jony.perez
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Metro Last Light, título multiplataforma aparecido hace unas semanas y que ha recabado el visto bueno de gran parte de la crítica especializada, prosigue los acontecimientos relatados en su precuela, de la que os hablamos aquí mismo hace unos días, si bien el argumento no se nutre en esta ocasión de la estilográfica de Dmitry A. Glujóvski. La trama se aleja, de hecho, de la premisa literaria de la primera entrega para proponer un posicionamiento radicalmente distinto hacia Los Oscuros, inminente eslabón en la cadena evolutiva del hombre, y otorgar mayor presencia al conflicto político entre las diferentes facciones que malviven en los túneles.
Lineal y de dirección única, la última noche en el suburbano moscovita triunfa de nuevo al componer atmósferas, recreando con eficacia una sociedad enferma y pretérita, a punto de extinguirse definitivamente pero que se resiste a sucumbir a la implacable lógica de la selección natural. El desarrollo lúdico aparece supeditado de nuevo a los hechos narrados y transmite en determinados momentos el encorsetamiento típico de los títulos que abusan del pasillismo y el script. 4A Games se esfuerza, eso sí, por introducir ciertas dosis de variedad, aunque sigue al pie de la letra el dictado de ese manual no escrito que atiende al título de "Situaciones en el FPS moderno" y cuyo copyright guarda celosamente Activision en las profundidades de una oficina de patentes, por lo que su heterogeneidad jamás llega a aburrir y casi nunca a sorprender.
Con todo y pese mostrarse en ocasiones condescendiente para con la fanfarria épica y cinematográfica, algo que sucede especialmente en el tramo final y que desentona para mal con la textura fatalista del juego, Last Light resulta en términos generales algo más redondo que su precuela y lo suficientemente inteligente como para no tropezar en las mismas piedras que aquélla.
El saqueo de cadáveres es ahora más ágil y la responsabilidad de reponer filtros ya no recae en el software, sino que ha de ser realizada por el jugador so pena de que sus pulmones se inunden de uranio enriquecido. El sistema de impactos está muchísimo mejor calibrado y, sin llegar a ser ni mucho menos realista, incorpora al menos toda la sensatez de la que es capaz un género cuya debilidad principal son las palomitas. Obviando algún que otro coqueteo hardcoreta y todo aquello que tiene algo que ver con la curva de dificultad, el número de proyectiles necesarios para abatir a un mismo tipo de enemigo no varía de forma alarmante. La artillería se divide en diferentes clases y puedes tunearla con más coherencia que en 2033, pero las preciosidades que dejan caer los enemigos abatidos convierten en prescindible buena parte de esta mecánica.
A lo largo de tu itinerario visitarás, cómo no, diferentes asentamientos cuya trascendencia jugable es idéntica a la de la primera entrega, es decir, no pasa del aprovisionamiento de recursos en comercios y alguna que otra misioncilla secundaria, noche de vodka y burdel incluida. Se aprecia en ellos, sin embargo, una cantidad de cariño inaudita para un FPS actual, cierta deferencia hacia el jugador y un mayor esfuerzo por enriquecer y humanizar la consistente atmósfera del juego.
Se mantienen las dos clases de enemigos, aunque los enfrentamientos contra criaturas, más directos y más de distancia corta, tienden al barullo propio de un shooter noventero antes que a la inmaculada profesionalidad de Arma 2. Por fortuna Last Light prefiere que posiciones la mirilla sobre tus congéneres, aunque ahora el sistema de sigilo está mejor implementado. Con humanos enfrente puedes elegir entre un AK-47 o las sombras del suburbano, pero es en modo ninja cuando el juego gana enteros y las labores de exterminio resultan más gratificantes. Los enemigos ya no son capaces de percibir conmociones en la fuerza y eso es algo que posibilita la infiltración. Puedes apagar bombillas, lanzar cuchillos, noquear o asesinar con silenciador. El testigo de tu reloj de muñeca ya no entiende de grises: si se enciende es que pueden verte y si no serás el jodido hombre sin sombra. Si la pifias un golpe de música te informará de la necesidad imperiosa de refugiarte de nuevo en la oscuridad y el juego compensará su radicalidad otorgándote un par de segundos de cuartelillo.
Al debe del trabajo de 4A Games iría una IA con alguna que otra llamativa pájara digital cuando decidas sacar los pies del tiesto o hacer algo que el estudio no había previsto. Los checkpoints no siempre se distribuyen con criterio, por lo que en alguna ocasión contemplarás impotente el icono de guardado mientras Artyom boquea por la falta de oxigeno. La posibilidad de acceder desde el menú principal a los diferentes capítulos de manera independiente suena, en este sentido, a parche de última hora que no solventa pero sí mitiga este error del autoguardado. Aristas por pulir que, junto a algún que otro bug y un par de momentos supuestamente frenéticos aunque no demasiado convincentes, probablemente tengan más que ver con los apretones financieros de THQ que con la capacidad del estudio de desarrollo.
Metro Last Light no es completamente inocente, pero se merece un viaje a través de los circuitos de tu consola porque fue diseñado en un lugar en el que el tiempo transcurre a una velocidad distinta. Allí podrás apoyar tu rifle en el rincón, tomar asiento en una butaca raída y disfrutar de lo que acontece sobre un escenario construido entre un cielo arrasado por la radioactividad y la necesidad del olvido. Un vodevil bajo tierra y con logro entre bambalinas, que te permitirá ir a picar algo a la nevera o al baño a miccionar sin necesidad de pausar el juego, pero precisamente por eso es, ante todo, un medidor infalible del nivel de horchata en sangre.
Es difícil no simpatizar con un juego que te obsequia con un recital a base de tristeza y acordeón antes de arrojarte al exterior a partirte la boca con mutantes. Imposible cuando sabes que una inutilidad lúdica tan monumental como un espectáculo de sombras chinescas ante una chiquillería expectante y hambrienta fue erigida en el interior de una nevera.
Last Light esconde en algún resquicio de su código la pasión que puede mover montañas. Aquella en la que se quiebra la delgada línea que separa la urgencia económica de la auténtica vocación artística. Desde un conservadurismo a ultranza e innegable, puede permitirse el gesto de mantener cierta compostura en un género que hace tiempo agitó la bandera blanca frente a una curva de demanda. Es de los pocos FPS cuya decena de horas atesora aún algún instante genuino y libre de patrañas, y un destello así es capaz de justificar toda una existencia.