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Pequeños detalles: Assassin's Creed

Raíces profundas.

"Pequeños detalles" es una serie de artículos dedicados a analizar los elementos individuales, filosofías de diseño y demás aspectos que marcan a videojuegos concretos.


Torrente: El Brazo Tonto de la Ley es una buena película. No una obra maestra, pero una que supo ofrecer algo distinto y bien enfocado. José Luis Torrente era un imbécil, un iluso, un idiota que se hacía pasar por policía y vivía en una casa sucia y miserable aprovechándose de su padre y las ayudas del Gobierno para seguir adelante. La película prácticamente se reía de él y su entorno, mirando condescendientemente a la panda de tarados que le seguían y recordando a cada paso que Torrente sería el protagonista, sí, pero los chistes eran a su costa. La secuela perdió ese espíritu y, desde Misión en Marbella, la saga de Torrente se ha convertido en una pasarela de famosos y chistes de tetas que dejan atrás ese autodesprecio y consciencia. El primer Assassin's Creed es quizá el gran olvidado, esa vieja reliquia que muchos ven como una obra regulera que sería más adelante mejorada en todos sus aspectos por la secuela, y razón no les falta: Assassin's Creed II supo limar asperezas para ofrecer una experiencia más accesible y definió lo que a partir de entonces sería la fórmula a seguir. Pero igual que Santiago Segura, en Ubisoft se perdió el rumbo, olvidaron qué intentaba hacer el original y marcharon pensando en cómo añadir más en lugar de cómo reforzar lo que ya estaba ahí. Assassin's Creed quizá fuera irregular, pero tenía algo de lo que esta saga anualizada ahora carece: espíritu.

Todo gira en torno a esa frase tan ideal para estampar en una camiseta: "Nada es verdad, todo está permitido". Assassin's Creed era una exploración por capas de ese concepto. Desmond Miles estaba en los laboratorios de Abstergo para formar parte en sus experimentos de memoria genética, en teoría. Pero poco a poco, y mientras el telón revelaba la escena, iba desvelándose otra realidad: la trama para conseguir el Fruto del Edén que había descubierto su antepasado Altaïr. Mientras tanto, el asesino iniciaba un viaje desde lo más bajo para limpiar su nombre que, al final, no resultaba ser otra cosa que una serie de golpes para acabar con ciertas voces disidentes con la ideología templaria. Ambos personajes, manipulados por aquellos en el poder, acabarían huyendo y forjando su propio destino.

Tal pureza se pierde en las secuelas. La trama de Assassin's Creed II arrancaba con una historia de venganza y terminaba con una pelea a golpes contra el Papa, y los últimos títulos parecen haber abandonado cualquier pretensión de contar una historia más allá de sus recreaciones históricas, ideando la excusa de que estás contribuyendo al comprar ese videojuego porque así es como se consigue que el mundo avance. Y sin embargo, no había nada que desviase a Desmond ni Altaïr de su búsqueda de la verdad. Una de las grandes quejas respecto al original es que todas las misiones seguían la misma estructura: viaja a una ciudad, ve a que te digan cuál es tu objetivo, cumple una serie de recados que giran en torno a las mismas ideas para localizarle y acaba con él. Era redundante, negar eso sería ridículo, pero servía a un propósito temático de descubrimiento e investigación. Altaïr debía informarse sobre los movimientos de su presa, dónde vivía, con quién se relacionaba, para así hacerse una idea de cómo era su víctima, por qué había que acabar con él. Lo importante no era machacar a un desconocido a puñetazos en medio de la calle sino la información que traía consigo. Y siempre que se acababa con el objetivo, Altaïr se enfrentaba a la realidad de que sus actos quizá no estuvieran contribuyendo al bienestar del mundo. Cuesta comparar esto a las búsquedas egoístas de sus sucesores, alguno de los cuales ni siquiera buscaba ser un asesino en primer lugar.

Assassin's Creed no pretendía forzar nada en el jugador. Había que respetar ciertas normas para mantenerse en sincronía con Altaïr, pero esto no era más que un recurso para forzarnos a interpretar un papel y no sólo disfrazarse de asesino. El respetable no perdía el control ni siquiera en las cinemáticas, que seguían siempre a sus protagonistas sin desviarse en subtramas vacías o rellenos cuyo propósito es sólo alargar. No había un esteticismo vacío. Incluso los propios controles ponían un cierto énfasis en recalcar la falsedad del mundo en que el jugador se movía. La interfaz de Assassin's Creed es como es porque el Animus general una simulación virtual y estás controlando a un avatar. La primera entrega no tendría tantas opciones de movimiento o acción, pero a cambio mantenía esa idea de que Altaïr no era más que un muñeco y su mundo, una recreación que no tenía miedo de poner muros digitales o decirte a la cara que los archivos estaban dañados. Mientras tanto, en el mundo real Desmond no tenía interfaz ni controles asociados a sus extremidades, haciendo que él y el jugador mirasen de frente a la mentira.

No diremos que el primer Assassin's Creed fuera una obra maestra. No lo fue. Pero sus ideas iban más allá de tendencias del mercado o una necesidad de innovación vacía. No seguía fórmulas, no tenía que contentar a nadie y, por tanto, seguía sus propias ideas. Era un juego sobre los juegos de espejos, el engaño, y guiaba al jugador y su protagonista en un viaje para descubrir el auténtico significado de aquella frase: "nada es verdad, todo está permitido". No habrá nueva entrega de Assassin's Creed este 2016, al menos no un gran lanzamiento como Syndicate. Quizá y, con un poco de suerte, este año de pausa permita que en Ubisoft recuerden dónde estaban las raíces de la obra que lo empezó todo y, más allá de las vendettas familiares o las notas de rebelión vacías de contenido, sepan contar una historia enfocada a transmitir un mensaje.

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