Análisis de Ratchet & Clank
Querer es poder.
Ratchet quiere ser un Ranger Galáctico. A su alrededor todo el mundo le dice que es una locura, porque no es lo suficientemente fuerte, ni lo suficientemente ágil, ni lo suficientemente famoso, pero todo eso le da igual: simplemente, tiene demasiadas ganas de serlo. Evidentemente no tarda demasiado tiempo en conseguirlo, y aunque sea una moraleja que hemos visto cientos de veces creo que sigue siendo absolutamente necesaria. En el espectro contrario (o al menos eliminando los superhéroes y los peluches antropomorfos), recientemente debatía con un amigo acerca de si Whiplash era la mejor película de los últimos años o simple basura filofascista. Entiendo su posición, porque los métodos de Fletcher (para quien no la haya visto, una suerte de sargento de hierro del metrónomo) distan mucho de ser admisibles, pero visto que el mensaje no cala, quizá sea necesario que alguien nos lo recuerde por las malas: ahí fuera nadie va a regalarnos nada, y hay demasiada gente que dice tener un sueño y se conforma con encogerse de hombros y ver partidos del Barça. La letra con sangre entra, y por eso este tipo de historias de superación siguen siendo importantes: porque de una u otra manera todos queremos ser un Ranger Galáctico, y a veces eso implica tomar riesgos.
Ratchet también tiene un amigo, algo así como un mentor con los pies fuertemente atornillados al suelo que no pierde la ocasión de recordarle que le quedan un montón de condensadores de fluzo por revisar y que ya es hora de dejarse de chifladuras. En el caso de Insomniac, es un papel que ha encarnado gustosamente una industria del videojuego absolutamente convencida de que ya no tenemos edad para el humor, los colorines y las aventuras de tono ligero. Y sobre todo, de que el videojuego debe avergonzarse de su propia condición, y limitarse a mirar con los ojos como platos a un cine que es todo lo que nosotros no podemos llegar a ser. Por eso la solución razonable, dicen, es imitarlo, y por eso es una pequeña victoria ese "the game based on a movie based on a game" que este Ratchet ha tomado como mantra. Porque puestos a imitar al cine, Insomniac no se esconde: su sueño es ser Pixar, pero es un camino que se niegan a andar olvidando de donde han venido.
Por eso, de entre todos los ingenios y chaladuras que uno puede esperar en un juego del estudio, es bonito encontrarse con cosas como las botas magnéticas: un trasto en esencia inútil que solo adquiere sentido porque alguien ha ocupado su tiempo en sembrar los niveles de mastodónticas rampas de metal que se retuercen por techos y paredes, y que no obedecen a ningún razonamiento lógico más allá de resultar divertidos. Si es la manera en que los esbirros llegan cada mañana a fichar, las minas y las secuencias de rayos estrictamente cronometradas serían difíciles de justificar. Es la misma lógica que dictamina que llegar al taller implique balancearse en varias lianas de energía, o que la base del malo esté rodeada de un laberinto de raíles propio del Dragon Khan. Los niveles son solo eso, niveles, y supongo que podría decirse que es su manera de romper la cuarta pared si el juego no estuviera repleto de ejemplos mucho más explícitos: "nos vemos en el siguiente reboot", se despide uno de los personajes. Ratchet and Clank no solo es un videojuego: está tremendamente orgulloso de serlo.
En cuanto al armamento, es fácil imaginar que este desenfado y esta licencia para divertirse vuelven a redundar en un festival a la altura de la fama del estudio. Y hablo de diversión porque, pese a tener ese efecto inmediato sobre el jugador, el juego despide ese inconfundible aroma de que detrás de todo hay alguien que se lo está pasando realmente bien. Es un todo vale en el que caben nuevas ocurrencias e ideas que ya en su día eran geniales (particularmente yo doy gracias por el Marchitrón todas las mañanas), pero que sobre todo saben encontrar cada una un valor estratégico más allá de la gracieta y el simple desfase. Así, el principal activo del Señor Zurkon es sin duda su campechana psicopatía y sus comentarios sobre saber morirse correctamente, pero hay que ver lo bien que viene esa potencia de fuego extra cuando las cosas se ponen feas. Y sucede que, en un juego edificado sobre el humor y la payasada, muy frecuentemente acabas aproximándote a los combates con la mentalidad con la que jugarías a un Dragon Age: examinando la situación, pausando en el menú de armas, y decidiendo organizar un guateque que inhabilite temporalmente a los enemigos para continuar con unos cuantos misiles guiados y un cañón de protones que aporte daño de área. El carisma de cada invento sería suficiente para animarnos a probarlo todo, pero por norma general hacerlo incrementa dramáticamente nuestras opciones de supervivencia: no está mal para estar hablando de rayos que transforman a la gente en ovejas.
Mas allá del combate directo la comparación con el RPG sigue teniendo su miga, porque el juego sabe tomar del género justo lo necesario para hacer la progresión un puntito más interesante. Es una segunda capa de complejidad que se fundamenta en un sistema de celdas independiente para cada arma, y que da sentido a un juego que quiere permitirnos jugarlo de dos maneras: yendo directamente al turrón, como en los viejos tiempos, o volviendo constantemente sobre nuestros pasos para buscar el secreto, el objetivo secundario o la simple recolección de más recursos con los que mejorar nuestras herramientas de destrucción. Aquí vuelven a entrar en escena los guitones dorados, piezas escondidas en lugares especialmente puñeteros que permiten acceder a extras tan jugosos y gloriosamente old school como filtros de imagen, máscaras e incluso un menú de trucos digno de disfrutarse sentado en el suelo con un bocadillo de Nocilla. Es un incentivo más que suficiente, y por eso hay un añadido que sabe amargo y que esta vez sí suena a pequeña capitulación: lo habéis adivinado, las malditas cartas coleccionables. Un pegote de manual que, como viene siendo habitual, no aporta absolutamente nada y que nos obliga a pasar por el aro si es que queremos sacarle todo el juego al inevitable modo desafío: de nuevo, un New Game + de toda la vida en el que la dificultad escala unos cuantos enteros y un nuevo multiplicador de guitones que se reinicia con cada impacto permite hacer frente a los desorbitados precios del arsenal de primera clase.
Y qué mejor excusa que la recolección de calderilla para detenerse en los gráficos, y en un festival de partículas de esos que te hacen mirar con orgullo al aparato que tienes enchufado bajo la tele. Aquí resulta difícil no acordarse de Knack, y por eso no puede reprimir una sonrisilla al ver el nombre de Mark Cerny asomarse en los créditos finales: en mi cabeza, su única función era repetir "¡no son suficientes!" antes de cada reunión. Mas allá de este pequeño fetiche personal, y del gustito que da recorrer una sala alfombrada de cositas que brillan después de cada escabechina, el juego se muestra solidísimo tanto a nivel visual como de framerate, lo que no deja de tener su misterio dado todo lo que sucede en pantalla. Aun así, el mayor espectáculo no está en los shaders, sino en una sensación de vida que se basa en una premisa evidente: que el nivel de exigencia en la animación está en el cine, ni un solo peldaño por debajo. No creo que sea posible hacerle justicia con palabras, pero es ese tipo de animación en la que todo está acentuado, los enemigos se estiran y se contraen varias veces al recibir un disparo, y el malo da cinco vueltas sobre su pie izquierdo antes de abandonar una habitación; el tipo de animación en el que la propia comedia radica en el movimiento. No es algo tan sencillo de ver.
Llamadme cursi, pero puestos a hablar de historias de superación, hay una pequeña frase como de galleta de la fortuna que siempre me ha parecido realmente bonita: "no sabían que era imposible, y lo hicieron". Supongo que en cierto modo es lo que les ha sucedido a esos trescientos (centenar arriba, centenar abajo) Insomniacs que aparecen juntos, sin distinciones, al comenzar a rodar los títulos de crédito. Que no han querido darse por enterados, y han facturado un juego de otra época, sin hacer caso a los dictados de una industria que es un poquito como el capitán Qwark. Una industria que alardea de musculatura, que considera que los verdaderos héroes lo son porque atraviesan aros de fuego, y que gusta de exagerar sus propias hazañas aunque en el fondo tenga una alergia terrible al peligro. Y sobre todo, una industria que, tras mirarte de arriba abajo, responde que no basta con tener corazón. A la vista del juego, es evidente que es una industria que se equivoca.