Mis Problemas con las Mujeres
Especial San Valentin.
Cuando Jony BCN me prometió doble ración de cabezas de pescado a cambio de un artículo para el día de San Valentín, mi estómago comenzó a rugir de felicidad. Y cuando me aseguró que este incremento de mi menú lo detraería del de Isaac250, entonces ya, sin más dilación, decidí ponerme manos a la obra.
Pronto comprendí, sin embargo, que la obtención de una recompensa tan suculenta no iba a ser tarea fácil, ya que, a pesar de mis esfuerzos con Nintendogs, LocoRoco, Just Dance y similares, nunca he conseguido salir con una chica que se interesase mínimamente por esto del entretenimiento electrónico. Lo más parecido que recuerdo son los piques al Street Fighter con mi amigo Ramón. Todos le llamábamos Monchito y ya hace años que le perdimos la pista. Imagino que se iría a vivir a Chueca, ya que siempre estaba con la cantinela de que ese barrio tenía un no se qué. He de decir que, pese a su amaneramiento, Monchito repartía Hadoken y Shoryuken como panes y constituía un temible rival.
A pesar de mis esfuerzos con Nintendogs, LocoRoco, Just Dance y similares, nunca he conseguido salir con una chica que se interesase mínimamente por esto del entretenimiento electrónico.
Sin duda alguna, el hambre agudiza el ingenio, y la imagen de dos cubos rebosantes de tiernas cabezas de pescado me bastó para recordar que, hace ya un tiempo, compartí una anécdota a los mandos de una consola con... una niña de seis años. No, no llamen aún a la Guardia Civil y déjenme explicarme. Se trata de mi sobrina, a la que, desde su más tierna infancia, he adoctrinado con tesón y perseverancia en la noble afición a los videojuegos.
Si algo he aprendido viendo "Aquí hay Tomate" es que la identidad de un menor ha de permanecer en el anonimato más absoluto (la veracidad de la noticia carece, en cambio, de importancia alguna), por lo que me referiré a mi sobrina con el nombre imaginario de Olivia Newton John.
El caso es que un viernes por la tarde acudimos a un centro comercial mi novia por aquel entonces, Olivia Newton John, su madre y yo. Como suele ser habitual en estos casos, una vez realizadas las compras pertinentes las mujeres hicieron gala de su absoluta carencia de escrúpulos y principios morales y se fueron a ver trapos, dejándome a mí con la cría.
Para pasar el rato decidimos entrar en el establecimiento de una famosa cadena de tiendas de videojuegos, cuyo nombre empieza por "GA" y acaba por "ME". En el interior, tenían expuesta una Xbox 360 con el modo versus de Naruto: Rise of a Ninja, y mi sobrina y yo nos pusimos a echar una partida.
He de reconocer que, desde mis vicios con el malogrado Monchito, no he vuelto a tocar un juego de lucha, ya que es un género que no me atrae demasiado, pero, pese a ello, confiaba en salir victorioso contra una mocosa de seis años. "Dejaré que me venza en algún combate", pensé, "vas a ver qué cara de felicidad pone la pobre cuando gane", me dije. Lo cierto es que la cría cogió el mando, se puso a aporrearlo, y a mí me empezaron a llover guantazos por todos lados. Al principio intenté aporrear yo también el mío para devolver las embestidas, pero pronto comprobé que era totalmente imposible: la niña pulsaba a tal velocidad que no me concedía un respiro que me permitiera devolver algún golpe.
Comprendí que debía cambiar de estrategia y comencé a probar todos los botones del pad con la esperanza de encontrar el de bloqueo antes de que mi querida sobrina me endilgara el tercer KO consecutivo. No lo conseguí. Desconozco si fue torpeza mía o si el mando estaba averiado, probablemente lo primero, pero el caso es que no logré localizar el botón de marras y, por tanto, no había forma de parar la avalancha de patadas, puñetazos y bofetadas con que me obsequiaba una cada vez más sonriente Olivia.
Para terminar de arreglar tan lamentable panorama, la tienda se había ido llenando de gente, en su mayoría críos, que asistían joviales al espectáculo que se desplegaba ante sus ojos. Si, amigos, allí estaba yo: un tío de pelo en pecho, curtido en mil batallas en los salones recreativos de los ochenta y apaleado por una mocosa de poco más de medio metro, cuya serie favorita es Hannah Montana, que escucha la música de los Jonas Brothers y que posee como lectura de cabecera un, al parecer imprescindible, tebeo de las Winx. Todo ello, como es lógico, para regocijo de la concurrida y juvenil audiencia. Como aquello no tenía visos de mejorar, mentí a Olivia diciéndole que se hacía tarde y que teníamos que ir a buscar a las chicas, pero ella, consciente de la triquiñuela, respondió que todavía quedaba un buen rato y que prefería seguir jugando. ¡Cómo pasa el tiempo y cuánto añoro aquellos días en que podía engañarla con facilidad!
Llegados a este punto decidí cortar por lo sano: fingí que ya estaba cansado de dejarme ganar y cedí mi mando al crío que tenía más cerca, un milindres que apenas levantaba una cuarta del suelo. Craso error. El chaval comenzó a propinar una monumental paliza a mi sorprendida sobrina, lo cual me situaba a mí en el escalón más bajo de un podio imaginario, tras el enano y la enana. Por supuesto, para Olivia perder un par de combates y pasársele las ganas de jugar fue todo uno, con lo cual ambos abandonamos la ya abarrotada tienda.
Huelga decir que, de regreso a casa, mi sobrina narró orgullosa y sin escatimar detalle alguno su increíble hazaña: había derrotado al maestro, a su, hasta entonces, invencible tío. Logro desbloqueado a la tierna edad de seis años, mientras yo tardé más de treinta en ganarle a mi padre una triste partida al tute, cuando la miopía ya se había cebado en sus ojos. "¡Te gané!, ¡te gané!, ¡te gané!" repetía alborozada una y otra vez. Yo procuraba responder con humor a sus continuos chascarrillos y mantener la compostura que se le supone a un tipo de mi edad, pero por dentro mi alma de jugon se retorcía de rabia y clamaba: ¡Maldito Herodes, que se dejó varios vivos!
Afortunadamente la vida da muchas vueltas y, un par de meses más tarde, el destino quiso que acudiéramos a realizar unas compras al mismo centro comercial. Nada más llegar mi sobrina me preguntó con el rostro iluminado por una sonrisa: "tío, ¿vamos a la tienda de juegos a echar una partidita al Naruto?". Era casi la hora de comer y ya quedaba poca gente en las tiendas. Eso me aseguraba la ausencia de testigos en caso de que me propinara una nueva paliza, con lo cual accedí a regañadientes.
Allí estábamos de nuevo: Olivia, la Xbox 360, el Naruto: Rise of a Ninja y yo. Pero esta vez los hechos iban a desarrollarse de forma bien distinta, y es que rápidamente descubrí el botón que permitía cubrirse de los ataques enemigos. Lo que vino a continuación es fácil de imaginar: ella machacando el botón de ataque, yo cubierto y, cuando la desdichada criatura bajaba el ritmo por puro agotamiento físico, comenzaba a lloverle una espectacular combinación de patadas, puñetazos y ataques especiales, ante los cuales lo único que podía hacer era contemplar con incredulidad, mirada desorbitada y mandíbula desencajada lo que sucedía en la pantalla.
Lógicamente a mi sobrina, como a cualquier hijo de vecino, perder no le resulta tan gratificante como ganar, y tras un par de combates dejó el pad para informarme: "ya es un poco tarde y tenemos que ir a buscar a los demás". Mentía como una bellaca, ya que no habíamos quedado hasta dentro de una hora. Confieso que por un instante estuve tentado de responderle que todavía disponíamos de un buen rato por delante y, por tanto, había tiempo de sobra para echar más partidas. Fueron unos deliciosos segundos de debilidad, de los que afortunadamente me recuperé para decirle que tenía hambre y que la invitaba a comer algo. Acto seguido yo también dejé el mando de la Xbox, abandonamos la tienda y al pesado de Naruto, y acabamos los dos en una hamburguesería que había por allí cerca.
En ese instante sentí hacia ella una mezcla de respeto y orgullo. Tenía ante mí a una hardcore gamer hecha y derecha.
Una vez en el restaurante, sentados frente a frente y dando cada uno buena cuenta de su hamburguesa, levanté un momento la mirada de mi plato y la sorprendí observándome fijamente y con rostro serio. "¿Qué miras?", pregunté. "Nada", respondió y siguió comiendo despreocupada. Comprendí que bajo aquella mirada latía el amargo sabor de la derrota y el deseo de revancha. En ese instante sentí hacia ella una mezcla de respeto y orgullo. Tenía ante mí a una hardcore gamer hecha y derecha, que ya nunca caería en las malvadas garras de Wii, Kinect o Move.
Feliz San Valentín a todos. Si tienes a alguien con quien compartir este esperpéntico día y no es tu mano derecha, recuerda: díselo con tu videojuego favorito.