Avance de Prey
Soy una taza, una tetera.
Prey es un juego extraño. No creo que sea una mala cosa: es más, diría que le va como un guante a su condición de proyecto maldito, uno de esos pocos que han cruzado las puertas del development hell y han vivido para contarlo. Tras un rosario de cancelaciones, transferencias de derechos y demás juegos de manos que a punto estuvieron de dar carpetazo a la franquicia para siempre jamás, lo raro sería encontrarnos hoy con una propuesta anodina, con un shooter de científicos y estaciones espaciales, otro más, que sacara pecho mostrando alienígenas musculados y fluorescentes que se caen del techo. Prey tiene un poquito de eso, porque nace con vocación de triple A y no están las cosas para pasarse de desobedientes, pero lo que nadie podrá negarle es que intenta cosas. Tras un breve gameplay de apenas unos minutos, y dejando volar la imaginación más allá de las puertas del estudio de Arkane en Texas, no cuesta imaginar un montón de reuniones, otro más grande de papelotes fijados a las paredes y un equipo dándolo todo en la sesión de brainstorming de los lunes por la mañana: vamos a darle la vuelta a esto, chicos, se van a enterar. Prey, repito, salta al campo con intención de comerse el cesped, de tirar caños e inventar jugadas de fantasía porque está harto de los rumores que dicen que está acabado. Su gran problema es que tiende a olvidarse de que la portería está al otro lado.
Porque tomar decisiones es importante, pero lo es aun más que estas sean las adecuadas. Sentarse en una mesa, tomar lápiz y papel y finalizar trazando un círculo bien grande alrededor de lo que funciona, sin miedo a dejarse cosas por el camino: sin duda, la parte más ingrata de cualquier proceso de diseño es esa, la de juntar el valor para meter tijera y cortarle la cabeza a tus propios hijos. La sensación que transmite Prey, sin embargo, es la de un padre amantísimo que todo lo ve con buenos ojos; una ametralladora de ideas que dispara en trescientos sesenta grados y que podría acertar, aunque dependa demasiado de la casualidad. Puede que la culpa no sea solo suya: Prey, al fin y al cabo, también debe ser hijo de su padre, y eso pasa inevitablemente por construirse alrededor de un gimmick que dé sentido a todo lo demás. En el original fueron los portales, pero es algo que no tendría sentido en un mundo que ya ha conocido sendas entregas de Portal. Había que buscar algo nuevo, y a tenor de lo visto la solución pasa por no abandonar las referencias religiosas y convertirse en algo así como un "Messiah de las cosas". Un juego en el que puedes poseer a una escoba, o transformarte en una taza para el café. Como digo, Prey es un juego extraño.
Pero podrían acertar, repito. Podrían reir los últimos, y sacar partido a una idea que pese a lo cuestionable de su planteamiento podría tener aplicaciones interesantes: en el vídeo, por ejemplo, la citada taza de café podía rodar a través de una rendija hasta una habitación cerrada o podíamos utilizar una detonación de energía para propulsar nuestra versión DIY de la morfosfera de Samus a lo alto de una pasarela elevada. El problema, creo, es que para lograr aterrizar este truco tendrían que salir bien muchas cosas. Y no hablo solo de fondo de armario en cuanto al atrezzo ni de dejarse la estación espacial llena de vasos y botellas vacías (esto podemos darlo por hecho), sino de entender los escenarios a varios niveles, multiplicar los caminos, y convertir de hecho el chascarrillo ocasional en una mecánica de pleno derecho. Ojalá todo esto suceda y tenga que comerme mis palabras, pero mientras tanto no puedo evitar pensar que de todas las posibles reencarnaciones que me ofrecen los videojuegos la que menos me seduce es la de material de oficina.
Pero la cosa no se queda ahí, claro. Van pasando los minutos, y en pantalla se suceden uno tras otro conceptos que te dejan perplejo. Hay una pistola que dispara pegamento, o una mezcla extraña entre adhesivo y corchopán, que utilizamos para inmobilizar a los enemigos y para trazar rutas de escalada por paredes y techos. Hay otro artilugio que desmaterializa objetos, los descompone en partes aprovechables, y los transporta a la dimensión paralela del loot. Hay un arma que lanza cajas muy fuerte. Y es entonces cuando te das cuenta: pese a su sensación de avanzar dando palos de ciego, es una colección de mecánicas que tienen cierta coherencia temática, cierta filosofía común. Si el Prey de 2006 era un juego centrado en doblar el espacio, su reencarnación quiere ocuparse justo de lo contrario, de torcer las reglas que atan a los objetos que habitan en el. No parece un mal punto de partida, aunque siga siendo el juego con mayor potencial para el meme de la historia reciente.
Sin embargo, y mas allá de la lotería que representan ahora mismo sus apuestas estrella, sí me atrevería a decir que hemos visto algún que otro acierto rotundo. El más evidente me parece el sistema de fabricación, que vuelve a abundar en la idea del objeto físico, de la silla, de la grapadora, de la realidad tangible como nuevo fetiche de la franquicia. Si no lo he entendido mal, mientras tengamos los planos correspondientes en nuestro poder podemos fabricar cualquier objeto presente en el juego. Suena esperanzador porque va más allá del banco de herramientas donde intercambiar mirillas, pero sobre todo porque parece una base sólida donde edificar: si podemos fabricar tazas cuando queramos, puede que todo tenga un poco más de sentido.
Otro impacto en el centro de la diana es el Neuropod, una suerte de dispositivo alienígena que utilizaremos para aprender nuevas habilidades tanto humanas como alienígenas. Su funcionamiento no parece nada del otro jueves, pero es en su modo de aplicación donde se esconde todo el glamour que por algún motivo el resto de mecánicas se empeñan en ignorar: si queremos aprender kung fu no quedará otra que clavarse una aguja enorme justo en el centro del ojo. No me digáis por qué, pero este tipo de ejercicios de automutilación siempre encierran un magnetismo perverso, y si no que se lo pregunten a los protagonistas de Persona 3.
En cuanto al argumento, y más allá del inquietante parecido del protagonista con nuestro subdirector, de momento sabemos poco. Hay una estación espacial, hay unos alienígenas de aspecto vaporoso que dan bastante mal rollo, y hubo unos científicos que se pasaron de listos (el estudioso como amenaza y el hombre armado como solución, un día tenemos que hablar de eso) y la liaron parda: lo normal. Lo que sí sabemos es que la estación será un todo, un espacio con coherencia que poder recorrer a capricho salvo cuando los objetivos de la misión indiquen lo contrario. Prueba de ello es su exterior, que en la obligatoria secuencia de paseo espacial luce un mimo y un detallismo que curiosamente se echa de menos en sus pasillos: salvando algunos momentos aislados, no parece que Prey vaya a deslumbrar en lo técnico.
Porque Prey, de nuevo, es un juego extraño. Un juego que no busca deslumbrar por fuera, que tiene pocos gráficos y muchas ideas. Un juego al que no le importa parecer cool, y también un juego que no parece tener ningún miedo al fracaso. Un juego que maximiza riesgos. Teóricamente esto es lo que todos llevamos años pidiendo: que alguien se atreva a intentar cosas nuevas. Es la mentira que más nos gusta repetir.