Pequeños detalles: Spore
Los premios Darwin.
"Pequeños detalles" es una serie de artículos dedicados a analizar los elementos individuales, filosofías de diseño y demás aspectos que marcan a videojuegos concretos.
En febrero de 2014, el científico Bill Nye, conocido en Estados Unidos gracias a su serie Bill Nye the Science Guy y Ken Ham, conocido por otros motivos que ignoro, tuvieron un debate en torno al creacionismo. Uno legítimo, largo, grabado, con público. El enfrentamiento definitivo entre ciencia y religión. Que un videojuego salga a posicionarse en un debate político suele ser algo extraño; más allá del evidente nacionalismo estadounidense de la saga Call of Duty y un par de excepciones similares, la mayoría suelen conformarse con tirar sin llamar la atención en otro departamento que no sea el de las ventas. Pero Will Wright es distinto; es un diseñador con visión, y varios de sus títulos están cimentados en obras sociológicas, ensayos demográficos y científicos. No sólo busca entretener, sino educar con sus videojuegos, pero no sería la primera vez que un mensaje se vea trastocado de algún modo u otro. Hace unas semanas ya mencioné cómo Civilization se perdía en su romanticismo, pero la obsesión de Spore con la evolución, irónicamente, le lleva en la dirección contraria, hacia el bando de Ken Ham.
La premisa de Spore es ambiciosa: seguir la evolución de una especie, desde que es un microbio en la sopa primigenia hasta el momento en que salta al espacio y empieza a robar vacas a bordo de un platillo volante. La tecnología que lo sostiene es una maravilla para su época, ciertamente, y hagas lo que hagas será capaz de emular los mismos gestos y las mismas expresiones, caminará, luchará y cantará cuando toque. Pero llega un problema: el jugador no sólo diseña la criatura, sino que va añadiendo y quitando donde sobra según avanza a través de las distintas fases. Cuando termina una etapa y se pasa a la siguiente, toca evolucionar y se pueden invertir puntos de evolución, la cantidad variable según el criterio de cada segmento, para modificar a tu bicho y que sea el mejor de todos. La teoría es razonable: cada parte cumple una función y si, por ejemplo, tienes una especie carnívora, te vendrá mejor darle unas buenas mandíbulas y unas garras afiladas para cazar mejor. Si es herbívoro, no le vas a poner dientes de sierra. Es tan fácil de entender que apenas hace falta explicarlo; aporta una nueva perspectiva en la naturaleza y ayuda a comprender el por qué de ciertas cosas. Por qué los cuernos en los ciervos, por qué las alas así, por qué esos ojos tan grandes.
Pero entra un problema: el jugador es quien decide todo esto. Dicen que te toca hacer evolucionar a tu especie, pero lo cierto es que podrías modificar su aspecto hasta tal punto que pareciese un animal distinto y nadie diría nada. Es una transformación mágica, un túnel de la fantasía donde entra una criatura y sale otra que no tiene por qué ser la misma. Es una perversión absoluta de lo que realmente significa evolucionar; los animales no deciden que les vendría bien tener alas porque así lo piensan, o consideran que defenderse a cabezazos es una idea morrocotuda y que por tanto deberían tener cuernos. La evolución es un proceso lento, tortuoso e irregular que requiere cientos, miles de pequeñas mutaciones que van dominando los genes de las otras mutaciones. Dudo que el Tyranosaurus Rex quisiera acabar como un pollo asado o tener el ridículo aspecto de un avestruz, pero la realidad es la que es. Lo de Pokémon es más creíble que esto.
Spore sacrifica el todo por la parte. Aunque se entiende que una criatura con mejores patas corre mejor y tiene más posibilidades de triunfar en el negocio de no ser devorado, limita y simplifica una enseñanza compleja e importante hasta convertirla en menos que una caricatura. Según este juego, el homo erectus estuvo dando vueltas por el mundo hasta que, un buen día, dejó de serlo y se convirtió en homo sapiens. Al dar tanto poder al jugador a la hora de crear y modificar, borra cualquier vestigio de miles de años de progreso. Esto también se aplica a su cultura y edificaciones: poder personalizar tus edificios y vehículos es un buen toque, sobre todo si se tiene un motor con tantas posibilidades como este, pero al mismo tiempo niega ese mismo elemento de lento progreso y descubrimiento que nos hizo pasar primero por el arte románico, luego el gótico, luego el renacentista, y así sucesivamente. El progreso simplemente ocurre entre fase y fase, pero ese punto intermedio donde ocurre lo importante se queda de lado.
Civilization será romántico, pero al menos es consistente. Si tu civilización empieza en mitad del desierto y sin otros jugadores molestando, eso va a definir tu partida y tu estrategia. Es probable que te expandas rápidamente y pongas tu ejército en la parte baja de la cola de prioridades. Por lo pronto, no le vas a dar importancia a desarrollar la equitación y tu civilización no se dará prisa por desarrollar el calendario para controlar las estaciones y poder plantar especias. A través de su árbol tecnológico, de sus relaciones diplomáticas, de mil y un detalles, se obtiene una mayor comprensión de la Historia y la sociedad. Spore dedica un párrafo a explicar de forma racional cómo funciona la evolución y luego sube el volumen y mete el dubstep. Nadie va a empezar a creer en el diseño inteligente por jugar a este juego; no hubo ni habrá respuestas de familias alarmistas que hablan sobre cómo la mente de su hijo se está viendo contaminada. Pero es una oportunidad desaprovechada. La obra de Will Wright dice algo sobre nuestro mundo, sobre cómo vivimos y nos organizamos en este lugar y esta época. Spore no sabe cómo explicarse y, al final, jugarlo es como escuchar a un profesor que no sabe de lo que habla.