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Reseña: Journey

¿Por qué viajar?

Journey, cuarto trabajo de thatgamecompany - principalmente conocidos por el radiante Flower - y uno los juegos que deseaba con más intensidad de cuantos verán la luz próximamente. Las expectativas estaban altísimas, los integrantes del estudio californiano se propusieron desencajar mandíbulas y demonios si lo han conseguido. No creo que necesite de más presentación, pues la polvareda que ha levantado este pequeñín tras su lanzamiento ha sido tan notoria como justificada. La experiencia que ofrece Journey es tan placentera como compleja resulta de retratar con palabras, dada su escasa literalidad. Lo intentaré al menos, una vez que he dejado pasar unas cuantas jornadas de reflexión.

A los pocos días de haberlo terminado por primera vez no sabía exactamente a qué había estado jugando. Tan solo se me venían a la mente, incansables, toda suerte de escenas y secuencias inspiradoras, rabiosamente bonitas. ¿Cómo podía algo tan sencillo y pequeño, algo tan breve y liviano, mover tantas cosas dentro de mí? No se trata, creo, sólo del contraste entre esa tendencia al ruido, al histrionismo, al exceso de información superflua a velocidad de náusea de otros videojuegos, y este bellísimo viaje iniciático. No es eso. Journey realmente ha sabido conmover, ha sido capaz de manipular y disponer con precisión una serie de piezas que se clavan directamente ahí donde nacen nuestras emociones más básicas e instintivas, y al mismo tiempo las más indefinibles.

Jenova Chen.

Decía Jenova Chen, máximo responsable del estudio, en una entrevista que leí hará unos cuantos meses que su objetivo como desarrollador era crear experiencias con las que respetar, inspirar y estimular al jugador. Desde luego, después de haber jugado sus anteriores títulos y especialmente después de haber gozado de Journey no podría expresar en unos términos más exactos la intencionalidad que subyace al último título de estos señores, a su motivo, su razón de ser.

Describiendo brevemente lo que supone Journey en términos concretos y opacos, encontramos una aventura de exploración con una mecánica muy sencillita basada en saltar, planear, deslizarnos por la arena y activar mecanismos. Nuestro objetivo y principal referente reside una montaña enorme que se erige en el horizonte, coronada por un haz de luz que se eleva hasta el cielo y más allá. Esa misteriosa y prometedora cima es la meta de nuestro viaje (que no el objetivo), y la manera de llegar hasta ella discurre por una serie de fases constituidas por entornos bastante abiertos, con sus secretillos prestos y dispuestos a ser explorados por el jugador. Decía, por tanto, que el objetivo, como en cualquier buen viaje que se precie de serlo, no es la meta, sino la experiencia que adquirimos en los devenires, lo que filtramos, el poso que deja en nosotros todo cuanto nos rodea, todo aquello con lo que interactuamos. Solo así podrá disfrutarse del viaje. Y de Journey.

Journey podría tan sólo sustentarse en su poesía visual, regodearse en su esteticismo sublime y cálido y simplemente fluir a través de él, arrastrando consigo al jugador a través de sus dunas, de esa arena viva y resplandeciente. Pero no. Journey además se toma la molestia de dejar, repartidas como pinceladas dispersas en un lienzo, una serie de ideas que apelan a rasgos muy básicos de la imaginería humana; la idea de dios y de lo sacro, la necesidad del culto, la muerte, o el viaje como aprendizaje. Ni tan cerradas como para marcar necesariamente una línea argumental, pero no tan abiertas como pueda parecer en un principio si se es un jugador inteligente y observador. Simplemente las mentes creativas de thatgamecompany han considerado que el jugador es lo suficientemente responsable de sí mismo como para extraer su propia conclusión, reflexión, moralina o lo que cada cual alcance a discernir o estime oportuno hacerlo. Y yo no podría estar más de acuerdo, resulta extremadamente refrescante, casi balsámico, que la libertad creativa de estos señores (señores con mayúscula, de los de levita y sombrero de copa) se extrapole a la libertad perceptiva (y receptiva) del público. Algunos estamos un poco cansados de que se emplee tanto ruido en decir tan poco.

A nivel artístico (si bien el juego se mueve casi exclusivamente en el susodicho) muy poco hay que añadir a lo evidente. Journey es uno de los videojuegos más bellos que se han creado jamás, una de las experiencias más visualmente enriquecedoras que podréis degustar en sistema alguno. Cada captura de cada centímetro de cada paisaje de Journey es digna de ponerse en un marco y colgarse en el salón, no digamos ya el poderío que desprende en movimiento, con el inspiradísimo acompañamiento musical de Austin Wintory, del que, por cierto, no puedo desprenderme. Hay más arte y buen hacer únicamente en la arena del desierto, en su comportamiento, que en tantos otros títulos enteros que resulta casi obsceno comparar, aunque también es cierto que la intencionalidad entre uno y otros difiere bastante. La progresión visual que adopta nuestro viaje no dejará de sorprender ni un poquito, os lo prometo. Los entornos varían y sorprenden, no es arena todo lo que reluce, y desde luego, algunos son tan espectacularmente hermosos que os dolerán los ojos de mirarlos cara a cara.

Comprad Journey, sin más. Olvidaos de aspectos tan banales como la duración o la rejugabilidad, aplicables al grueso de exponentes videojueguísticos pero carentes de sentido aquí.

Sería un tanto perogrullesco recurrir al tan trillado debate acerca de "videojuegos: arte sí o no", pero qué demonios, lo voy a hacer. Y lo voy a hacer porque creo, es posible, que hayamos estado visualizando las cosas desde un prisma incorrecto a propósito de la no conveniencia de incluir al videojuego en tal categoría. Creo que no se trata tanto de sobrevalorar al videojuego, como de sobrevalorar el propio concepto de arte. Supongo que a muchos esa palabra sonará elevada, profunda, evocadora de querubines y arpas y violines y barroquismo y grandilocuencia. Y no es así, necesariamente. El arte, si nos remontamos al simple y mero origen del término, hace referencia a toda aquella obra no necesariamente instrumental que con recursos plásticos, sonoros o lingüísticos tiene como finalidad expresar o inspirar. Lógicamente, por último, se acepta que la naturaleza de su urdimbre debe ser más o menos refinada. Es curioso, pero Journey cumple con presteza todos esos requisitos, la misma presteza con la que hoy en día se catalogan como artísticas auténticas tomaduras de pelo. Y puesto que la clave en tan difuso término está en la subjetividad, dejemos que sea ella la que filtre qué es arte o qué no lo es. Al fin y al cabo no deja de ser pura terminología.

Comprad Journey, sin más. Olvidaos de aspectos tan banales como la duración o la rejugabilidad, aplicables al grueso de exponentes videojueguísticos pero carentes de sentido aquí. Journey no es una experiencia que merezca ser valorada con un cronómetro en la mano. Cuando un grupo de personas ha puesto un mimo y un cuidado tan enfermizo en algo tan excelso, tan grande en términos cualitativos, no seamos tan imbéciles de aplicar el baremo cuantitativo "del burro grande ande o no ande" que solemos manejar en este medio. Journey os podrá durar dos, tres horas, pero menudas dos o tres horas.

Suena a tópico, pero en este caso es demoledoramente cierto. Si buscáis ese algo más en los videojuegos, tenéis que jugar a Journey. Lo necesitáis.

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