¿Qué hay detrás de la polémica con la pintura amarilla en los videojuegos?
Llévame de la mano.
La publicación de la demo de Final Fantasy VII Rebirth ha traído de vuelta un debate bastante habitual entre los jugadores durante los últimos años, uno de estos que reaparece de forma cíclica. La “culpa” la tienen, en esta ocasión, los marcadores amarillos que el juego de Square Enix utiliza para señalar los lugares del mapa en los que podemos escalar. Señalar con colores distintivos o rasgos diferentes los elementos del mundo de un videojuego con los que se nos permite interactuar, los que están pensados para ello, de aquellos que forman únicamente parte del decorado no es una novedad en absoluto. Se trata de un truco de diseño que acompaña al medio casi desde el mismo momento en el que comenzaron a publicarse títulos con elementos de plataformas o de exploración. Los arcades más clásicos o los juegos de plataformas de 8 bits, como la NES, tendían a contraponer elementos destacados de colores más vivos frente a fondos planos o sencillos - cuando no directamente de color negro - para aumentar la legibilidad de los elementos centrales, aquellos que eran más importantes para la jugabilidad.
Conforme las consolas fueron adquiriendo mejores características técnicas y gráficas, el aspecto visual de los videojuegos se volvió más complejo, y distinguir la información importante de la información superficial o menos relacionada con el gameplay empezó a requerir un esfuerzo extra por parte de los desarrolladores. Si cuando jugamos al primer Mario Bros. no nos cabe ninguna duda de que las lineas de cuadros de color azul son las plataformas sobre las que podemos saltar, y las tortugas o cangrejos enfadados son nuestros enemigos, un título de Super Nintendo como Super Metroid puede generar algunas dudas más sobre qué elementos están ahí sólo para decorar y cuáles quieren que les prestemos atención. Los metroidvania, en específico, son un género que históricamente se ha valido precisamente de esta ambigüedad de sus gráficos para construir mecánicas. La primera vez que encontramos una estatua Chozo en un Metroid puede parecernos simplemente una decoración, ya que no se mueve y no reacciona cuando lo golpeamos; pero sólo podemos progresar si entendemos que saltando sobre ellas con la Morfosfera desbloquearemos habilidades nuevas. Un muro ilusorio en un Castlevania es una pared que parece exactamente eso, una pared, pero que nos ofrecerá un secreto si hemos decidido probar suerte y golpearla con el látigo.
Probablemente el momento más crítico de este desafío tuvo lugar en el salto generalizado a los juegos 3D. Poner al jugador en control de la cámara, aunque solo fuese parcialmente, como en las primeras iteraciones de estos títulos, hace más difícil ordenar la información visual de manera sutil para que nos guíe a través del progreso del nivel. Muchos juegos de PlayStation 2 tienen este problema: movernos por ciertos niveles del primer Kingdom Hearts, por ejemplo, es un tanto extraño debido a que no está claro qué objetos sirven como plataformas y cuáles sólo forman parte de la estructura de sus mundos. Cabe entender, entonces, que el hecho de que los videojuegos se hayan aproximado cada vez más al realismo, a los escenarios extraordinariamente detallados, a los gráficos cada vez más depurados y los entornos más parecidos a la vida real, ha inevitablemente acrecentado este problema. Para solucionarlo, para evitar que los jugadores se frustren y abandonen los juegos, o quizás incluso para obtener buenos resultados en las sesiones de playtesting, muchos títulos han optado por una solución de diseño explícitamente visual: señalar con colores llamativos los puntos de interés, los objetos interactuables o aquellos que podemos usar, por ejemplo, para escalar.
El uso - o el abuso - de este tipo de marcadores, la “pintura amarilla”, los excesivos iconos que nos señalan los objetivos de misión, los personajes que hablan demasiado para asegurarse de que no nos perdemos o las pistas nada sutiles para que podamos encontrar nuestro camino pueden, en ocasiones, hacernos sentir que los desarrolladores nos están llevando demasiado de la mano. Inevitablemente, cuando jugamos a videojuegos, hay una serie de acciones por parte de sus creadores que pretenden favorecer ciertas acciones o ciertos métodos de juego, pero explicitarlos visualmente nos puede hacer romper un poco el embrujo. Aunque, en el fondo, sabemos que si encontramos un arma chulísima escondida en Elden Ring es porque alguien la ha puesto ahí para que la alcancemos, o que si descubrimos una sinergia increíble de armas en un RPG es porque alguien la ha pensado y programado para que exista, tendemos a ignorar ese hecho o a no pensarlo explícitamente para no romper la inmersión, para seguir creyendo que el mundo del juego es, de hecho, un mundo que existe bajo las reglas de la realidad para que nosotros lo habitemos. Los argumentos a favor de este tipo de ayudas, por otro lado, señalan que no todos los jugadores tienen el mismo tipo de habilidad a la hora de jugarlos; y que aunque, como usuarios, nos sintamos inteligentes y capaces de movernos por los títulos sin apoyo, es más que probable que, a la hora de la verdad, tuviésemos más dificultades si verdaderamente se nos dejase a nuestro aire y las desarrolladoras no se esforzasen por orientarnos. Es cierto, también, que nos encontramos en un momento histórico en el que más jugadores, de bagajes más diferentes y, claro, con distintas habilidades y familiaridad con el lenguaje de los videojuegos los están consumiendo, y es en cierta medida inevitable que los títulos más grandes, los destinados a un público más masivo, quieran intentar homogeneizar para alcanzar a la mayor cantidad de usuarios posibles.
Como suele ser habitual en este tipo de debates, ambas posturas pueden coexistir, al menos hasta cierto punto, y ninguna tiene la razón absoluta. La posición que más me cuesta justificar, personalmente, es aquella que afirma que las señales de colores dentro de los videojuegos son contrarias al realismo dentro de éstos. Porque parece evidente, cuando lo pensamos un poco, que estas ayudas toman como referencia precisamente la realidad. Hace unos meses, cuando estalló el mismo debate a raíz del lanzamiento de Resident Evil 4 Remake, algunos usuarios señalaron que los colores amarillos utilizados para señalar las cajas rompibles o las escaleras a través de las que podíamos movernos entre niveles eran poco realistas. Varios usuarios de Twitter hicieron, entonces, el ejercicio de buscar en distintas plataformas de comercio digital cómo suelen ser las escaleras o escalerillas en la vida real: muchas de ellas tenían, de hecho, colores amarillos o rojos para hacerlas más visibles y señalar su posición.
El lenguaje de los colores y de las líneas es precisamente el que utilizamos también en nuestro día a día para ubicar determinados elementos sobre los que queremos llamar la atención. Un hecho que no sorprenderá a nadie, por ejemplo, familiarizado con las indicaciones de tráfico que se utilizan al conducir. Las líneas en la carretera, señales de color rojo o semáforos que nos explican, con distintos colores, si podemos o no cruzar la calle forman parte de la organización urbana de cualquier ciudad porque son fáciles de comprender a un simple vistazo. No importa si no hablamos el idioma local, si somos niños o adultos; el color rojo tiende a significar peligro, prohibido, y el color verde, que podemos proseguir sin problema. Si bien pienso, por esto mismo, que estas señales son comprensibles, y verosímiles, también siento que no son necesariamente una solución que funcione para todos los juegos, o que tenga que reemplazar otros mecanismos de diseño. En cierta medida, también puedo darle la razón a sus detractores: aunque el color amarillo funcione para reclamar nuestra atención, los videojuegos han desarrollado, con el paso del tiempo, diferentes maneras de hacer exactamente esto sin necesidad de ser tan extraordinariamente explícitos.
Uno de mis casos favoritos a este respecto son las puertas de Left 4 Dead. Conforme exploramos su mapa, encontraremos muchas ubicaciones interiores a las que podemos acceder. Las ubicaciones accesibles cambiarán frecuentemente entre partidas pero, para expresarnos cuando podemos o no podemos entrar en ellas, el juego altera el propio diseño de la puerta. Las puertas por las que podemos entrar serán puertas, sin más, en ocasiones señaladas por alguna luz interior. Las puertas cerradas, sin embargo, estarán tapiadas, ocultas tras basura, o directamente no tendrán un pomo que podamos agarrar. ¿Es la misma lógica que la de pintura amarilla? Sí, pero nos obliga a nosotros, como jugadores, a aprender el patrón, a identificar por nuestra cuenta el lenguaje del juego. Esto quiere decir que, cuanto más juguemos, más hábiles nos haremos en distinguir a primera vista este tipo de localizaciones. El movimiento por el juego genera un progreso en nosotros, como jugadores.
Encuentro que, en general, las estrategias basadas en la repetición y la identificación de patrones son mucho más eficientes a la hora de señalarnos el camino. Si jugamos, por ejemplo, a The Legend of Zelda: Ocarina of Time, o incluso a entregas posteriores como Wind Waker, el juego se encargará muy temprano de hacernos entender que dentro de los jarrones, si los destruimos, encontraremos rupias. Pero no son todos los jarrones del juego, o todos los objetos que podamos destruir, los que generarán este efecto: los jarrones que buscamos tienen una forma y unos colores concretos, y aprenderemos a buscarlos e identificarlos en los distintos escenarios por sus características. De manera similar, las lámparas de Bloodborne, que señalan puntos de guardado y descanso, no tienen indicadores particulares en el mapa antes de ser activadas. Pero están colocadas en lugares estratégicos, pensados para que pasemos por ellos casi obligatoriamente. Aún así, al principio del juego, puede que incluso nos saltemos alguna sin darnos cuenta. Pero conforme la dificultad del título escala y nos vamos dando cuenta de lo absolutamente esenciales que son para poder progresar, aprenderemos a identificarlas incluso en la lejanía, hasta si el escenario es totalmente nuevo o hay una marabunta de enemigos acosándonos la primera vez que las avistamos.
Aun así, no creo que haya una solución absoluta para el dilema de las pinturas amarillas. Cada juego querrá diseñar acorde a sus necesidades y sus expectativas. Es difícil no estar de acuerdo en que señalar excesivamente en un juego como Dishonored, donde encontrar nuestro propio camino es el núcleo de la propuesta jugable, arruinaría el concepto por completo; sin embargo, no creo que sea tan peligroso en un título como Final Fantasy, cuyas mazmorras tienden a ser relativamente lineales ya que el enfoque está puesto en la historia y el sistema de combate. En cualquier caso, parece evidente que las soluciones mixtas pueden y, de hecho, deberían existir: aquellas que tratan de enseñar de manera práctica al jugador a moverse por el mundo, pero que introducen ayudas cuando se necesiten para hacer la experiencia más fluida.