Avance de Mother Russia Bleeds
God save the Queen.
Mi primer contacto con Mother Russia Bleeds se produjo en una pequeña sala de demostraciones durante la Gamescom del pasado verano. El ambiente del stand, uno de esos demasiado humildes como para permitirse cañones de luz o actuaciones musicales en directo, era considerablemente aséptico, pero lo que sucedía en pantalla distaba mucho de serlo. Allí, entre el humo a bajísima resolución y los acordes de una desconcertante banda sonora, nuestro cuarteto protagonista se abría paso a hostias por lo que bien podría ser el garito más infernal de una Rusia post soviética dibujada con el mas grueso de los trazos posibles: había jaulas que colgaban del techo, y genitales desnudos que colgaban igual de alegremente de sus enmascarados ocupantes; más abajo, los parroquianos se turnaban practicándose felaciones en los sofás de los reservados, y las prostitutas semidesnudas pasaban de mano en mano con la misma despreocupación. Nada parecía indicar que unos cuantos cadáveres sobre la pista de baile fueran algo del otro jueves, y en general el ambiente era lo suficientemente sórdido como para convertir la discoteca de Irreversible en un baile de fin de curso organizado por los padres agustinos.
Acostumbrado a una industria en la que la visión de una teta fuera de una cancha de volleyball suele interpretarse como una señal del fin de los tiempos huelga decir que aquello me impactó, y un año más tarde parece que el potencial del juego en términos de shock value permanece inalterado: en apenas veinte minutos visitamos un laboratorio lleno de mierda donde se manufactura la droga que nos inyectamos directamente en la carótida, le reventamos la cara a puñetazos a unos cuantos pueblerinos en el barro de un ring de apuestas ilegales y peleamos por los pasillos de un matadero de cerdos poniendo especial cuidado en que la sangre no nos hiciera resbalar. Si Mother Russia Bleeds tiene un objetivo, desde luego no es hacer amigos.
Llamadme avispado, pero estoy por asegurar que de un tiempo a esta parte se han publicado un par de títulos de estética retro y pixelote rollizo, de esos que ignoran deliberadamente la potencia de las máquinas actuales y hacen del culto a esa partícula elemental la piedra angular de su discurso estético. Es una tendencia que podría explicarse acudiendo a los lugares comunes de siempre: la nostalgia, los equipos de cuatro personas intentando hacer juegos en un garaje y el rédito económico que implica subirse a un tren que consume muy poco y ha demostrado atraer a un tipo concreto de jugador. Sin embargo también se trata de una corriente para la que no resulta difícil encontrar antecedentes en otros lugares. Pienso, por ejemplo, en la industria de la música, y en como unos cuantos adolescentes muy enfadados decidieron que ya estaba bien de punteos, florituras y grandes estadios y le enseñaron el dedo de en medio al heavy metal con cuatro acordes y un par de guitarras desafinadas. Era el nacimiento del punk, una subcultura que mas tarde evolucionaría en un montón de subramas y tomaría conciencia política, pero que en un principio, no nos equivoquemos, solo manejaba un par de objetivos bien claros: ver todo arder y tocarle los huevos al personal.
Los paralelismos con la escena del desarrollo independiente son sorprendentes: la actitud, la rebeldía, la economía de medios, la tendencia de la industria y el establishment a fagocitar cualquier subcultura que pueda generar dinero e incluso esa posterior ola de bandas que se subieron al carro quedándose en lo superficial y entendiendo que aquello solo se basaba en tocar muy rápido y llevar pintas guapas. De entre todo ese conglomerado, Mother Russia Bleeds vendría a ser algo muy parecido a Sid Vicious: un señor que se paseaba por Londres con esvásticas grapadas sobre la chupa únicamente para asustar a las viejas. De hecho, y hablo por experiencia propia, os sorprendería comprobar las reacciones que provoca una camiseta con su logotipo (una hoz y una jeringuilla, nada más y nada menos) en una calle promedio del Madrid actual. Sin embargo, a Mother Russia Bleeds parece sucederle como al bueno de Sid: en el fondo toda esa simbología carece de significado, y Rusia, el comunismo, o el estado actual de las repúblicas post soviéticas no podrían importarle menos. Su única intención, de nuevo, es hacer girar unas cuantas cabezas, y arrancar otras tantas por el camino.
El problema, claro, viene a la hora de defender los temas sobre un escenario, porque Vicious era todo actitud pero apenas sabía tocar el bajo. A la vista de su primer capítulo, y aunque pueda ser pronto para tomar conclusiones, parece que con Mother Russia Bleeds sucede tres cuartos de lo mismo: el juego es una provocación constante, y esa gran bola de agresión y fluidos corporales encierra no pocas dosis de magnetismo, pero su desenvoltura a la hora de atacar los puntales mecánicos del yo contra el barrio deja un montón de dudas incómodas. El esquema de control es de una simpleza casi militante, y tiene cierta coherencia que el juego nos pida resolverlo todo con un botón de puñetazo, otro de patada, un salto, un agarre y algún que otro dash ocasional. Son ladrillos sobre los que se han edificado no pocas catedrales, pero tras el primer par de minutos las costuras salen a relucir: apenas hay combinaciones, los enemigos no muestran patrones de ataque excesivamente complejos y la jugabilidad pronto redunda en situarse en los márgenes del escenario, despachar despreocupadamente a los pandilleros antes de que aparezcan en plano y hacer breves excursiones hacia el centro de la pantalla para ocuparse de los más espabilados. La única profundidad viene de la mano de los propios narcóticos, gobernados por un sistema que liga su consumo a los gatillos y que en la variedad que pudimos probar reserva el izquierdo para la curación y el derecho para acceder a un modo berserker en el que repartir mantecados de campeonato. Es un sistema satisfactorio, que juguetea tímidamente con el clásico concepto del riesgo y la recompensa, pero que de nuevo encuentra su verdadera razón de ser en el factor estético y en lo truculento de su representación: no es solo el asunto de pincharse directamente en el cuello, ni la posibilidad de arrancar cabezas de un solo golpe; es que la recarga implica extraer forzosamente la sangre de los enemigos que agonizan en el suelo. Sí, la de los cerdos también.
Así, y a falta de conocer el resto de componentes de una oferta de sustancias que bien podría ser la verdadera tabla de salvación de su componente mecánico, los primeros minutos a solas con el juego satisfacen las enormes expectativas solo en una parte: la que tiene que ver con el ruido, la furia y con golpear muy fuerte las bocas de los estómagos más bienpensantes. Es con otro tipo de golpes con los que se presentan problemas, y por eso mucho me temo que por el momento no parece superar la verdadera prueba del algodón: la de despojar al juego de toda fachada, de todo artificio estético, e imaginar su funcionamiento con unos sprites más neutros. Así, sin las chupas y los imperdibles, lo que nos queda es un grupo de chavales encerrados en el local intentando tocar versiones de los clásicos, de Streets of Rage y de Final Fight, sin que se note demasiado que algunos instrumentos les quedan grandes. Toca esperar, aunque hay algo que ya es seguro: nadie podrá acusarles de no intentar vivir rápido, aunque los cadáveres que dejen por el camino sean cualquier cosa menos bonitos.