Ni no Kuni: La ira de la bruja blanca
Cuando la sangre no llega al río.
Este análisis forma parte de la sección de Game Over.
Desde su fundación en 1998 en la ciudad de Fukuoka, la trayectoria de Level-5 se ha centrado fundamentalmente en el género del rol y ha mantenido una estrecha vinculación con Sony Computer Entertainment. A raíz del éxito de El Profesor Layton y la Villa Misteriosa (Nintendo DS, 2007) esta compañía, ya consolidada en su país como peso pesado del RPG, comienza a funcionar con mayor autonomía, autofinanciando sus proyectos y diversificando en mayor medida catálogo tanto en cuanto a géneros como plataformas.
Ni no Kuni: La ira de la bruja blanca (PS3, 2011) constituye una versión ampliada del original Ni no Kuni: Shikkoku no Madōshi, aparecido para Nintendo DS sólo en Japón. Con alrededor de veinte horas más de juego y jefe final adicional, en él sigues encarnando a Oliver, el muchacho de trece años de edad que ha de lidiar con la muerte de su madre a causa de un accidente del que se siente responsable. Fruto de la desesperación más absoluta, Oliver imagina una dimensión paralela en la que su madre, rehén de las fuerzas del mal, aún vive y se impone a sí mismo la deliciosa utopía de derrotar al mago oscuro Shadar con objeto de salvarla, redimirse de su sentimiento de culpa y, en definitiva, reencontrarse con ella.
Bajo esta premisa Ni no Kuni otorga a un argumento que está más visto que el tebeo un significado distinto y una carga emocional considerable. Cada golpe de varita de Oliver abunda en la importancia capital de la ficción o el autoengaño como motores para afrontar los terribles reveses que depara el mundo real y que en muchos casos resultarían, sin el asidero de una fe inquebrantable, una convicción ciega o una simple fantasía imaginada, insoportables.
Más allá de su brillante giro de tuerca argumental, este es uno de esos juegos que seguirán viéndose y sintiéndose igual de bien dentro de cuarenta años, cuando la calvicie sea el menor de nuestros problemas y el fotorrealismo anisotrópico actual uno de esos chistes que sólo sabe contar el progreso tecnológico. Con una factura gráfica y musical irreprochable, las sensaciones al echar una partida al juego de Level-5 no distan demasiado de lo que podrías experimentar frente a una producción cinematográfica del Studio Ghibli en la que tienes, además, la posibilidad combatir por turnos.
Es en la arena del combate, sin embargo, el lugar en el que es posible encontrarle las cosquillas. Ni no Kuni sigue la estructura clásica del RPG japonés, es decir, en él controlas a un grupo de personajes a través de un mapa de amplitud considerable, vertebrado según el esquema pueblo-mazmorra-jefe final, y en el itinerario podrás solventar tanto misiones principales como secundarias con objeto de promocionar los parámetros de tu cuadrilla. Pese a la posibilidad de mover con total libertad a cualquiera de los miembros del equipo durante las reyertas, éstas son por turnos, de manera que una vez dictada una orden determinada has de esperar un tiempo hasta que el personaje en cuestión pueda ejecutarla de nuevo. La fórmula pretende ser dinámica y flexibilizar en la medida de lo posible una propuesta tan pausada y granítica como es la de los turnos clásicos, cosa que logra a costa de una serie de decisiones de diseño discutibles.
Analicemos algunos de los errores más flagrantes en que incurre el sistema de combate, sin perder de vista que esa es la piedra angular de cualquier RPG:
El hecho de que durante los enfrentamientos tanto los personajes aliados como enemigos puedan moverse con total libertad dentro de un área acotada combinado con un sistema de turnos, implica que una vez ejecutada una orden -por ejemplo, lanzar un hechizo- hayas de alejarte del adversario hasta que la acción en cuestión se encuentre disponible de nuevo para, así, evitar sus acometidas. Ello convierte los intercambios de golpes en una suerte de disparatadas persecuciones al más puro estilo Benny Hill.
Cuando dictas una orden determinada a un personaje, éste iniciará una animación más o menos larga para llevarla a cabo durante la cual pierdes por completo el control sobre él. Algo similar sucede cuando recibes un hechizo de apoyo de alguno de tus aliados. Sin embargo, el tiempo no se detiene durante esos instantes, por lo que los enemigos proseguirán sus rutinas de ataque. Es perfectamente posible -y de hecho sucede en numerosas ocasiones- que un adversario golpee a Oliver con saña mientras éste, ajeno a dicha circunstancia pero recibiendo puntos de daño, agita imperturbable su varita en el aire para ejecutar el hechizo que le has ordenado. En el supuesto de que su barra de vida se encuentre en las últimas puede, incluso, sucumbir durante la ejecución de la acción por no haberte alejado previamente lo suficiente del enemigo.
El menú de comandos, implementado a través de una rueda de bocadillos, resulta incómodo. La necesidad de navegar a través de él mientras huyes del enemigo te llevará en ocasiones a seleccionar una orden por error. Por fortuna en algunos casos (no siempre) es posible cancelarla, pero claro, esto son turnos y esa acción tardará un tiempo en estar disponible de nuevo.
Durante el combate la cámara es autónoma y sigue al personaje que controlas desde atrás con cierta solvencia. Sin embargo con frecuencia gira súbitamente, colocándose frente a él e impidiéndote ver, así, la esfera de vida o de magia hacia la que te dirigías o ese enemigo al que pretendes evitar.
La posibilidad de alternar entre Oliver y alguno de sus tres únimos casi con total libertad es un tanto injusta para con el enemigo. Así, si a tu únimo activo le están propinando una paliza, basta con reemplazarlo por Oliver para huir de la emboscada, ya que, aunque compartes barra de vida con tus mascotas, el adversario detecta cuál es el personaje activo para dirigir sus ataques sobre él. Es posible, de hecho, ir alternando con rapidez únimos para que el desdichado enemigo, desorientado ante el baile de personajes, no sepa hacia qué lugar mirar ni, por supuesto, desde dónde le llueven las bofetadas.
El maná está totalmente desequilibrado. Su importancia bélica es vital, especialmente frente a los final boss, pero se consume con gran facilidad y los ítems para reponerlo son excesivamente caros en relación a su poder de restauración. Gran parte del dinero obtenido en el juego lo invertirás, de hecho, en café, el objeto que repone magia y que convertirá a todos los miembros de tu grupo en auténticos adictos a la cafeína.
La inteligencia artificial de tus compañeros es de encefalograma plano. Atacan o defienden sin ningún tipo de criterio, lanzan hechizos de apoyo cuando sólo queda un enemigo moribundo o curativos cuando apenas has sufrido daño... Tus aliados despilfarran, en definitiva, maná con total desprendimiento y generosidad, como si no hubiera un mañana. La consecuencia de este derroche es inmediata: una vez consumidas sus barras de magia y deshabilitadas, por tanto, sus habilidades curativas, morirán en cuestión de segundos de la manera más miserable y humillante posible. Ni no Kuni cae, así, en el imperdonable pecado lúdico de obligar al jugador a centrar la atención en sus aliados antes que sobre sus enemigos. No se salva de la quema Drippy, el simpático muñeco redivivo que contempla los combates desde la barrera para intervenir cuando la cosa se pone fea, lanzando un poderoso hechizo curativo sobre el grupo. Por desgracia, con frecuencia él interpreta "la cosa se ha puesto fea" cuando tus compañeros yacen ya sin vida en el suelo y, por tanto, el hechizo sanador no les afecta en absoluto.
Antes de cada combate tienes la posibilidad de diseñar una pseudoestrategia impartiendo determinadas directrices a tus compañeros. Sin embargo los comandos disponibles son pocos y muy básicos, por lo que prácticamente no los utilizarás e irás solventando combates mientras contemplas con sonrojo las disparatadas acciones de tus aliados y tu corazón de estratega añora el completo, rico y eficaz sistema de Gambits que incorporaba Final Fantasy XII, título aparecido para PS2 en 2007.
Junto a las citadas carencias del combate existen, además, una serie de aspectos que no contribuyen a otorgar empaque lúdico al juego. Las mazmorras consisten, como viene siendo norma habitual en el género, en laberínticos corredores y, aunque su longitud y complejidad no son demasiado elevadas, generan en ocasiones cierto hartazgo o aburrimiento. La cantidad de misiones secundarias no resulta, por otro lado, nada desdeñable, pero tienden a repetirse y, en general, están muy poco trabajadas. La inmensa mayoría de ellas consiste simplemente en encontrar algún objeto o personaje y, sobre todo, en extraerle a alguien un trozo de corazón para depositarlo sin más preámbulos en otro personaje. Tienes también a tu disposición numerosas cacerías opcionales, pero básicamente se limitan a ir al lugar señalado en el mapa para derrotar a un monstruo y su trasfondo narrativo es nulo.
Ni no Kuni se encuentra, por fortuna, muy lejos de ser un juego de rol exigente y esa circunstancia le permite sobrevivir a sus numerosas carencias de diseño. En él cada combate está a punto de constituir un pequeño y leve desastre, pero éste casi nunca llega a consumarse ni a convertir la experiencia en algo injugable. Aferrado, por tanto, al salvavidas de su nula dificultad, la carga emocional de la trama, el excelente trabajo de localización y, sobre todo, una factura artística made in Ghibli, el periplo de Oliver no llega a descarrilar en ningún momento, permitiendo al jugador convivir con cierta facilidad con sus aristas y ser condescendiente hacia ellas. Unos pocos minutos frente a él son suficientes para redactar una extensa lista de errores de diseño que acabará, sin embargo, en las profundidades de la papelera de reciclaje, porque para entonces él ya se habrá convertido en el legítimo y único propietario de tu corazón.