capítulos independientes que hemos podido probar hasta ahora solo podemos concluir unas cuantas cosas sobre su estructura y el hecho de que es aconsejable no fiarse de nadie: Metro Exodus también es implacable a la hora de tratar la condición humana, aunque esto no implica que no haga esfuerzos por mantener las cosas interesantes.
De ahí, quizá, esa estructura que reclama tanto protagonismo y que quizá podría chocar a quien, tras tanta cháchara sobre supervivencia y chatarra reconvertida en balines, esperara un Fallout de ambientación soviética. No esta lejos, desde luego, pero es un molde que el juego rechaza asumir del todo, como sucede también con esa aventura más o menos lineal de la escuela Half Life que alimentaba las dos primeras entregas. Metro Exodus no es ni lo uno ni lo otro porque quiere ser ambas cosas, y la solución salomónica es una sucesión de sandbox encadenados y totalmente independientes unos de otros por los que el tren transita como el hilo que mantiene unido un collar de perlas. Aquí cada bola es una estación, una parada, un nuevo terreno virgen para explorar y, al menos a tenor de estos tres niveles, una separación tan literal como para implicar también diferencias climáticas: un río congelado en invierno, los restos de una refinería bajo el sol abrasador del desierto o un pequeño poblado tomado por la vegetación otoñal, en una especie de Forza Horizon 4 del post apocalipsis que utiliza las estaciones para aportar variedad, para diversificar unos entornos abiertos pero férreamente separados que evolucionan, eso si, a través de cadenas de misiones más o menos tradicionales: hay objetivos principales que hacen que la historia avance y secundarias que aportan más chicha al conjunto, y aunque podemos aproximarnos a cada una de estas tareas de manera totalmente libre al final todo suele redundar en poner la locomotora en marcha para progresar al siguiente nivel.
Y suele apetecer hacerlo, porque nadie podrá negarle al equipo su entusiasmo a la hora de plantear ideas. Por eso Metro Exodus en ocasiones sí recuerda a Fallout, y concretamente a esa tercera entrega que Bethesda convirtió en un ejercicio de brainstorming a tiempo completo, en un parque temático de lo nuclear. Es un enfoque arriesgado y que podría no casar del todo con ese descarnado realismo por el que el juego parece querer apostar, pero desde luego fans no le faltan, y los que disfrutarais entonces con los poblados regidos por niños o los asentamientos sumidos en un eterno sueño de realidad virtual, preparaos para encontrar aquí a esclavistas, lords del petróleo, sectas anti tecnología e incluso grupos de forajidos que se visten y actúan como piratas. Por variedad que no quede, aunque si me preguntan a mi todo este jolgorio temático le resta algo de impacto al conjunto, un conjunto que, como sucede en Fallout, pega más duro cuando sabe ser comedido. Afortunadamente aquí también hay bunkers perdidos, y letreros grandilocuentes escritos en ruso, y salas con mapas y botones rojos pobladas por esqueletos vestidos de general. En términos de ambientación hay pocos juegos que puedan toser a este Metro.
Y por eso hace falta poco para perdonarle ciertos pecadillos, que también los tiene, faltaría más. Metro Exodus no es un juego perfecto, y conjuga grandes momentos con asperezas que pueden tener cierta justificación temática (la excesiva tendencia del armamento a encasquillarse si no lo mantenemos limpio, por ejemplo) y con lo que me temo que son errores de base. No es una categoría especialmente nutrida, pero aquí podríamos citar, por ejemplo, lo aparentemente inconexo de algunas misiones o una inteligencia artificial bastante ramplona. Aun así, todo parte de la buena intención, y de un tipo de ambición con la que cuesta no comulgar: es cierto que los enemigos en ocasiones meten la pata y se rinden estando en una posición ventajosa, pero es solo porque alguien se ha preocupado de que contemplen esa posibilidad. De que se preocupen por su propia supervivencia, y no se comporten, de nuevo, como figurantes que están ahí solo para ser disparados. Y supongo que tiene sentido: tras insuflarle vida a los cajones, a las mochilas, a las máscaras de gas y a las tazas de café, en algún momento tenía que llegar el turno de los oponentes humanos.