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Nuestros juegos favoritos de la generación: Mirror's Edge

Salto de fe.

Uno de los primeros análisis que hice para Eurogamer fue el de Mirror's Edge. Era 2008, éramos jóvenes y alocados, y el experimento de DICE me enamoró. En el pasado E3 estaba en Los Angeles en la conferencia de EA -quién lo iba a decir- cuando se anunció Mirror's Edge 2, y el público gritó y aplaudió varios decibelios por encima de lo habitual. Tras años y años preguntándoles lo mismo por fin DICE pudo dar una respuesta. Dentro de mí me imagino a los suecos un poco como vale, os haremos dos Battlefields más pero por el amor de dios, dejadnos hacer otro Mirror's Edge. Como Clint Eastwood, que a cambio de actuar en blockbusters pedía que le dejasen dirigir, luego, sus películas.

Me dicen que esto es PS4 o Xbox One y me lo creo.

No sé si os acordaréis, pero por aquella época también salió el primer Dead Space. John Riccitello, el CEO de la compañía, estaba cocinando un buen lavado de cara en EA, que entonces era percibida como el diablo porque se limitaba a sacar malos juegos de películas, a quemar franquicias y a destrozar sus sagas deportivas con entregas cada vez más rotas. Era mucho peor que ahora. Pero Riccitello, el zorro de sienes plateadas, apostó por nuevas IPs, por cambiar radicalmente la forma en la que se gestionaban sus marcas más importantes y, en general, por un aumento de la calidad de todos sus juegos. No bastaba con vender hoy, también había que vender el año que viene, y el otro. Mirror's Edge era, o tenía que ser, uno de los símbolos de ese cambio.

A pesar de que sus ventas no fueron tan altas como se esperaba creo que todos estaremos de acuerdo en que se ha convertido en un juego de culto. A mi, de hecho, no solo me parece de lo mejor que se ha lanzado en esta generación; también creo que es un estandarte del buen gusto y, sobre todo, del buen diseño. Una clase magistral. Fue de los primeros en eliminar todo tipo de indicador en pantalla, esto que ahora está tan de moda, y solo nos dejaba con algunos bordes y plataformas rojas y una sensación de libertad absoluta. La ciudad era la protagonista, una selva de cemento blanco y cristales, y Faith, nosotros, teníamos que entenderla. Nos pedían casi una relación mística con ella, una comunión que te prometía más si tú dabas más. Esa ciudad pedía que confiases en ella, que dieses un salto de fe -no creo que el nombre de la protagonista esté elegido al azar- y los peligros y precipicios se convertían en aliados.

La ciudad cambiaba de color y de tono según lo que quería transmitir en cada momento.

Lo que más me impactó es cómo conseguía jugar con la sensación de fluidez, y como la convertía en el centro del diseño; de todo, en realidad. Si lo hacías bien, si confiabas en ti y en la ciudad, ganabas adrenalina, y esto te hacía más poderoso. Pero al igual que con Flower, por ejemplo, que recompensa la habilidad con música, el aliciente no era matar más, ni matar mejor: era hacerlo más bonito. A Mirror's Edge te apetece jugar bien. Mirror's Edge te cuenta algo como solo un juego te lo puede contar: haciéndotelo sentir. Te hace sentir perseguido, atrapado, libre, ágil, en peligro, poderoso, débil. Podría contar con los dedos de mis manos los juegos que han sabido trasladar esas sensaciones -o las sensaciones que pretendían- adecuadamente. La teoría del flow en estado puro. Mirror's Edge no necesita de niveles de dificultad, sino que se adapta a ti. Cuanto más le das como jugador más te da él como juego; siempre hay un reto -el hacerlo bien y bonito- y nunca percibes ni aburrimiento ni demasiada dificultad.

Por eso no me importó en absoluto su terrible guión. Es evidente que desaprovecharon la oportunidad de contar algo un poco más interesante y la premisa no podía ser mejor ni de más actualidad, de hecho. Hablaban de un Gobierno que lo monitoriza todo, que controla hasta los más mínimos detalles para perseguir una seguridad que, a su vez, te quita vida, ilusión. Mezclaron esto con malos clichés e innecesarias escenas de dibujos. Pero ni le di importancia ni le presté atención: la verdadera historia de Mirror's Edge es la que hay entre salto y salto, lo demás está pensado para escribirse detrás de la caja y en los anuncios de tele.

Mirad este vídeo y creo que os sorprenderéis. Tiene un punto de magia.

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Su estética, tan pulida, fría y espectacular, me parece también de lo mejor de esta generación.

Mirror's Edge es, en definitiva, uno de los pocos juegos que me han hecho sentir ALGO en esta generación, más allá de divertirme y hacerme pasar el rato. Es de los pocos que he rejugado habitualmente. Es una obra maestra, quizás algo cruda y a la que le hubiese venido bien más continuidad, pero sigo creyendo que se merece ese 10 que le puse. Los dieces no son para los juegos perfectos, o por lo menos aquí en Eurogamer; eso es muy de los 90. Los dieces son para aquellos juegos que recomendamos con furia, para los que creemos que son imprescindibles. Para los juegos inteligentes que hacen avanzar. Como Mirror's Edge.

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