Análisis de ReCore
Vicios y virtudes.
Puede que sea algo sobre lo que reflexionar en otro momento, pero creo que la importancia del disparo como pieza básica del videojuego es algo en lo que todos podemos estar de acuerdo. Junto con otras acciones como el salto o el desplazamiento de izquierda a derecha, el disparo vendría a cumplir un papel similar al de las vocales en la gramática tradicional del medio: pequeños ladrillos de construcción que conectan mecánicas, aglutinan conceptos e incluso tienen la capacidad de tomar sentido por separado, y prueba de ello es la mareante cantidad de juegos que se han construido exclusivamente con permutaciones de estos tres elementos. Cada uno de ellos ha dado pie a géneros enteros, y con el paso a las tres dimensiones el hecho de disparar a terminado de cristalizarse en una mecánica extremadamente concreta sobre la que parece haber algo parecido a un consenso. Da igual cuantos millones de dólares haya costado el motor, cuantos edificios se caigan o cuantas cinemáticas se encarguen de adornar la función: al final, todos esos juegos se reducen a hacer coincidir una retícula con la cabeza de una persona.
Recore no nos pide eso. Podemos hacerlo, porque hay algo parecido a un apuntado libre y porque basta un simple vistazo a un pequeño fragmento de gameplay para reconocer aquí al enésimo trasunto de shooter en tercera persona y aventura de exploración que intenta llamar a la misma puerta que todos los Uncharteds y los Tomb Raiders que en el mundo han sido. Sin embargo, no es en absoluto necesario: un simple toque al gatillo izquierdo, el que irónicamente el canon reserva para iniciar la acción de apuntar, y la mirilla se fija sola, persiguiendo al enemigo por tierra mar y aire como un implacable perro de presa. Podría interpretarse como una concesión, como la madre de todas ellas, y así sería si Recore intentara ser solo un shooter. El asunto, y aquí está la madre del cordero, es que Recore intenta ser muchísimas más cosas, e intenta serlas todas a la vez.
Por eso el apuntado es irrelevante. Porque puestos a tomar referencias (y en ese sentido Recore es una orgía romana), el juego prefiere fijar sus blancos en una interpretación más antigua, y quizá menos vigente, del verbo disparar. Y lo hace porque en el fondo también quiere ser un Diablo, y su disparo es un mero click, un interfaz directo con el que articular lo que realmente importa, que es la gestión de barritas y la negociación del espacio. Como digo, el disparo en Recore es el original, el disparo del shoot 'em up: una salva directa, imperturbable, que siempre va hacia delante. Porque, desde luego, Recore también quiere ser Ikaruga.
Y no me refiero solo al asunto de los colorines, que como sabrá cualquiera que haya seguido mínimamente el juego, responde a un principio extremadamente sencillo: la cruceta permite alterar el color de los disparos, y si este coincide con el de los enemigos, premio. Es la referencia más evidente, pero ni con mucho la verdaderamente determinante: como sucediera con el reciente Enter the Gungeon, el verdadero tributo hay que buscarlo en las cortinas de balas, en los proyectiles que avanzan lo suficientemente lento como para ser esquivados, y en esos aros de fuego concéntrico que bien podrían provenir de un destructor estelar. Así, los tiroteos pronto se convierten en una coreografía en la que disparar es lo de menos y esquivar es lo de más, en la que saltamos y nos deslizamos en el aire y solo levantamos el dedo del gatillo cuando toca enfriar ese cargador. Y todo funcionaría estupendamente (en ocasiones lo hace) de no ser por unos cuantos errores que en absoluto cometían sus referentes.
Porque Ikaruga no se basaba en la fijación de objetivos (Recore sí, porque también quiere ser un Zelda, aunque de eso hablaremos más adelante), pero de haberlo hecho dudo que permitiera un caos semejante. Un caos basado en la extremada promiscuidad de una mirilla que tiende a abandonar el objetivo por cualquier cosa que cruce nuestra línea de visión, aunque el primero fuera un enemigo final de nivel veinticinco a punto de palmarla y la segunda una mosca robótica que pasaba por allí. Un error tolerable en campo abierto y una de las principales causas de mortalidad en los enfrentamientos multitudinarios en recintos cerrados, aunque nunca al nivel de otra decisión merecedora de excomunión en el catecismo de los juegos de acción: la cansina insistencia en los ataques que limitan la respuesta del jugador. Un recurso tan antiguo como el videojuego que se empecina en no darse por enterado de que los mocos, las redes, las electrocuciones y los charcos de pegamento que secuestran tu capacidad de actuar a cambio de unas cuantas pulsaciones frenéticas al botón A simplemente no son divertidos. En Recore cada maestrillo tiene su librillo, y salvando a los enemigos de fuego el surtido de perrerías en este sentido llega a desesperar. No se trata de dificultad, sino de que a cada acción debería corresponderle una reacción. Romper ese pacto nunca es una buena idea.
Sin embargo, nada de esto adquiriría tintes realmente dramáticos de no ser por un tercer elemento, un golpe de gracia que viene a coronar un combo demoledor en términos de frustración: la dupla muertes injustas - tiempos de carga delirantes. Quien me conoce sabe que no suelo dar demasiado peso a este tipo de desmanes técnicos porque de algún modo entiendo que se trata de piedras en el camino que trascienden al propio diseño, pero en esta ocasión tengo que ser categórico: ignoro si se trata de algo solucionable mediante un parche, pero en tal caso estaríamos hablando de un juego diferente. Un juego en el que temeríamos menos a la muerte, y no precisamente por un asunto de ambientación. Y como no se me ocurre una manera mejor de ilustrar el asunto, paso a enumerar una serie de ejemplos reales sobre actividades que dichas pausas me han permitido realizar holgadamente:
- ir al servicio
- bajar a por tabaco
- pedir comida china
- responder un par de tweets
- leer la carta de despedida de Carlos Boyero en El País
- ir al servicio de otra manera
Así las cosas, podría entender que al lector le temblaran las piernas ante la perspectiva de un desastre de proporciones cósmicas. Sin embargo, y pese a lo cansino que puede hacerse el proceso en demasiadas ocasiones, el combate sigue resultando satisfactorio. Creo que es testimonio de la fortaleza de sus mecánicas básicas, y de las posibilidades que da la irrupción de un gancho que esta vez sirve para algo más que para hacer el cabra por las azoteas. Ahí, en ese minijuego de pesca que nos permite dar boleto a los malos antes de tiempo y hacernos con su energía por el camino radica gran parte de la profundidad del sistema, y no faltan las buenas ideas. Por ejemplo, la extracción inmediata, un sistema que nos permite eliminar de un solo tirón a los rivales despistados y que recompensa la peripecia con un pequeño subidón de salud y una detonación que afecta a los enemigos cercanos; de una u otra manera, jugarse una captura en el fragor de la batalla implica un atajo y también pingües beneficios, pero nos deja absolutamente vendidos. Ahí hay elegancia, por fin, y tres cuartas partes de lo mismo puede decirse de la implementación de nuestros compañeros robóticos. Sobre su número exacto (la cosa tiene truco) prefiero no adelantar nada, pero en combate solo llevaremos a dos, lo justo y necesario para poder alternarse con un toque de botón que hace las veces de palmada en la esquina del ring y que, además, sirve de movimiento especial gratuito cuando sus medidores estén agotados. Así sí.
Y ya que hablamos de los robots, qué mejor momento para dejarnos de tiroteos y atacar la segunda gran pata del banco, un componente de exploración y mazmorreo que sí, le debe la vida a Zelda. Indicios hay a montones, como las pequeñas cinemáticas de introducción de los bosses o esa traducción directa del Z targeting que mencionábamos antes, pero si hay una auténtica clave sin duda vuelve a recaer sobre nuestra troupe de tostadoras andantes. Fuera del combate su razón de ser es sustituir a los ítems, es ser la bomba y el boomerang, es reventar montículos agrietados y escalar por rieles y ser absolutamente adorables por el camino. Porque en cuanto a diseño, pongamos las cartas sobre la mesa, nuestra protagonista es un poco chufa, pero a quién le importa cuando la compañía es así de inmejorable. Si hay un alma en Recore reside en el corazón de cada uno de nuestros acompañantes, en sus ruiditos y sus nerviosas animaciones, y en la manera en la que articulan el que es sin ninguna duda el punto más celebrable del juego: un mundo que puede sacar pecho de esconder cientos de secretos. Un mundo en el que dar media vuelta e intentar encaramarse a lo alto del hangar del que hemos salido es casi una obligación, porque probablemente desde allí Seth pueda alcanzar una nueva vía, y tras ella haya una plataforma, y al otro lado un pequeño tesoro o una gran mazmorra opcional. Hay un montón, y todas esconden cofres y llaves, y si lo descubres todo en un tiempo record puede que incluso te lleves el premio gordo. Y todo esto está fetén, salvo por un pequeño detalle: el que te obliguen a disfrutarlo a punta de pistola.
Porque Recore tiene un problema, uno más grande que todos los que hemos mencionado hasta el momento. Que es, o debería ser, un juego corto, y quiere ser uno muy largo. Y la solución salomónica, como tantas otras veces, pasa por reproducir uno a uno los vicios del sandbox más perezoso, y concretamente su verdadero pecado capital: la recolección, ahora obligatoria, de decenas de coleccionables irrelevantes. Es ese tipo de juego en el que franquear una puerta implica recoger siete núcleos prismáticos, hacerte con un par de ellos implica acceder a una mazmorra, abrir su puerta implica encontrar cuatro androides de energía, y superar la prueba implica encontrar ocho interruptores de colores. Es cansino, es fatigoso, y en demasiadas ocasiones supone peinar el desierto desesperado porque ya no sabes dónde buscar. Es un problema tan grave, de hecho, que afecta de manera dramática a su propio argumento: puede que no estemos hablando de Dune, pero es una pequeña historia sobre humanos y máquinas que lucha por salir, y que se pega de bruces contra un señor que insiste en meterte el dedo en el ojo cada vez que pasas de página. No voy a entrar en detalles, pero la manera en la que el juego destruye una de sus secuencias más relevantes planteando exigencias absurdas una detrás de otra es realmente digna de estudio.
Y qué queréis que os diga, a mi me da mucha pena. Porque de alguna manera he conectado con ese mundo, y todo el tiempo he sentido que me obligaban a apartarme de él. A hacer cosas que no quería, y a trazar reglas rígidas sobre algo que podría haber sido libre y precioso. A ver una hoja de cálculo, y una lista de la compra, cuando yo lo que veía era un corazón. Un núcleo pequeño pero redondo, como el de los robots, aunque rodeado de la misma cantidad de añadidos artificiales.