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Primeras impresiones de Switch

Doble o nada.

Mas allá de los fríos datos sobre resoluciones y tasas de refresco, las especulaciones sobre tal o cual arquitectura y el siempre delicado asunto del precio de venta al público, la presentación de una consola es sobre todo un asunto de sensaciones. El primer contacto con una máquina nueva es un momento especial, y no me refiero solo al ritual de retirar precintos ni al embriagador olor a plástico nuevecito: aunque todos los pormenores que mencionaba antes siguen siendo cruciales, todavía nadie ha inventado una manera de poner un número detrás de cosas como la ergonomía, el tacto, la calidad de los materiales o el diseño de ese nuevo juguete que nos acompañará durante unos años, y creo que somos afortunados por ello. Como digo, es bonito comprobar estas cosas por uno mismo, y creo que es uno de los principales motivos por los que todos hablamos con terror de ese supuesto escenario en el que Nintendo, con la línea de flotación tocada tras un nuevo traspiés, abandonara la batalla de las consolas y se dedicara en exclusiva a producir software: aquí podríamos volver a hacer referencia al asunto de los naipes y su ADN de empresa juguetera, pero la cosa es que hablamos de una compañía a la que se le da especialmente bien fabricar cosas. Cosas que puedes tocar.

Creo que en Nintendo lo saben, y por eso me parece todo un acierto la decisión de decorar el pasillo de acceso al recinto con una infinidad de expositores que mostraban todas las máquinas que ha producido la compañía ordenadas de manera cronológica, cada una acompañada de su año de lanzamiento: si la intención era construir una narrativa en la que aquella puerta era la conclusión lógica de un proceso de décadas se ha conseguido con creces. Una vez dentro, y creo que irónicamente, la sensación más esperanzadora era la frustración; había demasiado que hacer, demasiado que tocar, y muy poco tiempo para hacerlo. Puede que a nivel de software la cosa aun no sea para tirar cohetes, pero que tres horas a solas con una consola que en realidad son dos se sientan a todas luces insuficientes para experimentar con ella, para situarnos mentalmente en todos sus posibles escenarios, creo que habla bien de la máquina. A la salida, y ya que hablamos de sensaciones, os dejo otra: la de subirse a un avión con las manos vacías después de Mario Kart 8 Deluxe. Las cosas han cambiado, vaya que sí.

Creo que es interesante comenzar por Mario Kart, porque como decía en el fondo Nintendo ha presentado dos máquinas, y sin duda la más impactante no es la portátil que puedes enchufar a una tele, sino la sobremesa que puedes llevarte a la calle. Jugando en una pantalla plana Switch aporta cosas frente a su competencia directa, pero en la palma de la mano directamente la pulveriza: Nintendo Switch, más que cualquier otra cosa, es esa portátil del futuro que soñábamos cuando éramos niños. Resulta difícil dar crédito a lo que estamos viendo, y no hablo solo de potencia bruta y del salto que supone respecto a cosas como 3DS o la malograda Vita: de nada serviría mover todo eso en un soporte visual incapaz de hacerle justicia. Por eso, la verdadera estrella de este Mario Kart 8 portátil es la pantalla de una máquina que perdería todo el sentido si alguien hubiera decidido recortar costes aquí: los colores son vibrantes, la definición es espectacular, y solo hace falta escorar un poco las manos y juguetear con el ángulo de visión para recordar con cierta ternura esa borrosa trastada que fue el mando de su anterior sobremesa. En términos exclusivamente de hardware, y puestos a buscar titulares, la mayoría deberían recaer en la calidad bruta de la pantalla, pero por suerte hay mucho más que contar.

En el fondo Nintendo ha presentado dos máquinas, y sin duda la más impactante no es la portátil que puedes enchufar a una tele, sino la sobremesa que puedes llevarte a la calle.

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Sin embargo, a la hora de examinar el resto de componentes la lección sigue siendo la misma: nadie da duros a cuatro pesetas. Aunque la economía doméstica es un asunto de cada uno creo que estamos todos de acuerdo en que Switch es una sobremesa de precio razonable y una portátil cara, y puede que hubiera quien esperara una Playstation 4 de bolsillo por menos de doscientos euros. Switch no ofrece eso, pero hace valer cada euro invertido en un diseño y unos materiales que por fin alejan a la compañía de ese tosco acabado a prueba de infantes. El cuerpo central, del grosor de un teléfono móvil y gobernado por ese glorioso panel de algo más de seis pulgadas rematado en un borde bastante generoso, es sorprendentemente ligero para su tamaño, y una vez unido a los controladores conforma un todo con pros y contras: sigue llamando la atención por su ligereza (los Joy-Con son un asunto de magia negra también en este apartado, aunque de eso hablaremos más adelante), pero la envergadura del aparato hace difícil imaginarse llevándolo en un bolsillo. Evidentemente hablamos de una arquitectura modular y el proceso de acople y desacople es tan sencillo como parece (cada uno de los mandos se une a la pantalla mediante un pequeño botón en la parte trasera), con lo que alojar el cuerpo en el bolsillo del pantalón y rearmarlo al tomar asiento en el metro no debería tomar más de un par de segundos.

A la hora de jugar lo primero que llama la atención es, como digo, el tacto de todos los materiales, y esa sensación de producto premium más cercana a los productos de Apple o Samsung que a las portátiles clásicas de la compañía. En cierto modo es un arma de doble filo, porque un acabado así también hace temer por su fragilidad, y una pantalla tan expuesta da cierto vértigo al imaginarla en manos de un niño. El tacto y respuesta de los botones es cien por cien Nintendo, y en este sentido hay pocas novedades: con la consola en forma portátil todo responde de maravilla, la configuración de doble stick, doble gatillo y doble bumper permite soñar con un Fifa en condiciones y el único punto negro son unos gatillos que no muestran apenas recorrido y aseguraría que son digitales: ningún problema para títulos como Mario Kart o Splatoon, pero una pequeña decepción en una máquina de 2017.

Sin embargo, lo verdaderamente interesante viene al separar los Joy-Con del cuerpo central y comenzar a experimentar con sus posibilidades. La más prosaica de todas ellas puede que sea el botón de captura, la contrapartida del controlador izquierdo al clásico Home de su hermano derecho que por el momento permite compartir instantáneas de nuestras partidas y que en Nintendo aseguran que permitirá asimismo captura de vídeo en una futura actualización del sistema: un añadido casi imprescindible a estas alturas, y que chocaría de frente con esos 32 Gb de memoria interna si no fuera por la capacidad de la consola de albergar tarjetas de memoria de hasta dos terabytes de capacidad. También sabemos que el controlador derecho incorpora un sistema de infrarrojos que vendría a funcionar como un Kinect en miniatura aunque por desgracia no pudimos experimentarlo de primera mano, con lo que el capítulo de añadidos revolucionarios lo cierra un sistema de vibración que Nintendo ha bautizado como HD Rumble y que va mucho más allá de los chistes sobre cubatas. Me consta que soy un tipo impresionable, pero en serio, hay que verlo para creerlo.

El HD Rumble va mucho más allá de los chistes sobre cubatas. Me consta que soy un tipo impresionable, pero en serio, hay que verlo para creerlo.

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Su principal carta de presentación es 1-2 Switch, una colección de minijuegos a la Wario Ware que recorre toda la horquilla entre los duelos al amanecer y la apertura de cajas fuertes, y que podríamos clasificar en dos categorías principales: los que se juegan ignorando por completo la pantalla, y los que tienen en esa vibración de alta definición su principal razón de ser. Los primeros, pese a lo interesante de su concepto, son los más olvidables, aunque las primeras partidas intentando detener con las palmas de las manos la katana imaginaria de un representante de Nintendo nos arrancaron alguna carcajada. El potencial está en las segundas, y en una demostración en concreto que formó no pocos corrillos a la salida: la prueba de la caja llena de bolas.

Por explicarlo de manera sencilla, cada participante tiene que averiguar el número exacto de bolas metálicas que se esconden dentro de una caja de madera, siendo esta un Joy-Con que traduce nuestros movimientos a la pantalla de manera simplemente perfecta. La respuesta del controlador ya es impresionante por derecho propio, pero la magia comienza cuando sientes las bolas rodar, cuando inclinas la mano y recorren toda la longitud del objeto para entrechocar y rebotar al final. Es literalmente imposible no sentir que dos, tres, cuatro pequeñas esferas se han materializado dentro del mando para moverse con total libertad, y aunque no dudo de su condición de gimmick (no sería la primera vez que se infrautiliza una tecnología como esta) los resultados son impresionantes.

Para eso, para hacer olvidar a todas esas tecnologías fenomenales que acabaron cogiendo polvo en el desván donde guardamos la tabla de snowboard, estaba Arms, una nueva franquicia con regusto a Punch Out que tiene en esa respuesta 1:1 su principal base jugable. Por el momento la selección de luchadores era algo corta y resulta difícil juzgar su verdadero potencial en un par de partidas donde el primer contacto con los controladores eclipsaba todo lo demás, pero los combates son divertidos y pronto se aprecia un componente táctico que debería alejarlo de ese machaca botones del mundo real que fueron los combates de boxeo del primer Wii Sports. Era sencillo recordarlos, porque a la espera de profundizar en lo que propone este Arms como franquicia independiente su principal valor estaba ahí: en aportar perspectiva, y en reimaginar las posibilidades de un concepto que se adelantó a su tiempo y que por fin funciona como es debido.

Breath of the Wild sigue siendo precioso y el tráiler mostrado durante la presentación deja poco sitio al escepticismo, pero los tirones y las caídas de frames vuelven a hacer un doloroso acto de presencia.

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Pero parte del éxito de estos pequeños prodigios de la ingeniería va a radicar sí o sí en su potencial para el juego tradicional, esto es, en llevar a la práctica esas escenas en las que hacemos más ameno un viaje organizando un torneo de Mario Kart en el asiento de atrás del coche. En esa configuración, la de gamepad individual, los Joy-Con nos reservaban otra sorpresa, y son ese par de botones extra que se ocultan en la superficie de acople con la pantalla y que una vez liberados vienen a cumplir el papel de los clásicos L y R del pad de Super Nintendo. Con el mando desnudo son accesibles, aunque su pequeño tamaño hace difícil jugar con comodidad; revestidos con ese pequeño acople de goma que ya habréis visto en cientos de vídeos y que sirve para aportarles relieve la cosa cambia por completo, y por eso me gustaría recordar lo dicho sobre la calidad de los materiales y apartar los fundadísimos miedos sobre una nueva prótesis anti natura a las que la compañía siempre ha sido tan aficionada: la primera vez que tomé un Joy-Con en la mano tenía uno de estos acoples de goma instalados, y me costó darme cuenta de que esa no era su forma original.

Siempre he creído que resulta gratificante dejar lo bueno para el final, y por eso va siendo hora de atacar el plato principal: ese gesto sencillo con el que una consola se convierte en la otra, ese click entre cuna y portátil que supuestamente viene a cambiarlo todo. Y creo que tiene sentido hacerlo con Zelda, ese Zelda que finalmente acompañará al lanzamiento y que todos hemos enarbolado como la principal justificación para meter una nueva máquina en casa; Ese Zelda en el metro, básicamente. La buena noticia es que todo funciona exactamente como nos han prometido: el proceso es instantáneo, transparente, y tan natural como respirar. Durante mi partida cambié varias veces entre ambas configuraciones, con resultados diferentes pero intercambiables en la práctica: sacar la consola del dock para llevárnosla a la calle es instantáneo, con la imagen saltando a la pequeña pantalla tan pronto como detecta que ha perdido el contacto. Volver a insertarla de nuevo se toma algo más de tiempo en devolver la imagen al televisor, pero hablamos del mismo tiempo que tomaría cambiar de fuente entre varias entradas HDMI. ¿Un segundo, quizá dos?. La cuestión es que llevarse Zelda a la calle o continuar la partida en casa es tan inmediato como pensarlo, y el único trámite que exige el juego es pulsar a la vez los dos gatillos del nuevo mando que vamos a utilizar, sea la pareja de Joy-Cons o el mando Pro. Pim, pam, clack.

Ni que decir tiene que si jugar a Mario Kart 8 en portátil era impresionante, hacer lo propio con Breath of the Wild es una cosa de auténticos chalados. La reacción natural es la incredulidad, aunque superado el shock inicial llegan unas pequeñas nubes de tormenta; el juego sigue siendo precioso y el tráiler mostrado durante la presentación deja poco sitio al escepticismo, pero los tirones y las caídas de frames vuelven a hacer un doloroso acto de presencia. No es nada grave, y sucede únicamente en momentos de excepcional carga gráfica, pero hasta ahora no he sentido en ningún momento la necesidad de hablar de potencia y puede que en el futuro tengamos que hacerlo.

Aun así, insisto, una nueva consola debería significar algo más que una serie de cifras anotadas sobre un papel. Todas las leyendas que flanqueaban aquel pasillo inicial lo hicieron, y por eso prefiero quedarme con una sensación, con un concepto: el de alargar la mano y tomar físicamente el juego al que estas jugando para llevártelo a otro lugar. La de convertir el videojuego en un objeto físico, en una entidad del mundo real que se desliga de su propio soporte. ¿Quieres seguir jugando a Zelda?. Simplemente acerca tu mano a la consola y llévatelo. Por eso esas bolas metálicas están en el videojuego pero también están en tu mano, y por eso no es necesaria una tele para comprobar quien es el pistolero más rápido del oeste. Porque el juego está en todas partes, porque ahora simplemente es. Y porque Nintendo, como decíamos al principio, siempre ha querido hacer cosas que puedas tocar.

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