Puedes acariciar al perro
Sobre la inmersión y los actos mundanos.
En marzo de 2019 - solo hace tres años, aunque haya parecido una eternidad - la cuenta de Twitter “Can You Pet the Dog?” comenzaba a recopilar una lista de videojuegos en los que, como su propio nombre indica, podemos acariciar a los perros. Pretendía ser, según su descripción, “un catálogo de perros acariciables y no acariciables en los videojuegos. Se requiere una pulsación manual de botón que resulte en una representación visual para la confirmación”.
Accidentalmente, lo que era una iniciativa desinteresada creó un pequeño fenómeno que no ha hecho más que escalar. A día de hoy, las mecánicas en las cuales podemos acariciar a los perros, gatos u otras mascotas y animales son más frecuentes que nunca. Podemos hacerlo en Overcooked, Final Fantasy XV, Assassin’s Creed Odyssey, Life is Strange, AI: The Somnium Files, Kentucky Route Zero, y otros cientos de títulos. Ghost of Tsushima nos deja acariciar a los zorritos que nos guían hasta los santuarios, y si acariciamos diez veces a Cerbero en Hades obtenemos un trofeo.
Estamos, de hecho, en el punto de autoconsciencia al respecto de estas mecánicas en el que los juegos se permiten experimentar con ella. En Norco, acariciar demasiado a un gato hará que salga volando por la ventana y que su dueña se enfade con nosotros. Una actualización post-lanzamiento de Disco Elysium nos permitía acariciar un buzón de correos, y el trofeo por darle un par de mimos a Guapo, el cocodrilo de Far Cry 6, se llama “CanYouPetTheCroc?”. Triangle Strategy refuerza la capacidad de convicción de nuestro protagonista cuando acariciamos a un gatito; algo que, normalmente, sólo obtenemos en el juego a través de muy, muy serias conversaciones con nuestros compañeros de equipo.
No creo que la obsesión de los videojuegos con los animalitos haya venido de una cuenta de Twitter, pero sí que creo que su seguimiento masivo y su inevitable repercusión en los lanzamientos más recientes deja claro algo: a los jugadores nos encanta poder acariciar a los animales y demás bichillos adorables que nos encontramos en los videojuegos. Lo curioso es que cuando los videojuegos incluyen estas pequeñas cosas suelen no tener ningún objetivo mecánico. Es una acción que, en contra de lo que suele suceder con los distintos sistemas mecánicos que conforman cada título, hacemos porque sí y ya está, sin obtener - ¡ni esperar! - ninguna recompensa.
Después de acariciar a mi enésimo shiba en Ghostwire Tokyo no pude evitar pensar: ¿por qué? ¿Por qué este gesto vacío dentro de un universo digital me genera tanta satisfacción? Sé que al perro no le gusto más por acariciarle: está programado para darme una respuesta positiva a un gesto inane. Pero, por otro lado, no quiero dejar de hacerlo.
La respuesta a esto, creo, gira alrededor del concepto de inmersión. Quizás uno de los mayores caballos de batalla de los videojuegos: un término sin una definición académica canónica, pero sí está constantemente presente en las mentes de tanto las personas que hacen videojuegos como las que consumen. Llamamos inmersión a la capacidad de un juego de hacernos sentir parte de este, de no notar la inevitable fricción entre el mando - o el ratón y el teclado - en nuestras manos y la pantalla ante nuestros ojos. Las pequeñas concesiones que hacen que su universo se sienta más real, que lo percibamos como si fuese cierto, a pesar de que entendemos perfectamente que es artificial y creado con intenciones concretas. Normalmente, identificamos decir que un juego es “inmersivo” con decir que es “bueno”.
Tiene sentido, claro, si tenemos en cuenta que cuando jugamos queremos evadirnos o empaparnos de lo que estamos haciendo, no sentir que el juego es algo banal sino que es cierto, que tiene significado. De la necesidad de identificar el tiempo de juego con la productividad podríamos hablar en otra ocasión; pero lo que está claro es que cualquier tipo de disfrute del videojuego viene aparejado de la consciencia de que lo que estamos jugando no es tangible ni natural, que está hecho por personas. Los creadores batallan muy constantemente con esto: a pesar de que los videojuegos son obras cerradas, con posibilidades y escenarios limitados que solo podemos visitar y acciones que solo podemos realizar en cuanto a que los responsables de crearlo hayan pensado en ello y decidido integrarlo en la experiencia, distintos videojuegos han encontrado distintas maneras de luchar, a través del diseño, contra la sensación de que cuando jugamos nos movemos en caminos preestablecidos. El diseño procedimental y los distintos tipos de aleatoriedad son, por poner un ejemplo, algunos elementos que se utilizan para conferir más profundidad pero también más inmersión a los videojuegos: dan la sensación de que los juegos son vastos y variables, que no pueden abarcarse por completo. Si las posibilidades son infinitas, entonces habrá por necesidad alguna alineación de variables que nadie haya presenciado nunca jamás, una que sea sólo nuestra.
El truco, quizás, está en ofrecer tantas posibilidades al jugador que éste rara vez pueda encontrarse con algo que no sea posible hacer. Los juegos grandes y complejos, los juegos extensos nos dan más sensación de inmersión que los juegos pequeños porque, a cuantas más variables existan, más real será la ilusión de que estamos tomando decisiones que son totalmente nuestras, que tenemos cierto libre albedrío. Y, al mismo tiempo, como consumidores del medio, somos plenamente conscientes de que los desarrolladores no pueden llegar a todo. Las personas son - al menos eso sí lo sabemos seguro - impredecibles, y contemplar todas las posibilidades que un jugador puede llegar a querer realizar dentro de un juego es una tarea prácticamente imposible.
Distintos videojuegos han encontrado soluciones diferentes a esto. Una de las mayores brillanteces del relativamente reciente The Legend of Zelda: Breath of the Wild es la manera en la cual consigue generar inmersión de manera muy particular. En lugar de tratar de vaticinar e introducir en el juego todas las posibles soluciones o perspectivas desde las cuales se puede abordar una situación o un puzle, establece un sistema lógico muy férreo y muy explícito dentro de su universo, y permite que los jugadores experimenten con ello en sus términos. Una serie de cadenas de acciones y reacciones que enseguida reconoceremos como propias, porque identificamos con las normas por las que se rige el mundo real; unas normas que querremos (y normalmente, conseguiremos) romper sólo porque hacerlo está a nuestro alcance. Si congelamos el agua, se crea un bloque de hielo en el que podemos subirnos; si algo se acerca al fuego, se quemará (o, en el caso de los comestibles, se cocinarán). Los objetos tienen peso y características, varias entidades propias, y la manera en la que interactuamos con ellos a través de las habilidades de nuestro personaje crearán efectos que nos permitirán, en muchas ocasiones, encontrar soluciones alternativas a las situaciones que el juego nos plantea.
Pero no todos los juegos pueden ser Breath of the Wild. Y no es únicamente un tema de escala. Es que no todos los juegos tienen - o necesitan tener - esa misma magnitud, esa estructura de mundo abierto en el cual podemos hacer lo que queramos. Algunos videojuegos quieren ser lineales, algunos tienen mapas más pequeños o menos mecánicas; en muchos, de hecho, la limitación mecánica puede ser un elemento narrativo. Pero incluso el más sencillo de los juegos quiere que estemos inmersos en él, que nos sintamos parte de lo que está sucediendo.
La inmersión se rompe cuando, dentro de un juego, nos encontramos con algo que querríamos hacer, pero no podemos. Esto es especialmente crítico en los juegos que aspiran a ser realistas o que se ambientan en el mundo “real”, un universo hacia el cual tenemos, inevitablemente, muchos gestos y costumbres aprendidas. Volviendo a Ghostwire: Tokyo, hay una mecánica concreta del juego que nos permite pedir deseos en santuarios. Los deseos suelen tener que ver con obtener más objetos de mejora, encontrar más coleccionables o ganar más puntos de experiencia. Pero, aleatoriamente, el juego nos permitirá desear la paz mundial, o desear tener tres deseos más. Seleccionar estas opciones no nos da ningún tipo de beneficio in-game porque su función es otra totalmente diferente. Si a un grupo de personas se les plantea la opción de pedir un deseo, es más que probable que al menos alguna de ellas recurra a la evidente idea del fin de la guerra, el hambre o la pobreza, y que alguna otra quiera romper las normas y pedir tener algún que otro deseo más. Poder hacer algo similar dentro de un videojuego no tiene un efecto práctico, pero sí tiene uno emocional: el de hacer sentir el juego como algo un poco más similar al mundo que habitamos, uno en el que podemos ser más nosotros. Como decía, en determinadas ocasiones, sumergirnos en un juego no requiere que se nos ofrezcan posibilidades infinitas de acción y movimiento: en muchos casos, todo lo que necesitamos es no romper activamente la ilusión.
¿Por qué podemos acariciar a los perros en la mayoría de videojuegos recientes? Más allá del meme o la repercusión en redes sociales, el motivo fundamental podría ser precisamente este: que, cuando las personas vemos a un perro, en la inmensa mayoría de ocasiones, querremos acariciarlo. No poder hacerlo reafirmaría un tanto la fricción entre el mundo del videojuego y el mundo real, nos recordaría que nos estamos moviendo en un espacio con posibilidades preestablecidas que no podemos romper. Hacerlo nos da un poco de agencia extra, nos deja expresar nuestras emociones y preferencias. Nos ancla a ese universo ficticio dándonos la ilusión de navegarlo como si fuese el nuestro propio.
Ni siquiera tiene por qué tener que ver con los animalitos. Hay un montón de pequeños gestos sin significado aparente que podemos ejecutar en los videojuegos; muchas veces, los introduciremos dentro de nuestra rutina, incluso a sabiendas de que no tienen ningún beneficio particular asociado. En las primeras versiones de Gone Home, un simulador inmersivo en el que descubrimos la historia familiar de la protagonista mientras exploramos su casa de infancia, nos movíamos por el edificio cogiendo objetos y después de examinarlos simplemente los soltábamos, en el suelo, sobre la mesa o donde las propias físicas los dejaban caer. En la versión final del juego, en lugar de eso, podemos colocarlos de vuelta en su sitio. La mecánica se introdujo después de que los primeros testers del título le dijeran a los desarrolladores que sentía antinatural tirar las cosas al suelo en nuestra propia casa. Incluso en títulos con una relación más leve con el espacio, como los juegos de disparos o aventura, cerraremos cajones y puertas constantemente. La versión remasterizada de Day of the Tentacle nos da un pequeño logro si cerramos las puertas después de salir de la habitación: no sirve para nada, pero “no nos hemos criado en una pocilga”.
Uno de mis ejemplos favoritos de esto es la cafetería de la saga Animal Crossing. La franquicia es, quizás, una de la saga de los videojuegos que se entrega con más dedicación a este tipo de pequeños gestos. Casi nada dentro de su mundo tiene una funcionalidad específica, así que es fácil encontrar cabida para un montón de detalles que nos anclan a la experiencia. De todas las opciones a las que podemos acceder en nuestra aldea, la pequeña cafetería que hay dentro del museo en Animal Crossing: New Leaf puede ser una de las más, en principio, triviales: podemos ir allí, en cualquier momento, y tomarnos un café. Bien prefiramos hacerlo en la barra, o para llevar - y bebérnoslo por el camino - el acto de tomar café, en sí mismo, no tiene ningún significado.
Sin embargo, la mecánica tuvo tanto éxito que los jugadores pidieron con fervor su añadido a Animal Crossing: New Horizons, donde no estaba disponible en la versión básica del juego. En este último, podemos invitar a nuestros amigos a la cafetería, a tomar café con nosotros. Si lo hacemos, después de terminarnos nuestra taza, Fígaro - el barista - nos ofrecerá la opción de pagar por separado, o bien asumir, también, la cuenta del otro jugador. La cantidad de dinero in-game que cuesta este acto, unas simples doscientas bayas, es prácticamente risible, pero siempre elijo asumir la cuenta igualmente. Esta pequeña experiencia me hace sentir más cerca del juego, porque puedo hacer exactamente lo mismo que en la vida real: invitar a un café a un amigo que ha venido a verme desde muy lejos.
Una vez reparamos en estos pequeños detalles, no podemos dejar de verlos. Sea saludar a los Waddle-Dee de la aldea en Kirby y la Tierra Olvidada, abrazar a los personajes de Spiritfarer o fumarnos un cigarrillo en un momento de tensión en Vanquish, las acciones vacías de los juegos pueden tener muchísimo más significado que las que nos reportan beneficios explícitos. Nos permiten vivir dentro de nuestros títulos favoritos, sentirnos un más parte de ellos: expresarnos tal y como lo haríamos en nuestro mundo, hacer un poco más leve la barrera entre lo tangible y lo virtual.