Pequeños detalles: Black
El olor a pólvora por la mañana.
"Pequeños detalles" es una serie de artículos dedicados a analizar los elementos individuales, filosofías de diseño y demás aspectos que marcan a videojuegos concretos.
El tiroteo es una forma de poesía malentendida. Dulce ironía, es algo que se encuentra en todas partes; quizá por eso nadie le preste atención. ¿Cuántos videojuegos te ponen una pistola en la mano y te invitan a matar? Y de todos esos títulos, no obstante ¿cuántos realmente valoran no sólo el acto de disparar un arma, sino el entorno mismo del disparo? Es como el aire, como el buen trabajo de cámaras o el diseño de niveles acertado en un videojuego: no existe hasta que deja de estar pero, hasta entonces, se da por sentado, como si sólo hubiera una forma, un estándar. Call of Duty, uno de los campeones del shooter, pone su énfasis en las maniobras rápidas y el juego hábil, el quickscope y los hachazos con el tomahawk desde la otra punta del escenario. "¡Mamá, trae la cámara". Hay un amor hacia el arma y su uso, se venera al soldado que la porta, pero el tiroteo es algo abstracto, necesario pero invisible, un tránsito entre estar vivo y fuera de juego. Mejor fíjate en tu ratio de bajas y muertes. Pero Black, obra de la mejor Criterion, injustamente olvidado incluso en su propia generación, ve la pistola como una herramienta, no para matar, que también, sino con los mismos ojos que se ve una sola luz dentro de un espectáculo de Navidad: una pequeña parte de una imagen gloriosa. Es un videojuego que no ama el fusil, la escopeta o la pistola: ama el tiroteo. Ama el caos.
Black es el Homer Simpson que vive sin soltar su revólver ni para apagar las luces y decir buenas noches: ¿Por qué usar tus manos para abrir una puerta si tienes un fusil que la puede hacer pedazos? En este videojuego no caminas: arrasas. Los análisis del momento decían que soltar R1 en medio de una misión significaba que alguien estaba metiendo la pata, y es cierto: las balas lo solucionan absolutamente todo. Aunque su guión tenga la estructura de lo que más adelante sería el primer Black Ops, no es más que un marco sobre el que pintar, como un grafiti, sus señas, la clase de juego que es: uno de misiones arriesgadas y oscuras, de personajes al límite de lo legal. Radical, tronco. El sigilo es para los débiles: usa tu fusil y mata a todo el que se te ponga por delante. Haz que el mundo explote.
Crear un espectáculo, sin embargo, no es tan simple: no se hace añadiendo pistolas, rusos y dándole al encendido en la batidora. Las armas pueden sonar bien, el script quizá te haga sentir como si estuvieras a punto de salvar el mundo, pero todo es demasiado limpio: los soldados reaccionan a tus disparos y caen, se ocultan, intentan pillarte como pueden. Resulta mecánico. Pero en Black, si alguien se cree tan listo como para esconderse tras un parapeto, tú miras al tanque de combustible que tiene detrás. Esta va a ser una buena explosión. Aunque hoy día tengamos Physx y Havok y títulos como Red Faction: Guerrilla que permiten derribar un edificio hasta que no queden ni los escombros, Black destacó en su día por su pasión por la destrucción. Las paredes se vienen abajo, los muros quiebran, las torres caen, los bidones explotan. Si no tienes cuidado, esa granada puede acabar derribando un edificio. De base, nada sorprendente, pero la cuestión no es qué ocurre, sino cómo decide presentarlo el juego. Esto va más allá de un edificio cayéndose: son partículas saltando, la polvareda que causan los escombros, la onda expansiva. Cuando disparas a un muro en busca de enemigos y fallas, dejas un rastro de metralla y polvo. Las explosiones y la destrucción son distintas en Black porque no están hechas por el espectáculo visual sino por el efecto psicológico que causan. Matar soldados es una cosa, pero hacerlo en medio de un festival de explosiones es otra muy distinta. El escenario empieza a reforzar la acción. Esta habitación cuenta una historia. Esa calle no olvidará cómo has luchado a brazo partido por mantenerte en pie, porque le has abierto un boquete y todavía se ve el humo.
Es importante recordar que a los de Criterion se les conocía por la saga Burnout, cuyas carreras prestan más atención al accidente que a los coches. Es una aceptación pura de aquella línea de pensamiento: "es un videojuego, tranquilo". Todos hemos visto carreras, de un modo u otro. Muchos hemos tenido que jugar a Gran Turismo y sacarnos el carnet de conducir. A la mierda todo, queremos liberarnos. Con el trofeo en las manos todos somos muy amigos y se nos llena la boca sobre la importancia de ser deportivo y encajar la derrota, pero el momento en que a alguien se le ocurre adelantarnos, queremos verle arder en el borde de la pista. Burnout propone una liberación, dejar de pensar y ser gamberros. Le da igual el coche; es bonito, tiene un buen diseño, pero tanta energía y todos los caballos de su motor tienen que salir por alguna parte. Golpea a alguien. No es casualidad que Black siguiera un enfoque distinto: si matar al enemigo es adelantar en una carrera, su atención está en todo lo que ocurre mientras conduces en medio de la carretera: esos coches que tienes que esquivar, los giros súbitos, las bifurcaciones capaces de convertir tu vehículo en un acordeón si no estás atento.
Hay muy pocos videojuegos que hayan prestado atención a la atmósfera del tiroteo. Red Steel y, sobre todo, F.E.A.R., quisieron mantener ese interés en el escenario expresivo, con sus nubes de polvo y los escombros que saltan de cada bala perdida. Battlefield piensa en el ambiente de una guerra y esos disparos que se oyen en la distancia, el cómo las armas retumban cada vez con más fuerza cuando los enemigos se ven las caras y ese silencio progresivo que se adueña del campo de batalla conforme se apilan los cadáveres. Pero la gran mayoría no ven más allá del cañón de sus propias armas. Ponen muchos enemigos, mucha variedad, muchos nombres, pero el disparo no es más que un disparo. Son entornos clínicos, preparados para lo que está a punto de ocurrir. Una simulación. Se olvida la suciedad del tiroteo.