Análisis de Monster Hunter World
El pez grande se come al chico.
La escena que sirve de introducción a este Monster Hunter: World resulta sumamente esclarecedora. Se trata de un episodio de unos pocos minutos de duración, una filigrana de fuego y desprendimientos que comienza en la quietud de un galeón en tránsito hacia el nuevo mundo y termina colgando de las garras de un reptil alado, tras escapar de una muerte segura escalando por la espalda de un enorme dragón anciano. Los referentes son claros: la secuencia recuerda a Uncharted, a cualquiera de los God of War, y a toda esa nueva escuela que entiende que la famosa calificación "triple A" responde a las siglas de Acción, Argumento y Alpinismo. Como punto de partida es razonablemente espectacular, pero su verdadero objetivo va más allá de demostrar las posibilidades de su remozado motor o establecer que en esta ocasión tocará prestar atención a algo parecido a una historia: es una declaración de intenciones, las de una Capcom que no va a conformarse con las migajas ni con ser un juego de nicho espectacularmente rentable. Las de una Capcom decidida a sentarse a la mesa de los mayores.
También es una secuencia totalmente innecesaria. Poniéndonos especialmente gruñones incluso podríamos decir que es un puntito engañosa, pero a estas alturas del partido la serie necesitaría de algo mucho más contundente que estas gafas de pega con mostacho incorporado para darnos gato por liebre: es cierto que este tipo de set pieces se repiten más adelante, incluso que intentan acentuar de algún modo los puntos álgidos de su campaña y marcar algo parecido a un ritmo, pero el tono que establece no tarda en diluirse y pronto, con el rugir de la última explosión aún retumbando en los tímpanos, se destapa el verdadero frasco de las esencias. Su mundo, claro, una orilla virgen que contemplamos a vista de pájaro y tras la que la vida se agolpa y fluye ajena a ningún control. La arena que cede el paso a la jungla, las raíces de un árbol milenario, los grupos de herbívoros que acuden temerosos para saciar su sed, el sonido de un depredador. Ese es el verdadero espectáculo, el regalo que no podemos esperar a desembalar.
Creo que se trata de una dualidad interesante, porque encapsula lo viejo y lo nuevo, lo que Monster Hunter es y lo que podría llegar a ser, y también la encrucijada a la que se enfrenta Capcom. No es sencillo reinventar la rueda, y por fortuna, una obscenidad de horas después, creo poder afirmar que no han sido tan suicidas como para intentarlo. Que su estrategia a la hora de convertir la fórmula mágica en un producto del gusto de todos ha sido endulzar la píldora, replanteando algunos conceptos que claramente hacían aguas y dejando caídas de ojos para el profano aquí y allá pero conservando las vitaminas. Monster Hunter: World es, que no os engañen los gráficos, tan Monster Hunter como cualquiera de sus entregas portátiles, y creo que es para bien. También es un juego que plantea preguntas, y la más grande sigue teniendo que ver con ese público al que se enfrenta. Con ese fenómeno sociológico que solo es tal tras determinadas fronteras, con ese juego que es a la vez Destiny y Dark Souls y Horizon y Shadow of the Colossus y aun así nunca ha llegado a explotar de verdad. Hay dos respuestas.
La primera tiene que ver con su complejidad, con esas vías de agua de las que hablábamos antes. Con un juego para iniciados que defiende, o defendía, esa posición con garras y dientes, haciendo pasar al novato por un vía crucis de estadísticas y sistemas intencionalmente opacos, intencionalmente incómodos, dispuestos de cualquier manera a lo largo de una curva inicial mucho más escarpada que la rabadilla de ese dragón anciano. Y hablo de intencionalidad porque no quiero hablar de torpeza, y porque World es la demostración de que se puede hacer lo mismo de otra manera; de que no es necesario relegar la usabilidad y un sistema de menús competente al último pupitre del aula si uno quiere seguir combinando hiedra y tela de araña para fabricar una trampa. Todas estas posibilidades siguen inalteradas, y yo mismo he emprendido unas cuantas expediciones con el único objetivo de hacerme con una pieza de coral o un tipo de hongo que sirviera a mis sucios intereses, pero aquella introducción no mentía al hablar de otro ritmo: el juego se abre desde el principio, acoge a los nuevos con un cariño ejemplar, y sigue regalando nuevos sistemas y nuevos recuadros explicativos bien entrada la veintena de horas de juego. Nada más poner un pie en el continente y en el ajetreadísimo campamento que sirve de hogar al gremio de cazadores un tipo de apariencia amigable nos acompaña en una visita guiada, y así aprendemos lo básico: la importancia de gestionar bien nuestro equipo, de comer bien antes de una cacería, de visitar a menudo la fragua. No nos aburre aún con encargos alternativos, ni menciona el asunto del rango, ni, gracias a dios, nos envía a recoger veinte escarabajos. Salimos a campo abierto, y antes de darnos cuenta estamos midiendo el acero contra un Gran Jagras encabronado. Quizá es lo que llevaba necesitando la serie todos estos años.
Es al regresar cuando comienzan a suceder cosas. Cuando esas pequeñas exclamaciones en la cabeza de cada aldeano comienzan a sucederse, escondiendo cada una un pequeño favor personal o un nuevo chiringuito en el que, por ejemplo, cultivar de manera controlada la miel que permite potenciar las pociones o transmutar esos noventa helechos que nos sobran en el par de hongos tranquilizantes que necesitamos. La estructura de nexo central (más tarde vendrán otros) al que regresar entre misión y misión para avituallarse o mejorar el equipamiento sigue conservándose porque como digo estamos ante un Monster Hunter de manual, pero todo queda debidamente explicado y la sensación de presentarse al examen con los apuntes de otra persona desaparece. Cada pequeño puesto, además, está dotado de cierta personalidad, y pese a que toda la urbe siga siendo un gran menú camuflado apetece pararse un rato para hablar con el boticario. La palabra clave vuelve a ser vida, y no poca parte del mérito es de la arquitectura y de esas escalinatas ancladas tablón a tablón en la piedra que convierten la aldea en un entorno creíble, en un lugar que claramente tiene un pasado. Eso sí, no todo son buenas noticias: en un juego tan claramente orientado a humanizar sus por otro lado evidentes mecánicas y a partir peras con el número desnudo llama la atención que todas, absolutamente todas las cinemáticas que preceden a la forja de un nuevo espadón o a la preparación de un nuevo asado sean exactamente las mismas. Por suerte pueden saltarse, pero parece evidente que Capcom conoce a su público y que este siempre ha sido especialmente tolerante con la repetición.
Porque al final Monster Hunter va de eso. De picar piedra, de recolectar florecillas, de volver una y otra vez al mismo lugar esperando cruzarte con la bestia adecuada, y de cruzar los dedos para que los dioses del loot sean benévolos. De recolectar, matar, forjar, repetir. En su base, en su bucle fundamental, no se diferencia tanto de un Don't Starve, o incluso de un Football Manager, y sus efectos a largo plazo son similares: es un juego que se juega también lejos de la pantalla, mientras haces cábalas en la oficina pensando en ese espadón eléctrico que estrenarás esta tarde. Si se salva es por esto, y porque en esta ocasión el estudio ha volcado un esfuerzo mayúsculo en esconder las partes más tediosas y potenciar esa punzada de satisfacción: más tarde hablaremos de los lafarillos (tranquilos, no hay para tanto), pero por el momento permitidme detenerme en una estructura de misiones que muy acertadamente recluye las cacerías de segunda en una pestaña aparte y lo dispone todo para que podamos ir directamente al turrón sin recortar en absoluto el factor contenido. En todo momento tenemos un objetivo principal claro y una misión importante que ejecutar, de la mano de una narración que vertebra todo el conjunto y que sin ser especialmente memorable (un asunto de migraciones y dragones ancianos, no esperéis Los hermanos Karamazov) permite plantear un camino ideal que balancea la dificultad y dosifica el descubrimiento: nuevas bestias, nuevos entornos y nuevos dispositivos presentados a un ritmo lógico y calentito. Siempre podemos ignorarlo porque esto es un videojuego y por mucho que la situación apremie nadie nos va a impedir dedicar un par de tardes a recolectar escarabajos, y para eso están un sinfín de categorías secundarias que engloban desde misiones de recolección o marcas en objetivos concretos a encargos en caliente, hasta un total de seis simultáneos: sé que andas liado con lo del tiranosaurio, pero si aprovechas el viaje para traerme cinco piezas de hierro me vendría fenomenal. Nunca faltan las cosas que hacer, pero nadie nos obliga a perder el tiempo.
Si es que realmente lo perdemos en algún momento, porque ni la misión más rutinaria está libre de sorpresas. Es una naturaleza emergente que se hace especialmente presente en las expediciones, salidas sin un objetivo en concreto que podrán prolongarse cuanto queramos y que generalmente comienzan recolectando unas cuantas bayas y acaban salvando la vida milagrosamente tras interrumpir el desayuno de una Legiana. Es el momento de sacar el acero a pasear, y de disfrutar de un combate que, con la venia del tribunal, recuerda poderosamente al de otra saga japonesa famosa por no tomar a sus jugadores por gilipollas. Sé que se trata de una comparación más que sobada pero por razones que no vienen al caso últimamente he estado jugando bastante al primer Dark Souls y creedme, primos hermanos. Todas las señas de identidad dignas de mención se repiten, o al menos así es si decidimos enfrentarnos al combate con un arma digna de tiempos tan poco civilizados: la inabarcable presencia del contrincante, la fase de estudio previa al combate real, la anatomía, los puntos débiles, las colas cortadas, el conocimiento, el respeto; el peso de animaciones propias y ajenas, la importancia de la stamina, lo intrincado del inventario y sus efectos, esas hitboxes de precisión quirúrgica que pueden matarte de un coletazo o acabar con el fuego si aciertas en la garganta. Sí, también hay que intentar gestionar el espacio.
Cada bestia es un mundo, un saco lleno de secretos hecho para descubrirse con sangre y para compartirse entre cañas y un desafío sobre el que podrían escribirse artículos enteros: lo que se me escapa es como se ha conseguido equilibrar semejante bestiario con un arsenal que en esta ocasión alcanza las catorce piezas y que, volviendo a tirar del tópico contundentemente real, representa en la práctica catorce juegos completamente diferentes. Del que más y mejor puedo hablaros es del que se juega con una espada larga, un todoterreno que aúna alcance, control de masas, un delicioso ataque en retroceso ideal para cobardicas como un servidor y un complejo sistema de combos potenciados y barras de especial que incentiva el juego ofensivo, pero sería desmerecer a la espada que se convierte en hacha, al hacha que se convierte en escudo y al martillo de media tonelada que no se convierte en nada pero es un martillo de media tonelada. Cada pieza tiene sus propios sistemas, sus propios combos, sus propias barras y estados cargados o alternativas para la defensa, y los arcos o las combinaciones de dagas o lanza y escudo básicas conviven con instrumentos como una gaita metálica o una pequeña vara que lanza insectos metálicos al agresor y resulta ideal para el combate aéreo. Muchos de estos ingenios repiten, aunque desgraciadamente no lo hacen los cuatro estilos de combate personalizables que vimos en Generations: una decisión comprensible si la idea era mantener la complejidad del sistema bajo control.
Quizá se trate de una concesión que sientan los jugadores más comprometidos con su vertiente online, un componente vital de la experiencia Monster Hunter que se ha rediseñado completamente para la ocasión, nuevamente con la accesibilidad y la transparencia bien alto en la lista de prioridades. Por explicarlo de manera sencilla, digamos que el juego es tan online como nos apetezca: al cargar la partida podremos elegir entre crear una sesión o unirnos a una ya existente, y cada una de estas sesiones funciona como un pequeño servidor centrado en el tablón de anuncios que gobierna la aldea. A diferencia de anteriores entregas no existe separación alguna entre misiones cooperativas o en solitario, y a la hora de aceptar un encargo nuevo el procedimiento es tan sencillo como desplazar un slider eligiendo si queremos acometerlo solos o dejar hueco a uno, dos o tres cazadores extra que podrán unirse en cualquier momento. A la inversa, sumarse a cacerías en curso únicamente implica bucear por la sección correspondiente en el tablón y dar con una que acepte refuerzos, y si nos pasamos de confiados y la situación se complica siempre podremos lanzar una bengala para que nuestra misión actual aparezca con un bonito S.O.S entre los anuncios clasificados. Podemos reclutar a amigos, podemos establecer contraseñas, podemos formar escuadras y podemos crear sesiones privadas de acceso por invitación, y por supuesto podemos ignorar todo el asunto y dedicarnos a jugar en solitario sin conexión de por medio. Podemos hacer lo que nos de la gana, y raramente implica pulsar mas de un par de botones.
Pero decíamos antes que había un segundo motivo para explicar por qué esta entrega debería ser la gran oportunidad de la serie, y precisamente tiene que ver con la tecnología. Con un concepto enorme encerrado por circunstancias en una serie de contenedores muy chiquititos que ahora cuenta con la potencia para explotar, y no hablo necesariamente de gráficos. Son apabullantes, por descontado, y en lo meramente estético el juego responde a esa filosofía de comodidad permitiendo, por ejemplo, priorizar resolución, carga gráfica o rendimiento en caso de ejecutarse en Playstation 4 Pro, pero centrémonos en lo importante: en esta ocasión más potencia es igual a más posibilidades. Es igual a vida, a comportamientos, a una serie de rutinas e interacciones entre cientos de elementos que potencian el factor emergente del juego y catapultan la propuesta de una saga que busca, desde sus inicios, recrear algo tan ingobernable como lo es por definición el lado más salvaje de la naturaleza. Por eso es un error centrarse en el envoltorio, y por eso aquella secuencia de introducción tan espectacular era poco más que una mentira piadosa: sí, cada uno de sus entornos es visualmente impactante y resulta portentoso que se hayan eliminado las zonas de carga y todo funcione como una unidad sin costuras, pero lo es mucho más que esto sirva para poder ir dejando pequeños cebos que guíen a nuestra invencible presa hasta un depredador aún más grande que nos facilite el trabajo.
Hablamos de un juego en el que es perfectamente factible dejar abandonado un cadáver para poder dar caza a unas aves carroñeras, y en el que este tipo de situaciones no se suceden solo en los trailers que Capcom lleva al E3. Son ecosistemas reales, cadenas alimenticias que funcionan a pesar nuestro y a las que les importa bien poco interrumpir nuestra jornada laboral con un enfrentamiento entre un Paulomu y una manada de Shamos. Es un macho cargando a cabezazos para proteger a las crías, o el fogonazo de autodefensa de un pequeño lagarto cegando accidentalmente a tu presa; es la vida aprovechándose de la tecnología, como las raíces que crecen en las vías del tren.
Y resulta, claro, absolutamente fascinante. Por eso, quizá, todos los habitantes del pueblo parecen entusiasmados cuando hablan de estas criaturas. Hablan de conocerlas, de estudiar sus costumbres, de sopesar muy bien cuando merece la pena intervenir para tomar una vida. Incluso hay un anciano la mar de simpático que premia cada descubrimiento con un pedacito de información para nuestro propio cuaderno, un bestiario de bolsillo que recopila puntos débiles y estrategias y que haremos bien en actualizar, porque en el nuevo mundo el conocimiento equivale a supervivencia. Del mismo árbol cuelgan los lafarillos, esas polillas resplandecientes que irán ganando niveles con cada huella y cada rastro de mocos que podamos identificar y que algunos se han apresurado a acusar del más alto crimen: convertir Monster Hunter en un juego accesible, válgame Dios. Insisto en que no hay para tanto, porque desbloquear su guiado implica una labor de reconocimiento previo y sin usar la cabeza (quizá ese gran monstruo alado viva cerca de las montañas y no en esta maldita cueva) estamos igual de perdidos que siempre, y porque añaden a la emoción de la caza un componente fundamental, la emoción del rastreo. De identificar huellas, de ocultarse por un momento hasta que pase el peligro, de perder la pista en la orilla de un lago y lanzarse emocionado tras un nuevo indicio. De seguir a una presa, en definitiva.
Es emocionante, pero supongo que debería hacernos sentir incómodos. Si no lo hace poco tiene que ver con los discursos de los lugareños y con ese animalismo impostado que invariablemente esconde una nueva misión de ir a descalabrar a un reptil que no se ha metido con nadie: Monster Hunter apela a instintos muy básicos, pero lo hace con un mínimo de educación. De respeto. Da a los seres que lo pueblan un lugar en el mundo, un comportamiento, hace por ellos lo que nunca ha hecho ningún Far Cry, y los enfrenta a un ser humano que realmente los necesita. A una sociedad que elabora sus ropas con pieles y sus herramientas con huesos, que ocupa el lugar en la pirámide que nosotros abandonamos el día que aprendimos a fabricar bolsos de plástico. Convierte la caza en una necesidad, no en unas vacaciones frente al progreso. No se cobra vidas, no viaja en avión para disparar a un animal con el que sacarse una foto. Es primario, es visceral, y es enormemente gratificante, pero deja a los cazadores donde siempre debieron estar: en el videojuego, y en la prehistoria.