Avance de Monster Hunter World: Iceborne
Ice ice baby.
El primer monstruo al que nos enfrentamos en Iceborne, una especie de anguila subterránea llamada Beotodus, es un enemigo formidable. Es un animal feroz e intimidatorio, una bestia que se arrastra bajo la nieve con un bamboleo hipnótico y solo emerge para asestar el golpe mortal, cuando el suelo tiembla y de pronto una mole con la piel negra y la panza dorada se eleva varios metros sobre nuestra cabeza e intenta aplastarnos. Para el Beotodus el bosque es como un estanque, como esa calma chicha en mitad del océano que deja a los navegantes varados a merced del depredador, y de hecho nuestro primer encuentro recuerda poderosamente a todas esas películas sobre tiburones, balsas y gente deshidratada: con la nieve hasta la cintura y completamente desorientados una grotesca aleta frontal emerge entre la ventisca, y tras trazar un par de círculos alrededor de su presa, nosotros, el resto del animal emerge y unas fauces más negras que la propia muerte intentan separarnos la cabeza del tronco.
Con todo esto quiero decir que el bicho acojona un rato, y que si Iceborne pretende con todo esto dejar las cosas claras desde el principio el éxito es absoluto: este nuevo capítulo, esta nueva expansión, no es en absoluto una de esas aventuras paralelas que pueden tomarse y dejarse, no es una excursión por el campo que sirva para distraernos momentáneamente de las obligaciones que marca la senda principal. Iceborne es endgame puro, es un arco completo que solo comienza cuando hemos dado carpetazo con éxito al asunto de los dragones ancianos, y está más que dispuesto a escupir los huesos de quien se aproxime a él con la intención de pasar el rato.
Quizá por eso la gran mayoría de los asistentes a la sesión de demostración no pudo pasar de ese primer encargo, una estadística que en absoluto pongo sobre la mesa con intención de alardear: lo mío fue pura suerte, acompañada de una combinación de paciencia y tolerancia a la repetición que me permitió salir victorioso solo tras tres o cuatro expediciones absolutamente desastrosas. Teniendo en cuenta que no estamos hablando de Dark Souls, y que aquí un intento medianamente serio puede llevarse tranquilamente tres cuartos de hora de tu vida y una generosa porción de tu salud mental, creo que esto debería ser indicativo de lo serias que se han puesto las cosas. Iceborne es excesivo en escala, en variedad y en ambientación, pero tiene clavado en la puerta un enorme signo de prohibido que apunta directamente a todo el que no sea un experto. A fin de cuentas, de alguna manera había que darle la bienvenida al nuevo Rango Maestro, que no se llama Rango Para Todos Los Públicos por una serie de motivos claramente visibles.
Y es que así son las cosas ahora: los rangos de cazador que conocíamos y habíamos cultivado con esmero hasta este momento pasan a mejor vida, y la progresión misma por la historia que propone Iceborne pasa a depender de los encargos que completemos bajo esta nueva categoría, que a su vez nos harán progresar en el nuevo escalafón desbloqueando misiones aún más peludas. Es como digo una categoría despiadada y cruel, que comienza pegando duro incluso antes de que podamos plantar la bandera en tierra y fundar algo parecido a un hogar: El Beotodus, nuestro primer encargo de Rango Maestro 1, es precisamente quien se interpone entre nosotros y el lugar elegido para fundar la base de operaciones, así que toca enfrentarlo a pelo, por las bravas, sin un mal pincho de Legiana que echarnos al pecho en la cantina para calentar. Y no hubiera venido mal, porque nada más tocar tierra en la nueva isla (por supuesto que nos lanzamos a ciegas desde un buque volador, los cazadores de verdad no se andan con tonterías) vamos a darnos de bruces con el verdadero enemigo, con el asesino más feroz del reino animal: el frío.
Un frío que se mete en los huesos, que decora cada recoveco del Arroyo de Escarcha, que así se llama nuestro nuevo cajón de arena, con estalactitas de hielo colgando de cada rama y un manto eterno dificultando el simple hecho de caminar; un frío que, por supuesto, tiene implicaciones jugables. La primera es quizá algo tonta, aunque supongo que en parte a Monster Hunter también venimos por esto y que habrá quien agradezca la posibilidad de juguetear con lo que el juego bautiza como sets de armadura superpuesta, esto es, con abrigos y pieles bien gordas que no tienen ningún efecto a nivel estadístico pero aportan a nuestro equipo actual un look siberiano que siempre es de agradecer. Y así, con una rebequita por si refresca y el aspecto de un curtido comisario soviético, partimos en busca del mencionado cabrón con pintas, mientras un sin fin de ventanas de aviso nos advierten de que sería conveniente recolectar un par de guindillas. No exageran en absoluto.
Tampoco creo que proceda desvelar demasiados secretos sobre como encarar a la maldita anguila gigante, pero baste decir que la resistencia siempre ha sido un factor de peso, que bucear bajo la nieve tiende a dejarte el lomo bajo cero, y que cuando a uno le congelan los cataplines desempeñar ciertas proezas atléticas como blandir la espada o dar un paso detrás de otro tiende a complicarse bastante. Por eso es importante saber leer el escenario, saber medir las distancias y saber cuando prepararse un colacao antediluviano, algo que por suerte facilita el entorno mismo y sobre todo la renovada flora local. También es interesante señalar que estas nieves eternas traen ventajas inesperadas: seguimos dependiendo de los lafarillos y la identificación de huellas digamos "oficiales" para dar caza a las presas, pero ahora es más sencillo dar con su ubicación cuando el monstruo decide darse a la fuga dejando tras de si un fantástico rastro en el suelo. Esto es, si el terreno de juego no se ha convertido a estas alturas en un patatal de primera: no es solo que los combates sean aún más intensos, sino que, al menos a juzgar por estos primeros enfrentamientos, Iceborne ha decidido potenciar una de las novedades más celebradas de la entrega base y ahora es muchísimo más frecuente ver como nuestro objetivo se topa con un pez más grande y nuestro honorable duelo singular se convierte en un épico combate a tres bandas.
Así, con algo de ayuda externa y más huesos rotos de los que sabemos contar, conseguimos resolver el que irónicamente quizá fuera el desafío más peliagudo de toda la demo. Y es que con un lugar donde reponer fuerzas (y quien sabe si darse un bañito reparador) y un conocimiento algo más profundo de las nuevas mecánicas, acometer el siguiente encargo se hizo un poco más amable. La presa en esta ocasión era un Banbaro, algo así como un cruce entre escarabajo pelotero y ciervo de dimensiones absurdas especialmente aficionado a arrancar rocas enormes con sus no menos imponentes cuernos, aunque como digo primero tocó detenerse en una base como dios manda que recibe el nombre de Seliana y cuenta con todas las comodidades que un cazador pudiera desear: hay una cantina, una forja, una sala de reuniones donde interactuar con otros jugadores previo paso a un cooperativo que no tuvimos la suerte de experimentar, e incluso un señor de prominentes bigotes que nos entrega una cámara y a cambio nos pide documentar la vida y costumbres de una nueva especie de gatetes antropomórficos.
Pero hemos venido a otro tipo de safari, así que decidimos declinar amablemente su oferta y nos lazamos a una nueva jornada de exploración, que como digo culmina con el encuentro del mencionado Banbaro y un par de nuevas visitas a enfermería: por norma general aproximarse frontalmente es un suicidio, y si decidimos evitar sus cargas y guardar las distancias esperando a que el animal decida cansarse de cargar la dichosa roca pronto descubriremos que le sobran fuerzas para lanzarla. Pero de algo tenía que haber servido estrellarse tantas veces contra el maldito Beotodus: ahora somos uno con la espada larga (el único arma realmente noble, de este caballo no me vais a bajar), y no solo eso, sino que dominamos todas sus nuevas mecánicas.
Unas mecánicas que evidentemente también reservan sorpresas para quienes opten por herramientas más deshonrosas como el martillo, la lanza o el glaive insecto, aunque espero que el lector entienda que no estaba la cosa para experimentos. Limitándonos a mi zona de confort, esto es, los niveles de afilado progresivos y ese combo de espíritu que permite a la espada larga adquirir un nuevo nivel y seguir repartiendo estopa, la principal novedad remitía en cierta manera a lo visto en Generations Ultimate, la versión para Switch que introdujo en el ya complicadísimo esquema de estilos intercambiables de Generations el llamado modo Valeroso, aunque en esta ocasión la cosa es un poco menos compleja: una simple combinación de R2 y X en mitad de un combo nos permite adoptar la posición de envainado, y posteriormente, como en cualquier película de samuráis que valga la pena, un par de comandos diferentes resultarán en sendos desenvainados de diferentes efectos. Sin entrar en demasiadas profundidades es un añadido interesante a nivel estético y un nuevo bloque de construcción en la búsqueda del combo perfecto y la cadena de daños más efectiva posible, pero recordad que enfrente tenemos a un tipo que nos ataca con rocas del tamaño de un autobús. Claramente no es suficiente.
Y por eso me alegra poder terminar hablando del que es sin duda el añadido más espectacular y también el que acarrea mayores implicaciones a nivel mecánico, un nuevo sistema que se aplica a todas las clases y que en esta ocasión tiene que ver con un gancho. Es cierto que no es precisamente la idea más original del mundo, aunque de alguna manera había que democratizar el proceso de subirse a la grupa de un animal para coserle a puñaladas desde una posición más o menos segura. Es una maniobra que podemos seguir haciendo aprovechando los desniveles, pero que se vuelve mucho más frecuente ahora, de la mano de un dispositivo que solo requiere identificar los momentos de relativa calma del animal para lanzar el garfio y ser propulsados inmediatamente a la posición del jinete. Una posición que, como es tradición en la serie, entiende a la presa como un sistema complejo y no es en modo alguno automática: según nuestra destreza con el apuntado podemos caer cerca de la cabeza, o quizá al alcance de la cola o las extremidades traseras. Y en ese momento empieza la fiesta.
Una fiesta entendida como un rodeo feroz en el que la resistencia de nuestro cazador se evapora a toda velocidad, pero que a cambio nos permite causar verdaderos estragos. La opción más rápida es sacar la espada a pasear y cebarnos con la espalda del pobre bicho, pero quizá sea más inteligente intentar mantener un poco de sangre fría (el clima ayuda) y decantarse por otras posibilidades más maquiavélicas: si hemos caído cerca de la cabeza podemos utilizar el propio gancho para redirigir su trayectoria y encaminarnos a un precipicio, y si andamos algo más lejos la eslinga puede servirnos para arrojar unas cuantas piedras hacia sus ojos hasta que el pobre incauto encare de lleno un muro de piedra. ¿Recordáis que el Banbaro suele cargar de frente portando una inmensa roca? Suena a combinación ganadora.