Artículo: Morir jugando
We Will Rock You.
Comienzo a escribir estas líneas en la tarde del veintiuno de abril. El reloj marca exactamente las diecinueve horas y cincuenta y cuatro minutos, y eso significa que para cuando las leas yo ya habré muerto. Devorado por una horda de zombies, acribillado por la infantería nazi o víctima de un salto que finalice con mis vísceras esparcidas por el suelo bajo un espléndido cielo azul de Nintendo. Aún desconozco el motivo, pero las consecuencias de mi muerte las tengo muy claras: probablemente el mando acabe hecho añicos contra la pared y mi último pensamiento se lo dedique a la familia de los desarrolladores. Te suena, ¿verdad? En realidad tú y yo somos iguales: morir nunca es culpa nuestra. Keep Yourself Alive.
En el mundo que nos ha tocado vivir todo tiene una explicación económica y el fallecimiento virtual no es una excepción. La iglesia se financia con la fe, una fundación vive de la caridad y los clubs de fútbol de la pasión de sus aficionados, pero el negocio del videojuego, como si de una funeraria se tratase, siempre se ha lucrado con la muerte. Hubo un tiempo en que jugar a videojuegos consistía en gastarte la paga con los amigos en una tarde de domingo y el diseño de los juegos procuraba que así fuera. Cada vez que morías la industria hacía caja contigo, no de pino, sino de la otra, y eso se traducía en un nivel de exigencia refinado y puñetero. Por supuesto no existían los continues infinitos. Bueno, sí: pagando.
El negocio del videojuego, como si de una funeraria se tratase, siempre se ha lucrado con la muerte.
Las consolas domésticas no sólo trajeron consigo la fantástica experiencia de las partidas matinales desde la cama. Además cambiaron por completo el modelo de negocio: al comprar el juego adquieres el derecho a fallecer las veces que quieras. Con esta "tarifa plana mortuoria" ya es indiferente que tengas los reflejos de un ninja o la puntería de un tuerto, la destreza de un cirujano o el pulso de un drogadicto. Mueras una o mil veces, pagarás por jugar exactamente lo mismo que pagan el mejor y el peor jugador del mundo. We Are The Champions.
Eso significa que las compañías ya no están tratando con jugadores, sino con consumidores y el éxito consiste en incrementar su número.
Con semejante sistema, para la industria sus ingresos continúan siendo variables, pero ya no varían en función de la cantidad de cadáveres que los diseñadores logren acumular, sino de las copias vendidas. Eso significa que las compañías ya no están tratando con jugadores, sino con consumidores y el éxito consiste en incrementar su número. El primer fabricante de hardware que comprendió esto fue Nintendo. El día que una mujer de sesenta años entró en una tienda para comprarse una Wii representa el triunfo de un instinto empresarial enorme, equiparable a la hazaña comercial que implica venderle una nevera a un esquimal, y marca la madurez plena del videojuego como industria del entretenimiento, para lo bueno y para lo malo, situándola al mismo nivel de aceptación social, cultural y mediática que el cine, la televisión, la literatura, el cómic o la música.
La masificación de cualquier mercado conlleva su fragmentación y eso siempre se traduce en una pérdida de reciprocidad. Tú puedes entender los juegos que esa mujer de sesenta años compre para su flamante Wii, pero no al revés. Por tanto, cualquier desarrollador que aspire a crear un título lo suficientemente intuitivo como para que lo compre la mayoría del mercado, sólo tiene una salida: hacer un juego para la mujer de sesenta años. En el mejor de los casos le quedará algo decente y amable. Recuerda: eres un consumidor, el usuario de un producto que ha de dejarte satisfecho. No conviene frustrar con un nivel de dificultad demasiado elevado y la diversión se suministra, por tanto, a través de vías más distendidas y ajenas a la jugabilidad en sentido estricto: el espectáculo audiovisual, la historia, etc. Friends Will Be Friends.
Esto sirve para desmontar una falacia muy generalizada: la de que los juegos actuales son más cortos. Eso no es cierto. Son más fáciles, tienes vidas infinitas y morir no implica volver a empezar. La triste realidad es que son más largos, pero están concebidos para durar menos, ya que el negocio ahora no consiste en depositar una moneda en el vientre de una recreativa, sino en el número de veces que visitas tu tienda de videojuegos. Antes la ganancia radicaba en que no te pasaras el juego y ahora estriba en que lo hagas lo más rápidamente posible.
El negocio ahora no consiste en depositar una moneda en el vientre de una recreativa, sino en el número de veces que visitas tu tienda de videojuegos. Antes la ganancia radicaba en que no te pasaras el juego y ahora estriba en que lo hagas lo más rápidamente posible.
La devaluación económica de la muerte contrasta con la importancia que se le concede a su puesta en escena. Basta echar una partida a cualquier God of War para comprobarlo. Esta circunstancia obedece a la potencia gráfica de las máquinas actuales y permite otorgar al crimen digital una importancia narrativa impensable hace años. Scott Pilgrim Contra el Mundo no es un juego redondo, ya que consigue transmitir nostalgia a través de la música y los sprites pixelados, pero no con su jugabilidad, aunque su fantástico homenaje a lo retro alcanza incluso a la muerte; en él los personajes fallecen con la discreción y elegancia de los ocho bits: tras una leve intermitencia dejan de existir y se van para siempre o, al menos, durante unos segundos. The Show Must Go On.
Otros juegos, en cambio, parecen más proclives a recrearse en ese momento tan dramático. Dead Space 2 enseña con todo lujo de detalles cómo un necromorfo mutila el cuerpo del desdichado Isaac con la precisión con que un carnicero rebana lomo y paletilla. Póngamelos gorditos que son para guisar.
Esta exhibición de gore y truculencia no basta, sin embargo, para ocultar un hecho incuestionable: morir hoy no es tan trágico como antes. Algunos títulos, como Prince of Persia, no tienen reparo alguno en prescindir, incluso, de la muerte. En realidad se trata una cuestión puramente narrativa, en la que la pantalla de Game Over es sustituida por otra donde la salvadora mano de Elika agarra al príncipe y lo deposita de nuevo sobre la última plataforma, pero no es menos cierto que la ausencia de un castigo o penalización por no jugar bien termina repercutiendo finalmente en las sensaciones que puede llegar a trasmitir un título. Así ya no existe distinción alguna entre ganar y perder. Es la indiferencia total, la banalización de la jugabilidad, la transformación del juego en juguete. Por eso es tan fascinante Demon´s Souls. En él morir implica perder las almas acumuladas y repetir una parte importe del escenario. Eso significa que sí estás jugando o, mejor dicho, que sí te la estás jugando. We Will Rock You.
Aún recuerdo la primera vez que grabé una partida. En Sevilla se celebraba una exposición universal que nunca conseguí entender y en Barcelona un arquero llamado Antonio disparaba su flecha sobre un gigantesco mechero olímpico. Estas cosas ya no suceden. Mientras tanto yo debía estar jugando al primer Alone in the Dark. No recuerdo exactamente cuál era el juego, pero sí lo que sentí al guardar: "esto es trampa", pensé. Imagino que en aquel momento no fui consciente de lo que suponía algo tan sorprendente para mí entonces y tan asumido hoy en día, pero sin duda las cosas ya estaban cambiando y la angustia de poseer tres vidas y un bolsillo lleno de telarañas tenía sus días contados.
Ya es casi medianoche. La grandeza de las vacaciones consiste en la posibilidad de recuperar ese lujo infantil y remoto, casi olvidado de trasnochar con un pad entre las manos. Introduzco en la consola un disco repleto de muertes especialmente horribles y dolorosas: New Super Mario Bros. Wii. Siempre consideraré a Shigeru Miyamoto un monstruo sin corazón. He destapado las vergüenzas de la industria armamentística en Raccoon City, salvé a la humanidad de la amenaza Covenant y a la galaxia entera de los Segadores. No merezco morir a manos de un champiñón. "No, así no", pienso al tiempo que bajo la mirada para evitar ver cómo una ridícula tortuga pone fin a mi heroica existencia. Me dispongo a jugar, a morir. "Pulsa 2 para comenzar". Obedezco mientras me acomodo en el sillón y en la radio Freddie Mercury se pregunta Who Wants to Live Forever? Nunca antes había escuchado una pregunta tan sencilla.