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Pequeños detalles: Stranglehold

Mehgaconstrucciones.

"Pequeños detalles" es una serie de artículos dedicados a analizar los elementos individuales, filosofías de diseño y demás aspectos que marcan a videojuegos concretos.


En su 1001 videojuegos que hay que jugar antes de morir, Tony Mott dijo de Stranglehold que "este no es un juego sobre ser Chow Yun-Fat sino [John] Woo, el maestro coreógrafo". Cuando llegó, Devil May Cry supuso un cambio importante en el hack-and-slash. Esto ya no iba de acabar con los enemigos, sino hacerlo con estilo. Dante es un personaje inmortal y arrogante, así que evidentemente no se iba a tomar las peleas en serio; su rollo era el disrespect, asesinar con una sonrisa y sentirte divino de la muerte mientras lo haces. Stranglehold, decía, o más bien argumentaba Mott, era una continuación de esa mentalidad, esta vez aplicada al shooter en tercera persona y con la destrucción, y no meramente el estilo, como objetivo. No dudaré que en su día fuese espectacular y sí, recuerdo alquilarlo y alucinar viendo cómo todo se venía abajo, las mesas se hacían pedazos y dar un paso tiraba los cuadros de cualquier pared, todo con tal de que hubiese algo de caos. Black a lo basto, vamos. Pero cuando lo rejugué, esta vez para llegar hasta el final, hace cuestión de un mes o dos, vi con tristeza que los años habían hecho de todo menos bondades a Stranglehold. Ya no es un juego sobre el espectáculo sino la desesperada torpeza.

Anotación importante: no he visto una sola película de John Woo, pero este artículo tampoco va sobre su cine. Imagino que serán cintas donde las balas no perdonan ni a los posavasos, que el inspector Tequila está obsesionado con bailar el mambo horizontal con cualquier carrito que se encuentre y que las palomas deben ser algún tipo de fetiche. El juego, supongo, intentará imitar estos rasgos esenciales del cine hard boiled, y de ahí el ya mencionado sistema de puntuación. Tequila gana puntos por saltar y matar haciendo cabriolas, pero al final de cada capítulo se revisa la cuantía de los daños que has causado y, a mayor la cifra, mayor la alegría. Todo bien de momento: sistemas que guían al jugador para actuar del modo previsto. Pero entonces aparecen los malos, pistolas al aire, y el brinco estándar, ese lanzarse de cabeza a la piscina con tu arma guiando el camino, se vuelve la moneda de cambio que no tarda en devaluarse.

Este es un problema que también padece Max Payne, pero que al menos supo compensar en su tercera entrega con detalles como su extremada violencia. Sin embargo, quita ese gore, los gráficos, la música, y lo único que queda es un jugador saltando, tropezando y volviendo a saltar sin quitar el gatillo de encima. En Stranglehold no hay necesidad de recargar y es difícil quedarse sin tiempo bala como para dar otro salto a cámara lenta, que permite apuntar cómodamente a los cráneos de tus enemigos, así que se convierte en la opción óptima. Acelerar sin pensar, salto, salto, salto, disparo, cabeza, muerto. La destrucción intenta paliarlo. Por eso el escenario es tan relativamente interactivo: Tequila puede derribar mesas, deslizarse por ellas, y todo palo mínimamente horizontal puede caminarse como si fueras un equilibrista. Las lámparas tienen asas esperando a que alguien las agarre y, por supuesto, ahí están esas carretillas, perfectas para saltar y abrir fuego mientras te mueves por el caos de la batalla. Todos estos movimientos piensan en el daño colateral, en el mobiliario que caerá bajo el fuego cruzado y tratar el escenario como un recurso en vez de un casino respetable o un museo. Es, como decía aquél anuncio, una fiesta, pero entonces toca encontrar esos recursos para darle un mínimo de gracia. Esperas a que los enemigos se pongan en posición y caminas por el pasamanos de la escalera, cuando están abajo saltas a una lámpara esperando quedar como un campeón, y etcétera, pero los tiempos muertos entre acrobacia y acrobacia se van haciendo cada vez más evidentes. Las animaciones, robóticas ya en su día y ahora más artificiales que el botox, no le hacen ningún favor a estos tiroteos, que dejan de ser secuencias de acción trepidantes y se convierten en pequeños petardos, impulsos que se aseguran de que todo siga en marcha, pero entonces caes y no hay nadie cerca. Están todos en el piso de abajo, y ahí ya no quedan sillas ni mesas ni nada. Toca saltar como un idiota otra vez.

Devil May Cry no sólo dio el pistoletazo de salida sino que dejó las reglas bien claras: quien marca el ritmo es Dante. De él depende que esta pelea sea un espectáculo o un chasco. El inspector Tequila no tiene semejante poder. Es un esclavo de su entorno. Hoy, pasearse por las calles de este Hong Kong artificial significa dar muchas concesiones a su jugabilidad tosca y sus tiroteos poco atractivos. De base, disparar un arma no es nada del otro mundo. El juego lo da el escenario, pero Tequila no es una caja de sorpresas de por sí solo. Tiene sus habilidades especiales, sí, pero suelen actuar como signos de puntuación. Ese disparo rotativo para poner fin durante un instante al acoso de las balas, el tiro preciso que acaba con ese pesado del lanzacohetes que no te dejaba respirar en paz. La sanación para dar marcha atrás, pensar un momento y cargar con decisión, pero más allá de eso, lo único que te queda es saltar y pegar tiros.

Jugar hoy a Stranglehold se siente como un acróbata que no logra complacer a su público y se pasea, indeciso, por el escenario, improvisando como puede. De acuerdo, caminemos por esta barra, saltemos al carrito. Bien, ha funcionado una vez ¿y ahora qué? Esa es la gran cuestión ¿Otra vez a la pasarela? Ya no hay ganas para destrozar ese dragón de jade; dejas caer un par de disparos, pero sólo quieres que todo termine. Es tan tosco y artificial... Un paseo tambaleándose entre zonas con promesas pero que, al final, son todo lo mismo. Más barras y asas. Más carritos y mesas. Salto, salto, mata, tiro, salto, se acabó. Volvamos a Devil May Cry.

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