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Análisis de Paper Mario: The Origami King

La patada de la grulla.

Eurogamer.es - Recomendado sello
Un torrente de creatividad y buenas ideas al que solo lo anodino de su combate aparta de la excelencia.

Según dicta la tradición japonesa, aquel que consiga doblar mil grullas de papel y las presente como tributo recibirá a cambio un deseo, la felicidad o una curación rápida y definitiva de cualquier dolencia o enfermedad, según la versión de la leyenda a la que decidamos hacerle caso. Es lo que se conoce como Senbazuru, y también la explicación de esas orlas de colores vivos y aspecto intrincado que a veces cuelgan de hilos en las puertas de los templos, o de los domicilios donde habita un enfermo. Siempre me ha parecido una costumbre preciosa, y no solo por la historia de Sadako, aquella niña de doce años que sobrevivió a Hiroshima y comenzó a plegar grullas en el hospital. Solo llegó a completar 644 antes de que la leucemia se la llevara. Suficiente para ablandarle el corazón a cualquiera, y eso es precisamente lo que me fascina de esta leyenda: lo que dice sobre aquella cultura y sobre la nuestra. Lo que aquí no pasa de ser un pasatiempo para oficinistas aburridos en Japón es un acto espiritual, una ofrenda y una promesa. No basta con desear que las cosas nos vayan bien. Hay que estar dispuesto a ofrecer algo a cambio.

Paper Mario, o esta encarnación de Paper Mario en concreto, es un Senbazuru. Lo es en el sentido literal, en el de esa colección de criaturas resueltas a base de papel, pliegues y corazón, pero también en el del sacrificio y la negativa a vivir de las rentas. Sus mil grullas de papel son aquí saltamontes, arañas, grandes tortugas marinas e imponentes aves fénix que solo apagan sus plumas para mostrar sus dobleces a cámara, revelando una naturaleza artesana en la que el juego insiste con cada modelado, con cada reimaginación de un enemigo clásico, con cada accidente hecho de cartón en un territorio por otro lado rabiosamente imaginativo. Paper Mario: The Origami King merece su propio apellido porque realmente está hecho de papel, sea virtual o no; porque hace tentador remangarse y jugar a reproducir su bestiario con cartulina y paciencia. Como tributo, como gesto de entrega y cariño hacia el jugador, el universo que se ha creado aquí tiene momentos desarmantes, y no creo que sea exagerado hablar de una obra de arte. Aunque sea un arte cercano, pequeño, sin más pretensiones que calentarnos el corazón un poquito. Es algo que consigue durante la abrumadora mayoría de su metraje, y sería tremendamente injusto no reconocerle el esfuerzo.

También lo sería quedarse solo en eso. The Origami King es una explosión de color, una inyección de buen rollo y desde luego una virguería, pero un apartado visual así, aún celebrándolo, no debería eclipsar un tipo de encanto que funcionaría igual envuelto en un juego más feo. Más allá del gimmick de los papelotes y las figuras de fantasía Paper Mario siempre ha ido de contar historias, y de aprovechar la oportunidad que brinda el salto al JRPG para sacarle punta a un universo tan sencillo como un tipo que salta y un par de bloques de interrogación. Tampoco quiero decir con esto que el juego venga a revolucionar nada, al menos en lo narrativo; la suya es una historia amigable y sencilla, un pequeño chiste que va desdoblándose poco a poco y que sin embargo no está exento de sentimiento. Un reino poblado por seres bidimensionales, una princesa hechizada, un advenedizo que se autoproclama rey e intenta plegarlos a todos, un flequillo extremadamente gracioso. Son los bloques de construcción con los que se arma una intriga que en el fondo no es tal, porque esta historia la hemos vivido todos mil veces y porque los giros de su guión prefieren la carcajada antes que el cliffhanger. Por eso sorprende tan a menudo, y por eso hablaba de sentimientos: con las parodias del cine de samuráis o los minijuegos absurdos inspirados en 'Quien quiere ser millonario' en el fondo contaba, pero lo que me pilló con la guardia baja fue su capacidad para emocionar. No diré que el juego me ha hecho llorar, pero sí ha conseguido que eche de menos muy fuerte. No está mal para tratarse de un juego de Super Mario.

El mérito, claro, es de sus personajes. Del DJ que ha perdido sus discos, del turista guasón que hace surf en el recibidor del hotel, del Indiana Jones de bajo presupuesto que nos acompaña a veces, y de Bomberto, mi querido Bomberto. Incluso de Luigi, un secundario de lujo cuya eterna torpeza no siempre resulta inútil, y hasta aquí podemos leer. A golpe de puro ingenio el juego va dando forma a un elenco de adorables chiflados que si funciona como funciona es porque el texto vale su peso en oro, porque entiende que la comedia es algo más que una colección de buenas ideas. Tanto en el campo de lo estrictamente visual, de las escaleras que funcionan como una cremallera o los zombies a los que alguien ha agujereado la cara, como en el del simple intercambio de pullas escupidas con una retranca casi gallega, Paper Mario: The Origami King demuestra siempre saber como desarrollarlas, y no es extraño encontrarse con running gags que acaban de explotar decenas de horas después de ser planteados. Supongo que simplemente es un juego muy bien escrito, y en ese sentido permitidme que vuelva a detenerme un momento para celebrar su fabuloso trabajo de localización. Que no sea novedad en Nintendo no significa que merezca menos aplausos.

Por eso es natural entenderlo como un refugio. En un panorama atestado de argumentos grandilocuentes, épica de baratillo y ensaladas de tiros pretendidamente maduras un divertimento tan honesto y simpaticote simplemente apetece, y quien llegue aquí con la intención de restañar las heridas que le haya dejado en el alma cierta fábula sobre la incomprensión y el odio de reciente publicación celebrará saber que con The Origami King, ante todo, te ríes. Ese es el objetivo número uno, la primera línea del documento de diseño de una comedia orgullosa de serlo que por el mismo precio zanja el debate sobre los límites del humor: efectivamente, era posible hacer chistes realmente desternillantes sin necesidad de faltarle al respeto a nadie. Pero inundarlo todo de un optimismo tan contagioso y de ese calor tan Nintendo no implica necesariamente hacer prisioneros, porque The Origami King tampoco deja títere con cabeza: recuerdo escribir hace pocos días que la principal víctima de este festival del choteo era el JRPG como género, pero por el camino hay espacio para muchos otros; para el survival horror, para los juegos de mundo abierto, para las aventuras de acción. Incluso los musicales, el western o cierto cliché del universo Star Wars se llevan un amistoso sopapo de cuando en cuando, y el efecto secundario más agradecido de semejante festival de referencias es una variedad de situaciones que afortunadamente deja su huella en el apartado jugable.

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Supongo que aquí tocaría dilucidar si vino antes la gallina o el huevo, pero el asunto es que en The Origami King absolutamente todo forma parte del chiste, y el chiste bien podría ser un alocado descenso por los rápidos de un río de cartulina, o cuarenta toads especialmente marchosos destrozando la escena más recordada de 'Fiebre del Sábado Noche'. Liberada de la necesidad de demostrar algo parecido a la coherencia temática, la estructura de mundos clásica del universo Mario permite al jugador saltar de localización en localización abordando barcos fantasma, participando como estrella invitada en un cabaret o recorriendo el desierto a bordo de una bota de 150 caballos (o Yoshis, para ser más exactos), y el efecto inmediato es que siempre apetece avanzar un poquito más. Apetece averiguar qué vendrá después, qué nuevas majaderías esconderá la siguiente tubería con número o el reino de la serpentina amarilla, y sobre todo apetece participar en una sucesión de secuencias que brillan especialmente cuando se resuelven mediante la acción. Cuando implican saltar, golpear, perderse con nuestro propio bote lejos del puerto o medirse con un calamar gigante que interrumpe la travesía. Paper Mario: The Origami King es inteligente al confiar muchas de estas situaciones a las mecánicas clásicas de la franquicia, e incluso al reimaginar muchas de ellas jugando a sacarles punta en un universo forzadamente tridimensional, pero por desgracia la inventiva no dura para siempre.

Y por eso choca que toda esa variedad y todas esas ideas que hacen avanzar al juego sobre el terreno se queden en casi nada cuando toca combatir, o al menos cuando hacerlo implica una pantalla de carga y un ring circular, el escenario de la practica totalidad de encuentros de campo. Ya en el avance de hace unos días comentábamos que la idea era buena sobre el papel (el chiste tenía que llegar tarde o temprano, lo siento), pero que preocupaba la aparente falta de cintura del sistema a la hora de proponer novedades; hoy, con el juego completo entre manos, esa sospecha es una confirmación. Y no será por falta de ganas: el concepto del puzle previo que nos pide agrupar a los enemigos para maximizar el daño una vez comiencen las hostilidades es original a rabiar, pero también la primera gran idea que el juego no se molesta en desarrollar.

Sí lo hace en los enfrentamientos contra jefes finales, una vuelta de tuerca a todo el sistema que en dichas ocasiones sí nos obliga a tomar un papel activo, trazando diferentes rutas en torno a los enemigos y enlazando cofres y power ups hasta dar con el girito (el humor, de nuevo) que permita doblegar a cada boss en concreto. Hay invocaciones elementales, daño localizado en diferentes partes del cuerpo, especiales basados en la detección de movimiento que siempre encierran algo de guasa, sistemas realmente originales para recuperar salud o desarmar por un par de turnos al contrincante... hay ideas, en definitiva, algo que no hubiera estado demás ver aplicado a los combates contra enemigos de un rango menor. Allí, en los enfrentamientos contra goombas y koopas de infantería, las únicas sorpresas vienen de la mano del comportamiento característico de cada oponente: los Boos desaparecen, los caparazones pueden limpiar una columna entera si los pisamos, ese tipo de cosas. Partiendo de esto, nuestro único cometido será aprovechar los movimientos disponibles y el escaso tiempo que marca el crono para alinear a los monstruos en filas o cuadrados según el arma que pensemos utilizar. Una vez tras otra. Hasta el hartazgo.

Y sí, es cierto que se han construido juegos de puzles memorables con preceptos mucho más básicos, aunque quizá lo fueron porque cada rompecabezas en sí mostraba un tipo de inspiración que aquí cuesta identificar. Aún así, que el proceso de alineamiento inicial sea lo más rescatable de un sistema que en lo mecánico tiene muy poquito más que decir no es precisamente una buena noticia, porque el combate en sí mismo peca de lo peor que puede pecar un sistema de turnos: ser absolutamente trivial. No hay estrategia más allá de seleccionar el arma que toca para cada formación en concreto, no hay toma de decisiones más allá de curarse de vez en cuando, y cuando terminamos de girar la rueda podría decirse que está todo el pescado vendido. No deja de ser significativo que el juego ofrezca un extra de daño si sincronizamos nuestras pulsaciones con cada golpe, porque de alguna manera hay que camuflar la inevitable sensación de que cada turno es un mero trámite: si hemos resuelto el puzle correctamente y tenemos armas potentes venceremos de un golpe, y si no tocará repetir. Esa es toda la propuesta jugable de un sistema de combate, y perdonadme que no me ande con rodeos, realmente pobre, tanto que ni siquiera contempla un sistema de experiencia al uso que nos de una razón para no evitar los enfrentamientos.

Afortunadamente podremos hacerlo, aunque algo más difíciles de esquivar serán los otros intentos desesperados por alargar un crono final que quizá no necesitaba alcanzar las cuarenta horas a cualquier precio. Hablo de los coleccionables sin demasiado fuste, de esa mecánica basada en rellenar agujeros del escenario que resulta cansina desde el principio, y de una estructura que constantemente serpentea sobre sí misma, alargando quizá demasiado el chiste más clásico del universo Mario: la princesa siempre, siempre, siempre está en otro castillo. En otro castillo, o tras localizar cuatro torreones, o con la condición de que desenterremos primero unas gemas que alguien ha escondido por el desierto. Toda la ligereza y el tono despreocupado y ágil del texto se pierde a menudo en una especie de muñeca rusa empeñada en mover los postes para que no avancemos, escondiendo un encargo dentro de otro de una manera tan evidente que hasta los propios personajes se mofan de ello, y al final sucede lo de siempre: la autoconsciencia está bien, pero no cometer errores que sabes de bulto estaría mejor todavía.

Pero qué queréis que os diga, a mi me cuesta enfadarme. Me cuesta tomarme a mal ciertos desvíos totalmente evitables porque en ocasiones implican recorrer un templo antiquísimo con un loro al hombro reclutando momias raveras, y no me apetece ponerme gruñón con un sistema de combate que decepciona, pero que ni por asomo consigue empañar la experiencia de uno de los juegos más genuionamente divertidos de los últimos años. Y por eso prefiero considerar esos ocasionales ramalazos de tedio como un pequeño precio a pagar: todos tenemos algún amigo especialmente gracioso que se pone pesado cuando le da por beber. Si acaso, lo único que me sabe realmente mal es ver a un juego así, tan libre, tan imaginativo, tan colmado de ideas, traicionar su propia creatividad planteando unos enfrentamientos que recurren al mismo truco una y otra vez. Enlazar mil grullas idénticas una detrás de otra encierra una cierta belleza, sin duda, pero en combate solo funciona la primera vez. Que se lo pregunten a Daniel-San.

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