Análisis de Owlboy
Bendita nostalgia.
Otus es un perdedor. Nacido búho y, por tanto, cargando la responsabilidad de la salvaguardia y ayuda de su comunidad, abocado a ser un pilar para aquellos que le rodean, parece destinado a la eterna incompetencia. Es torpe, es débil y, por no tener, no tiene ni siquiera voz, ya que es mudo. Su maestro está harto de él y lo que un día empezó como esperanza ahora se ha convertido en cansancio, más bien asco. No le puede mirar porque en su pupilo ve o bien el fracaso de alguien que ha sido incapaz de estar a la altura o, quizá peor aún, de sus propios métodos. Otus es un perdedor, y es por su culpa que su humilde aldea, Vellie, sufre un ataque. Por su culpa, han robado la valiosa reliquia que llevaban guardando desde hace generaciones, y por su culpa el mundo quizá se acerque a su fin.
Owlboy es una obra sobre fracasados y arrepentimientos, sobre la pena, el error y las segundas oportunidades. Es una historia protagonizada por desplazados, parias, bichos raros, y en su nexo descansa el recuerdo de un grave error con terribles consecuencias. Por eso es fácil encariñarse de esta obra; el perdedor y el incomprendido tiene algo universal que nos atrae, quizá porque todos, en el fondo, tememos ser parte de aquél triste grupo y queremos conectar. Son personajes frágiles, pero con corazón y ganas, de aquellos pardillos y extraños que forman un grupo improbable, unido por algún extraño pegamento. Queremos que ganen y sonreímos con sus victorias. Saber que en D-Pad Studio han tardado nueve años desde que esta idea fue concebida hasta que ha salido al mercado lleva implícita aquella misma historia de salir adelante contra todo pronóstico. Nueve años. Llevamos esperando Half Life 3 desde hace ocho.
Se nota. Para lo bueno y lo malo, cada uno de los días, semanas y meses que han tardado desde que, en 2007, tuvieran la idea de dar a luz este proyecto, son palpables. El arte pixelado rechaza la simplicidad y opta por modelos cuidadosamente dibujados, campos de césped verde que se agita al viento e imágenes preciosistas, pero también está diseñado con la mentalidad de un juego de aventuras en scroll lateral de corte clásico. Otus no puede volar, pero sólo en la primera escena, y no sabe arrojar, pero sólo para cuando le conviene al guión. La verdad es que puede agitar sus alas sin ningún problema y dar volteretas mientras agarra al aliado de turno, cada uno de sus amigos convertido en un arma, casi una herramienta a aplicarse en el momento y lugar adecuados. Es una forma de expresar debilidad, pero a efectos prácticos no es tan distinto de si el propio Otus llevase aquellas pistolas o carabinas y fuese cambiando la una a la otra. Estos aliados se pueden teletransportar a nuestra posición con un solo botón, se cambian con otro toque y actúan sólo cuando nosotros decimos, apuntando y disparando como si fuesen una extensión de nuestro cuerpo. Si el juego es duro, que tampoco exige tanto, es porque resulta serlo en el sentido tradicional y no porque tengamos que luchar contra las discapacidades de su protagonista. Cuando Asio, maestro de aquél chiquillo, le echa las culpas de cualquier cosa, cuesta no sentir rabia y pensar que todo lo que dice ya ha pasado. "Mírame, ahora sé volar y más alto que nadie", pero el guión ocupa su lugar y el juego, otro.
Es difícil no pensar en Cave Story o el reciente y excelente Hyper Light Drifter al hablar sobre Owlboy, pero aquellos juegos poseen una coherencia interna que este no termina de alcanzar. Esta historia sobre un héroe improbable parece estar pidiendo otros ritmos y otras mecánicas, sobre todo en un momento donde muchas tradiciones del medio se están viendo cuestionadas. Incluso valorándolo como tal, como experiencia mecánica, no termina de ajustar su desafío o controles tanto como para que el mero hecho de moverse o luchar sea un gusto. Carece de ese feedback, esa sensación de luchar por cada segundo de vida o entrar en la zona, ese trance para superar las escenas más duras. Por momentos dan ganas de pararse con la pregunta de si esta parte existe por presentar un desafío o simplemente para alargar el metraje, por formalismos y convenciones.
Pero cuesta odiar a Owlboy. Tiene momentos genuinos de aventura y expresión, momentos dramáticos que logran llegar y escenas tensas y emotivas. Como sus protagonistas, como su mundo, es una obra en conflicto, rara, que no termina de encajar ni consigo misma, y aún así uno se encuentra pensando en ella con un cierto anhelo. Hay algo ahí que deja su marca. Su gran mérito, aquello que consigue mantenerla, es su saber hacer a la hora de evocar esa extraña nostalgia que tan bien había sabido capturar Undertale. Salvando las distancias, Owlboy lleva a un tiempo que seguramente no existiera y cuenta una de esas historias que hemos oído un millón de veces, salvo que no tiene por qué ser así. Conocemos a sus personajes, los buenos y malos, y su mundo resulta familiar, pero cuesta decir si esto es así porque bebe de referencias conocidas o porque consigue encontrar un hueco y lo habita como si siempre hubiera estado ahí. Quizá esté siendo como ese maestro que no sabe reconocer los muchos méritos de su alumno. Será que el cariño en un videojuego se nota cuando se ve.