Análisis de Paper Beast
Senbazuru.
Hace cosa de un par de días Rami Ismail, cabeza visible de la desarrolladora holandesa Vlambeer y un tipo muy celebrado en esta santa casa, se hacía eco en su cuenta de Twitter de un pequeño clip de apenas un par de segundos de duración. El fragmento de vídeo pertenecía a Half-Life: Alyx, la esperadísima continuación de la franquicia de alienígenas y palancas que Valve ha decidido emplear para reivindicar una vez más la VR, y pese a que su contenido podría resultar, como avisa el propio Rami, poco impresionante sobre el papel, el resultado es de hecho lo que los angloparlantes definirían como un "game changer". Una pequeña revolución, una puerta abierta al futuro, y la confirmación definitiva de una tecnología que siempre nos había prometido transportarnos dentro del juego pero se había acostumbrado a decepcionarnos, todo ello encarnado en una humilde silla de oficinista. Frente al jugador, un Headcrab visiblemente encabronado eleva las dos patitas al cielo y se dispone a saltar hacia su merienda, y en primer término el tipo que va embutido en las gafas decide atajar la amenaza arramplando con lo primero que pilla, en este caso una silla modelo Örfjäll de la que se sirve para amortiguar el impacto y proyectar a su agresor hacia una cristalera que se rompe en pedazos. Sencillo, directo, sin artificios. La realidad virtual era esto.
Paper Beast, el proyecto con el que el diseñador galo Éric Chahi vuelve a primera plana después de incunables como Another World o Heart of Darkness y de experimentos más recientes como el interesantísimo From Dust, es en cierto modo lo contrario de todo esto. Es un juego que intenta impactar, sin duda, pero sus armas tienen poco que ver con el costumbrismo y lo cotidiano. Tampoco creo que sus ambiciones coincidan. Chahi no quiere cambiarlo todo, no quiere dar pie a ninguna revolución ni hacer avanzar ninguna tecnología; en su lugar, lo que propone es utilizar lo construido hasta ahora para levantar su propio castillo, un mundo insólito y militantemente lisérgico que tan pronto bebe de su propia obra como lo hace de Outcast, de Tearaway o de Proteus. Un mundo al que lo virtual le sienta bien porque es claramente imposible, una idea que el propio creativo se obsesiona con reforzar a cada paso, polígono desnudo en mano, como hiciera hace 30 años con cada textura plana y cada ángulo recto de los que componían Another World. Paper Beast explica muy pocas cosas, pero hay una que siempre queda bien clara: no estamos en casa. Somos extraterrestres. Sobramos.
Es una celebración de lo ajeno, de lo incomprensible, de lo inaplicable de cualquier norma que pudiéramos traer aprendida que llega a emocionar en lo estético y que deja bien clara una secuencia de introducción que directamente desprecia el contexto: tras una pequeña pulla a los sistemas de monetización, engagement y demás zarandajas que pueblan títulos a los que claramente Paper Beast mira por encima del hombro, el interfaz futurista se desintegra y quedamos envueltos en una tormenta de sonido tan literal como inexplicable: hay luces, colores, extrañas masas amorfas que sobrevuelan la estancia al ritmo de una estridente melodía J-pop, y tras unos segundos de desorientación descubrimos que asir físicamente cada uno de estos objetos altera la mezcla y hace retumbar con mayor intensidad la línea de bajos o la irritante vocecilla de la vocalista. Sinestesia, supongo, y luego el desierto. Tiramos de una cortina, el telón se levanta, la función comienza, y lo que tenemos ante los ojos son millas y millas de arena y nada.
Es entonces cuando se nos acerca la primera bestia, un impresionante paquidermo construido a base de tiras de papel maché que bien podrían ser huesos, o arterias, o Dios sabe qué, y también es entonces cuando descubrimos que aquí la cosa en efecto va de tirar y tocar, de acercar y alejar, y de desplazarnos a trompicones por un escenario alienígena pero soleado y a la vez pesimista que confía en el teletransporte y el giro en ángulos predeterminados para evitar que echemos la primera papilla. El juego no marea, algo que a la vista de ciertos antecedentes en la plataforma es un plus importante, aunque la sensación de falta de libertad y de mundo virtual pero poco frustra tanto como siempre lo hacen este tipo de soluciones. Aún así, creo sinceramente que es la elección correcta: dudo que ningún cerebro humano estuviera preparado para sumar la desorientación típica del movimiento libre al espectáculo que estamos a punto de presenciar.
Y hablo de espectáculo porque Paper Beast es, ante todo un juego espectacular. Quizá no lo sea en lo técnico, porque la plataforma da para lo que da y porque insisto en que aquí el polígono desnudo y la textura plana son más una elección estética que una limitación, pero no creo que nadie pueda poner en duda el torrente de imaginación que el francés ha sabido encerrar aquí. En Paper Beast todo es inesperado, todo es sorpresa, todo es hallazgo, e incluso ese primer camino por el desierto que emprendemos siguiendo a nuestro esquelético anfitrión consigue grabarse en nuestras retinas. Escenas para recordar hay montones, y todo lo que sucede a continuación, desde el encuentro con un depredador que se lanza al cuello de un pequeño rebaño de grullas de papel hasta aquel otro en el que vemos al desierto engullirse a sí mismo, sin duda busca transmitir cosas. Por desgracia, demasiado a menudo cuesta identificar cuales son esas cosas exactamente.
Puedo contar el vértigo, o la melancolía y la derrota de un montón de esqueletos de papel secándose al sol, o el terror y la negrura absoluta de un vacío hecho de letras y números retorciéndose que con las gafas puestas parece engullirnos. Paper Beast suele tener éxito al plantear todas estas ideas, al vender todas estas sensaciones, porque la realidad virtual aquí es un arma poderosísima y porque uno no ve rajarse el cielo todos los días, pero es muy difícil reconocer un hilo que las una más allá de la mera estética y de la intención de impactar porque sí. Porque puede. Y lo es incluso cuando intenta ser literal, cuando se sirve de un extraño perro de lanas para escribir sobre el desierto la frase "This is not a simulation".
"El caos reina", decía mirando a cámara un cachorro de lobo mientras devoraba su propia carne en Anticristo, de Lars von Trier, y la cara que se me queda es un poco como la que se le quedaba a Willem Dafoe.
Es, y ya me sabe mal decirlo, el triunfo de la forma sobre el contenido. Una sucesión de escenas que funcionan por separado (y a las que el propio menú del juego permite acceder de manera independiente una vez superadas, toda una declaración de intenciones) pero en las que cuesta articular un discurso, un mensaje más allá de la efectiva pero archi sobada moraleja medioambiental, porque por supuesto que vamos a devolverle la vida a un árbol y a unos cuantos de estos bichejos. Eso, y la soledad. La soledad del mencionado perro de lanas que vaga penosamente por las cavernas, la del globo que nos lleva a merced del viento, la soledad de su mundo entero. Paper Beast es bello pero deprimente, aunque también encierra una cierta majestuosidad, una suerte de dignidad mortecina en el caminar de cada una de sus criaturas. Una especie de esperanza, y no se si hay mucho más que contar.
Y en cierto modo entiendo que es más intención que otra cosa, y que una apuesta tan firme por la abstracción debería suponer un sin fin de interpretaciones posibles, y también un lienzo en blanco sobre el que expresarse. Algo de eso hay, porque a nivel mecánico Paper Beast es un cajón de arena en el sentido más estricto de la palabra, ese que implica cavar fosos, hacer castillos y vigilar que una subida de la marea no lo mande todo al infierno. Su estructura, una sucesión de puzles más o menos explícitos que taponan las salidas de cada estancia o detienen el caminar de los animales hasta que demos con la solución, confía en la capacidad de cada una de estas criaturas para modelar el terreno de manera libre, y a partir de aquí, lo imaginable: hay tortugas que expulsan montoncitos de arena al caminar sobre el agua, o pedruscos que la congelan, o extraños tubérculos fosforescentes cuya luz siguen los escarabajos peloteros, y con todos estos elementos toca crear canalizaciones, montículos o barreras hasta dar con una salida algo más encorsetada de lo que este planteamiento podría sugerir.
De hecho, a veces es esa misma grandilocuencia la que nos lleva a fallar: reconozco haber pasado un rato más largo de lo confesable intentando elevar una montaña de porquería que se alzase hasta el cielo solo porque el ambiente parecía pedirlo, para posteriormente darme cuenta de solución era tan prosaica como cubrir de arena un altillo para poder saltar por encima. Sus puzles, en definitiva, no son difíciles, pero en ocasiones sí demasiado abstractos como para comunicarse con éxito con un jugador que no sabe a ciencia cierta lo que el juego le está pidiendo. Aún así hay hallazgos, y siempre guardaré un lugar en mi corazón para esos intestinos delgados con melena a lo Fraggle Rock que funcionan como siempre lo han hecho ese tipo de órganos internos, y hasta aquí me atrevo a leer.
Sinceramente, nada de lo mencionado hasta ahora me parece un verdadero problema. Paper Beast a veces se pasa de críptico y en ocasiones es demasiado evidente porque es lo que tienen los viajes de ácido que jamás intentaron apuntar a un target concreto ni ser otra cosa que una pirueta de creatividad pura, pero tras esta decisión absolutamente consciente podría esconderse una obra maestra. A veces se siente así, cuando sobrecoge y maravilla y aturde, pero aunque deje mil y una imágenes para el recuerdo me cuesta pasar por encima de lo que realmente amarga el sabor: una interfaz torpe, una interacción limitada y fofa que nos pide moldear el mundo con nuestras manos y a renglón seguido nos las corta y las sustituye por un cursor de energía impreciso y frustrante. Y al final eso es Paper Beast: un mundo desconocido y hermoso envuelto en un videojuego demasiado incómodo como para permitirle brillar de verdad, y un nuevo proyecto cargado de ambiciones muy defendibles que acaba pagando el pato de una tecnología que da para lo que da. Y por eso comenzaba hablando del tweet de Rami Ismail; porque a veces, antes de echar a correr, hay que aprender a andar. Porque retorcer una por una todas las reglas de la realidad e intentar crear una nueva es un objetivo encomiable, pero quizá hubiera bastado con poder coger una silla.