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Avance de Paper Mario: Color Splash

Papel estelar.

Mario, por si hay alguien que lleva los últimos 30 años evitando quedar expuesto a cualquier tipo de información acerca del videojuego pero por algún motivo gusta de visitar esta santa casa, es un señor italiano que recorre el mundo dando saltitos embutido en un mono de trabajo azul. Teóricamente es fontanero, pero más allá de alguna adaptación televisiva de infausto recuerdo jamás le hemos visto desempeñar dicha profesión. En la práctica, su línea de trabajo suele estar más relacionada con el rescate de damiselas en apuros, y su única relación con ese supuesto oficio es la red de tuberías de tamaño desproporcionado que suele utilizar para moverse por el Reino Champiñón. Cuando le hieren en combate se convierte en una versión reducida de sí mismo, y cuando se come una seta vuelve a ser grande otra vez. Sus hábitos alimenticios, de hecho, son ciertamente sorprendentes: tendríais que ver los efectos que tiene sobre su organismo el ingerir plumas, muelles o flores en llamas. Lo que quiero decir con todo esto es que, por mucho que nos duela reconocerlo, Mario no es una persona real.

Porque Mario, como la gran mayoría de los iconos que se nos grabaron a fuego durante la era dorada de las mascotas, es un vestigio de otra época. Una época en la que el foto realismo, los sistemas de físicas o cualquier tipo de esperanza de reproducir con una mínima fidelidad el mundo real eran una quimera, lo que abría de par en par las puertas a un torrente de creatividad y a un tipo de libertad a la hora de acometer el diseño de videojuegos que se nos ha perdido por el camino. Por decirlo de otra manera, en aquellos años no hacía falta que nada tuviera sentido, y particularmente los juegos de plataformas se cimentaban sobre un glorioso collage de conceptos mezclados al buen tuntún y una serie de convenciones absurdas que nadie se molestaba en cuestionar, supongo que porque estábamos todos muy ocupados pasándolo bomba. En el caso particular de Mario, y dado su carácter de fenómeno universal, se trata de unas convenciones que el paso de los años nos ha hecho dar por sentadas, pero que rápidamente harían aguas de intentar mezclarse con cosas como un argumento mínimamente coherente. Es un mundo que tiene sentido porque carece de el, y por eso la solución que aporta la saga Paper Mario para acercarse al RPG y casar diálogos elaborados y esqueletos con forma de tortuga es la más inteligente posible: convertirlo todo en una pantomima plenamente consciente de si misma.

Lo realmente importante en Paper Mario no es que los personajes sean pegatinas, sino que saben perfectamente que lo son. No se trata solo de un estilo gráfico resultón, ni de una vuelta de tuerca a nivel estético: la bidimensionalidad es la base de todo, y el recurso que el juego utiliza para quitarse hierro a sí mismo y derrumbar a mazazos la cuarta pared. Los personajes bromean constantemente sobre su condición, e incluso miran con extrañeza a esos objetos tridimensionales que a veces aparecen por el mundo, y que reciben el misterioso nombre de "cosas". Como subsaga, Paper Mario funciona porque renuncia voluntariamente a ese realismo que ahora sí tendría al alcance de la mano, y porque sabe evolucionar de manera lógica; porque en el fondo los juegos clásicos de Mario siempre han sido un slapstick, y ahora que los personajes pueden encadenar más de dos palabras seguidas es lógico que la mayor parte de las veces sea para hacer un chiste.

Y no me refiero solo a la autoparodia. Evidentemente está ahí, pero el guión de Paper Mario, y de este Color Splash en concreto, está repleto de momentos que funcionan como un tiro por sí solos, de litros de mala baba y de comedia de muchos quilates. De secundarios que hacen cola porque han escuchado que aquí el café es carísimo y además es repugnante y es justo lo que estaban buscando, y de puentes levadizos que eran un pasote pero ya no funcionan y son solo medio pasote. Hay pocos juegos que sepan reírse de sí mismos, y menos aún que sepan hacerte reír a ti con ellos, aunque como de costumbre aquí el mérito es compartido y vuelve a ser obligado hablar del equipo de localización: empieza a ser complicado justificar por qué nadie le ha puesto su nombre a una calle.

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Y como de costumbre, gran parte de la gracia viene del nuevo juego de reglas, y del petróleo que Nintendo sabe sacar de esa realidad alternativa construida a base de cartón y cartulinas de colores. De los enemigos plegables y los portales construidos con papel higiénico, como siempre, aunque en esta ocasión es de justicia hacer especial hincapié en el apartado gráfico y en como la compañía vuelve a demostrar que, partiendo de un medio con la capacidad para imaginar cualquier mundo, empeñarse en reproducir el nuestro es un poco como tener una lámpara mágica y pedir una pizza cuatro estaciones. Los teraflops concretos los desconozco, pero el espectáculo visual es apabullante, y alcanza absolutamente todo el espectro de la palabra: desde los set pieces a la Inception en los que el mundo se pliega sobre sí mismo a la textura del recorte de una cartulina mojada. Esa que no va a ver nadie porque está en una esquina, alejada de la acción, pero que reproducimos de manera enfermiza porque para algo somos Nintendo.

Es ese extra de mimo y ese saber hacer las cosas siempre un poco mejor que los demás lo que salva las naves de un punto de partida que comienza a rondar los puestos de Champions en la lista de tópicos: el mundo al que hay que devolverle el color porque alguien se lo ha quitado. De eso va Color Splash, y aunque se trata de una historia que nos han contado cien veces, volvemos a lo mismo: lo importante es la manera de contarla, y de paso, las mecánicas que habilita. Lo importante son los tipos que vienen a absorber nuestros colores armados con una pajita (los Shy Guys, que suelen venir en grupo menos cuando van de importantes y se creen Shy Guays: como digo, es un juego realmente gracioso) y el martillo que ahora también pinta y nos permite devolver a la vida a las víctimas de semejante fechoría. Es una vuelta de tuerca más a esa realidad compuesta de papelotes, y la idea general es que lo gris es muerte y el color es vida: que devolverle el azul a una cascada hace que mueva el molino, y cosas así. También hay calvas intrascendentes a cada palmo, porcentajes de pintado con los que obsesionarse e incluso un sistema de zonas (sí, hay un barrio rojo, aunque sus establecimientos puede que os resulten decepcionantes) para organizarlo todo, aunque el principal impacto del sistema más allá del clásico pretexto argumental para la recolección de estrellas está donde debe: en su sistema de combate.

Un sistema que, y perdonadme por hacer uso del recurso fácil, recibe con esta nueva capa de pintura otra de profundidad, y que vuelve a dar en el clavo haciendo coincidir bajo un mismo techo un quién es quién de las buenas ideas del género. La base son los turnos, pero a la vez son las cartas, pero a la vez lo es la acción: un totum revolutum que conjuga fortuna, estrategia y habilidad a los mandos y que sobre todo acierta al mantenernos constantemente ocupados, al darnos en todo momento algo que hacer. Si queremos saltar sobre un enemigo bastará con seleccionar la carta correspondiente, pero si andamos vivos pulsando el botón podremos hacerlo hasta cuatro veces más. Es un principio que se aplica también a los bloqueos, y a los ataques de área, y que vuelve a pasar por el filtro Nintendo todos los lugares comunes del jRPG clásico. Un Baten Kaitos de buen rollo en el que el salto con muelle no te conviene porque ese gorro con pinchos probablemente se te clave en el culo, y en el que la tinta aporta un componente estratégico: por defecto las cartas son grises, y colorearlas en mayor o menor medida agota nuestras reservas pero aporta un extra de punch. La elección es nuestra.

Pero lo realmente bonito es que todo esto da igual. Quiero decir, que se agradece el combate, y los puzzles, y toda esa concatenación de sistemas que reimaginan el género y lo convierten en una fiesta. Que todo funciona estupendamente, pero que a la vez sería perfectamente prescindible, y que no resulta difícil imaginar un Color Splash en el que te limites simplemente a ver "cinemáticas" y hablar con la gente. Porque su verdadero valor está ahí, en lo que en principio estaba más alejado del universo de Mario: en los diálogos, en las situaciones, y en haber tenido el valor suficiente para arrojar cualquier atisbo de épica por la borda y plantear una comedia. Y de hacerlo, además, partiendo de una base como es el rol japonés. No me digáis por qué, pero en ocasiones me da la sensación de que hay quien se lo toma demasiado en serio.

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