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Análisis de Minit

Minits to midnight.

Eurogamer.es - Recomendado sello
Un juego chiquitín que no sólo es una delicia de jugar, sino que tiene el potencial para cambiar nuestra forma de entender los videojuegos.

Como voy por la mitad de mi tercera partida de Minit, puedo afirmar sin apenas temor a equivocarme que escribir la primera frase de este análisis me ha costado alrededor de unos veinte segundos. Y sé esto porque es, al fin y al cabo, un juego que trata sobre nuestra percepción del tiempo, y cuya premisa principal es que cada partida dura solo un minuto. Cada vez que arranquemos el juego, el protagonista aparecerá en el mismo lugar predeterminado del mapa, con una cuenta atrás que comenzará en el número 60. Cuando llegue a 0, nuestro personaje morirá, y volveremos al punto de inicio. Para progresar tendremos que optimizar este tiempo, gestionándolo de la mejor forma posible para llegar cada vez más lejos y resolver puzzles que nos permitan acceder a zonas nuevas y avanzar en la historia. La primera revelación viene cuando, tras veinte o treinta muertes - es decir, una media hora - nos encontramos a nosotros mismos llevando mentalmente la cuenta del tiempo que falta hasta el siguiente reinicio, sin necesidad de mirar el marcador. Con un concepto tan sencillo, Minit es capaz de hacernos pensar de forma distinta a lo que acostumbramos, y cambiar con ello la forma en la que nos aproximamos al videojuego.

Es curioso que esta epifanía suceda tan temprano dentro de la partida porque, por todo lo demás, es un título en el que el avance sucede muy lentamente. La limitación de tiempo hace que apenas tengamos tiempo de ejecutar un par de acciones en cada intento; sólo encadenando una vida tras otra, juntando muchos pequeños descubrimientos, podremos sentir que realmente estamos yendo hacia algún sitio. La mecánica fundamental del juego es la muerte, y tiene mucha más importancia de la que parece a primera vista; pero si lo más común es que los videojuegos utilicen la muerte del jugador como penalización por sus errores, aquí sirve únicamente como elemento que marca el ritmo, pues condiciona la forma en la que enfrentamos cada situación. Si jugamos, por ejemplo, a The Legend of Zelda (1986), nuestro objetivo será mantenernos vivos el mayor tiempo posible, pero en Minit la muerte es un destino inevitable, un punto fijado en nuestro futuro cercano, así que nuestra meta pasa a ser utilizar el tiempo del que disponemos para hacer algo - ¡lo que sea! - antes de volver al principio de nuevo. Cada segundo puede ser útil y trascendente, porque tiene el potencial de servir para encontrar una moneda, resolver un acertijo, recopilar información que nos ayudará a entender mejor el mapa. En esta misma línea de pensamiento, no deja de resultar llamativo que además de las flechas de movimiento, sólo disponemos de otros dos botones: el botón de reiniciar, que nos permite forzar el final de la partida y volver al inicio sin esperar a que transcurran los 60 segundos, y el botón de atacar, para eliminar a los enemigos que nos encontremos a nuestro paso. Es decir: un botón de morir, y un botón de matar. La dicotomía completa de nuestra aventura.

Algún lector avispado se habrá percatado de que no acabo de citar las aventuras de Link en vano, claro. Además de con el tiempo, Minit juega con la idea que es el núcleo de los The Legend of Zelda clásicos, y de tantísimos otros juegos tras ellos: la idea de ir reevaluando el espacio conforme a nuestros avances, según los nuevos objetos que obtengamos. Una barrera en nuestro camino - un seto o un bloque de hierro, por ejemplo - no es tanto un obstáculo insalvable como una pequeña inconveniencia que anotaremos mentalmente para volver más tarde, cuando hayamos conseguido la habilidad que nos permita superarla. Porque damos por sentado que esto es lo que sucederá: que tarde o temprano, como una especie de pacto sin palabras entre juego y jugador, nuestros esfuerzos por resolver los diferentes puzzles y desafíos se verán recompensados con alguna herramienta, un hacha para talar ese árbol, un traje de buzo para cruzar ese río.

Conseguir un objeto nuevo en, por ejemplo, A Link To The Past, supone muchas veces tener que desandar grandes tramos del mapa en busca de nuevas zonas a las que acceder que estuviesen bloqueadas anteriormente. Así, se cumple un doble propósito: generamos una sensación consistente de progreso, y a la vez alargamos horas de juego con un backtracking que, si bien tiene sentido que realicemos, no le resulta al jugador particularmente apasionante. En Minit el backtracking es precisamente la clave de la experiencia, y no es tedioso en cuanto a que el diseño del espacio está supeditado al tiempo del que disponemos, y no al revés: los elementos de los escenarios están colocados de tal manera que el jugador pueda, si así lo desea o la situación lo requiere, perder el menor tiempo posible y llegar a su destino cuanto antes. Será vital que aprendamos cuáles son las rutas óptimas para llegar a cada una de las áreas, y rara vez hablaremos con un personaje o comprobaremos un cartel más de una o dos veces: todas estas acciones cuestan unos segundos que, aunque inapreciables en otros títulos, aquí marcan la diferencia.

Aun con esto, es comprensible que surjan dudas del propio concepto del juego, de la premisa de añadir uno de esos - generalmente tan odiados - temporizadores que condicione toda la experiencia. Despejando una de las preguntas fundamentales que esto puede generarnos, me parece importante señalar que, aunque no son muy frecuentes, sí tenemos a nuestra disposición una serie de puntos de guardado. Cuando lleguemos a lugares concretos del escenario podremos hacerlos nuestra "casa" y empezar desde allí la próxima vez que nuestro tiempo se termine. No obstante, descubrir un nuevo checkpoint no significa olvidarnos necesariamente de los anteriores: desplazarnos entre ellos con soltura será fundamental para llegar a algunas de las zonas del mapa, y aprenderemos a usarlos estratégicamente para lograr los objetivos. Cada uno nos facilita el acceso a un lugar concreto, pero para desentrañar el puzzle gigante que es el universo del juego tendremos que conseguir memorizar hasta el último rincón.

Minit es, al fin y al cabo, un juego basado en la repetición. Uniendo todos estos elementos, y en un ejercicio de diseño más que reseñable, pronto comenzaremos a sentir como el mapa se extiende bajo nuestros propios pies, cuando vayamos aprendiendo las particularidades de cada pantalla y nos encontremos a nosotros mismos siendo capaces de llegar cada vez un poquito más lejos, quedarnos más cerca de derrotar a ese enemigo, un pasito más cerca de resolver ese rompecabezas. En el momento en el que nos alejamos de nuestra zona conocida y nos adentramos en terreno inexplorado nos vemos obligados a pensar rápido: aquí no hay tiempo para plantearnos si giramos a la izquierda o a la derecha, si nos paramos a matar a ese enemigo o pasamos de largo. Las decisiones se suceden una tras otra a toda velocidad, en un subidón de adrenalina que se acrecenta cuando escuchamos ese "tic, tic, tic", el efecto de sonido que indica que nos quedan menos de diez segundos para terminar. Aun así, en la mayor parte de las ocasiones, volver a las cuatro paredes de nuestra casita inicial no nos decepciona, es más, todo lo contrario: nos sentimos seguros otra vez y, satisfechos por lo que hemos logrado, conscientes de que en el siguiente intento lo sabremos hacer todavía mejor.

Esta consistencia del progreso tan bien calibrada me parece un elemento más que suficiente para afirmar que merece la pena jugarlo. Pero la verdad es que el verdadero argumento de Minit, la idea que hace que sea fresco y transgresor, no termina de asentarse del todo en nosotros hasta que no nos apartamos un poco del juego y probamos suerte con otros títulos. El momento en el que nuestra cabeza, que ya está acostumbrada a esa sobrepercepción del tiempo y a ir contando segundos - tic, tic, tic - se enfrenta de nuevo con otros universos que, en su mayoría, no están particularmente preocupados por cuánto rato perdemos de forma inútil mientras navegamos sus entresijos. Con sus escenarios llenos de escaleras larguísimas, de diálogos que cuentan muchas palabras y poca información, de pantallas de carga, de menús con muchísimas opciones donde nuestros clics podrían economizarse drásticamente de haberlo pensado un poco más. Es entonces cuando nos damos cuenta de que en Minit no hay nada que sobre, ni que falte: que todos los elementos, desde los gráficos sencillos, píxel blanco y negro, hasta la velocidad a la que el texto se mueve o la forma en la que están construidas las mazmorras nace de un absoluto respeto al tiempo del jugador. Limitando el tiempo del que disponemos en cada partida, es más fácil comprender que en pequeños instantes se pueden crear hazañas gigantescas; que no necesitamos grandes cinemáticas, música grandilocuente y diálogos llenos de chascarrillos para hacer que derrotar a un enemigo poderoso se sienta como una tarea titánica.

Hay tanta ideología a este respecto aquí dentro que casi me he tenido que dejar para el final otro aspecto igualmente importante: Minit es divertidísimo de jugar. Los diálogos y la lógica interna del juego son un tanto cómicos y nos ponen con frecuencia en situaciones divertidas. Ayuda también que, en su aspiración a ser una experiencia modesta, pero trascendente, tenga decenas de pequeños detalles muy cuidados, a la espera de que los descubramos: tenemos un perrete en casa que reacciona a diferentes objetos, por ejemplo, y en el menú del juego - incluso esto es un chiste en sí mismo - hay una opción para señalar si somos veganos o no que tiene una leve pero tiernísima repercusión dentro de la historia.

Todo esto lo convierte en uno de esos juegos que son particularmente propensos a comentar con tus amigos esto y aquello que has encontrado, a debatir sobre cuál será el efecto que tendrá usar tal objeto en ese otro lugar; que te incentivan a desbloquear cada uno de los secretos y las curiosidades y, al final, se juegan casi de principio a fin con una sonrisa en los labios.

(Al menos, hasta que comencéis la segunda vuelta. Suerte con eso.)

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