Análisis de Mount and Blade: Warband
El oso y la doncella.
A todo el mundo le gusta Juego de Tronos. Decir esto hoy en día es casi una obviedad (pese a que existan algunas ovejas descarriadas, de todo tiene que haber en la viña del señor), pero hubo un tiempo no muy lejano en que apostar por el impacto mediático de una saga de novelas sobre dragones y magietas se hubiera pagado espectacularmente bien en ciertas páginas de Internet. Como niño gafotas federado y con carné que pasó buena parte de su infancia jugando al rol y releyendo el Silmarillion su meteórico ascenso hacia la relevancia social siempre me ha descolocado, y aunque no voy a negar que el regustillo a revancha es sumamente agradable aun hoy sigo buscándole una explicación al asunto. Hay quien dice que simplemente se trata de su manera de tratar el sexo, y de que tiran más dos tetas que dos carretas. No seré yo quien lo niegue, porque somos todos muy inmaduros y ver ciertas cosas en televisión sigue haciéndonos sonrojar, pero tiene que haber algo más: a fin de cuentas, antes de la serie vinieron las novelas, y leer sobre gente desnuda no es lo mismo que ver a la gente desnuda. Total, que con el paso de los años creo haber dado con la clave, y no, tampoco se trata de su potencial como culebrón venezolano disfrazado de algo que no da vergüenza comentar en el trabajo. Algo de eso hay, porque las infidelidades y los hijos secretos humanizan a cualquier personaje, pero es que ahí está la cosa: Juego de Tronos nos gusta porque sus personajes son personas normales. Porque los héroes sin tacha y los altos elfos que caminan sin dejar huellas son un coñazo, y en Poniente, aunque pese mucho la cuna, una prostituta puede cambiar los destinos de todo un reino. George RR Martin no solo ha ensuciado la fantasía, también la ha convertido en democrática.
Mount & Blade, tanto en su versión original para ordenadores como en este Warband que nace como expansión standalone y llega ahora a consolas, trata exactamente de eso. De forjar tu propia leyenda, y de partir de la nada más absoluta con un océano de posibilidades abierto ante tu futuro. No es casual, por eso, que la primera escena que contemplamos sea en un callejón, donde un asaltante de poca monta intenta arrebatarnos espada en mano los tristes harapos que llevamos por equipaje. Y tampoco lo es que el juego permita escoger a un noble, pero que siempre sea uno caído en desgracia, que por toda herencia cuenta con un apellido que podría abrirle algunas puertas si antes consigue un techo para dormir caliente. También podemos ser un campesino, o un mercenario a sueldo, e incluso, gracias al cielo, una mujer: como todo en el juego, la máxima primordial es que podemos hacer lo que nos dé la gana y ser quien mejor nos parezca, pero que cada acción tiene consecuencias. El juego habla de que una cuna noble se acercaría al concepto del modo fácil, y que la hija del tabernero implicaría todo lo contrario. Es cierto, pero también lo es que una mujer que toma las armas y se sube en un caballo para irse a desfacer entuertos gana notoriedad de manera mucho más rápida. Juego de Tronos, de nuevo. Juego de Tronos, y hacer lo que nos dé la gana.
Y el asunto de la notoriedad es importante, porque aunque es perfectamente posible dedicar cientos de horas a recorrer tabernas invitando a rondas a todos los presentes, aquí el objetivo está claro desde que conseguimos salir con vida de aquel callejón. Y no es otro que partir el bacalao, y ascender por una escalinata social que, y aquí viene uno de los problemas, nadie se ha encargado de suavizar para nosotros. El primer contacto es como un mazazo en la cara, y sin la ayuda de cinco libros muy gordos se hace realmente difícil retener quien diablos es Lady Sonadel ni por qué motivo las cosas están tan caldeadas en el castillo de Praven. Hay un montón de reinos enfrentados, y cada uno tiene sus nobles, y sus costumbres, y sus vasallos, y bailar esa danza sin un mínimo conocimiento previo es un poco como plantarse con una camiseta de Reincidentes en un mitin de Ciudadanos. Por eso, la opción natural, al menos durante las primeras horas, es dedicarse a organizar un pequeño grupo de espadas a sueldo, y viajar con ellos aceptando encargos de aquí y de allá hasta que alguien que mande algo comience a saludarnos por el nombre completo. Ya habrá tiempo de conquistar castillos, de participar en justas, de amañarnos un buen matrimonio e incluso de conspirar con una facción de nobles descontentos para intentar hacernos con el trono (sí, por supuesto que podemos hacer todas esas cosas); si no podemos conocerles a ellos, mejor comencemos por que ellos nos conozcan a nosotros.
La manera de articular todo esto viene en dos sabores bien diferentes: la navegación por el mundo, basada en un overworld que recorrer a caballo y un sistema de menús que nos permite, por ejemplo, acceder directamente a la posada, echar un sueñecito, reclutar fornidos muchachotes para nuestras filas o ir a darse un garbeo por la arena de torneos local, y un componente de acción en el que tomamos el control directo de nuestro Meñique particular y nos lanzamos a repartir estopa por esos campos de Dios. Es algo que haremos acompañados de nuestro ejército, si es que contamos con uno, lo cual sería una decisión bastante inteligente: volviendo al asunto de la democracia, aquí la idea es que cada hombre vale exactamente lo que vale su espada, y hagamos lo que hagamos las de los treinta y cuatro señores que nos han parado en el camino valen bastante más que la nuestra. Con algo de maña a los mandos y unas buenas estadísticas (porque sí, también hay puntos de experiencia, y habilidades, y fichas de personaje para nosotros y nuestros drugos) es razonablemente sencillo destacar en mitad de la marabunta y volver a casa con el premio a mejor jugador del partido, pero si Mount & Blade tiene una intención clara es la de simular batallas multitudinarias, y aquí los chupones no tienen una gran esperanza de vida. El problema, por desgracia, es que es algo que consigue solo a medias.
Para empezar, porque es posible dar órdenes a nuestro ejército, y algunas bastante concretas, pero su soltura a la hora de ejecutarlas es otro cantar. Es una tendencia al caos que ya se nota en el campo abierto, pero que se hace más evidente aun en los asedios a los castillos: no es en absoluto infrecuente ver como se forma un inmenso cuello de botella en lo alto de las almenas, con decenas de atacantes apiñándose en un par de metros frente a decenas de defensores que reparten espadazos sin orden ni concierto, mientras tú intentas rodear al gentío dando saltitos por encima de un ballestero. Es el abismo de Helm convertido en una prueba de Humor Amarillo, y no hay más que darle un par de tientos al modo de configuración de batallas libres para comprobar que la épica desaparece cuando tu plan maestro no depende del resultado. Aun así, se trata de un añadido simpático, que da pie a algunos experimentos descacharrantes, y a nadie le amarga un dulce. Lo que resulta un poco más complicado de asimilar es un sistema de combate que debería sentar los cimientos de todo el castillo y que en absoluto iguala la ambición de su componente social.
Y es extraño, porque sobre el papel tiene todos los elementos para funcionar. Hay armas de todo tipo, y combate a distancia, e incluso podemos disparar una ballesta a lomos de un caballo. También hay un sistema de guardias, y en general la filosofía responde a algo así como un For Honor de bajo presupuesto: podemos atacar desde arriba, desde los laterales o con una estocada directa hacia el corazón, y pese a venir configurado en automático por defecto bloquear los ataques implica también adivinar a tiempo su dirección. TaleWorlds parece haber pensado en todo, pero el problema viene nuevamente en la ejecución. Una ejecución tosca, atropellada, que acusa enormemente la simpleza de unas animaciones a años luz de la media actual. Es el momento en el que sus evidentes limitaciones presupuestarias cruzan la línea que nunca deberían cruzar: es natural que Mount & Blade no sea el juego más bonito del mundo, pero duele mucho más que afecte a la jugabilidad.
Pero hay algo que no es menos cierto, y es que Mount & Blade Warband apenas cuesta veinte euros. No es un detalle que me guste resaltar, porque una cosa es la moto y otra el precio por el que la vendes, pero es perfectamente comprensible que ni su combate ni sus gráficos ni los diseños de sus menús (bastante feotes, por cierto) sean los de The Witcher. De hecho, es de agradecer que aun así intenten serlo, y que no se corte con nada, y que sea más ambicioso que la mayoría de juegos de precio completo. Si Mount & Blade consiguiera todo lo que se propone sería un milagro, un portento, y a buen seguro también un juego mucho más caro. Así, es un experimento que cae simpático, y que a fuerza de apuntar al cielo puede obsesionar durante una barbaridad de horas al jugador que sepa ver mas allá de sus indudables deficiencias técnicas. Y al final, de eso es de lo que trata Juego de Tronos: de conseguir que las cosas se hagan aunque sea a navajazos y por las malas, y de que puedes ser muy bajito pero aspirar a todo si tienes suficiente descaro y no te importa ensuciarte las manos. De eso, y de hacer siempre lo que te dé la gana.