Avance de Resident Evil 7
Talk dirty to me.
En lo más profundo de la mansión Baker, más allá de la sala de lavadoras y a mano derecha del crematorio, hay un cuarto con una bañera. Es una bañera sencilla, de loza blanca, de esas que se utilizan para desconectar de un día jodido en la oficina o para cocinar metanfetamina según las decisiones que uno haya tomado en la vida. Las de la familia, parece, no han sido muy acertadas: las fotos que encontramos repartidas por las estancias nos hablan de un pasado mejor, pero nadie en su sano juicio tiene una bañera así. Una sustancia mugrienta, a medio camino entre el barro y el alquitrán, rezuma por sus extremos, y al retirar el tapón y bajar el nivel del agua nuestro propio protagonista parece tener problemas para contener el vómito. "No quiero saber lo que había ahí", dice, y desde luego nosotros tampoco. Pero en esta vida no siempre sale todo como uno quiere, y por eso, al avanzar, vemos que las paredes, los suelos y el maldito techo empiezan a poblarse progresivamente de esa sustancia. A ambos lados de la pantalla contenemos la respiración, y entonces sucede: tras dar la vuelta a una esquina, escuchamos un ruido extraño, un gorgoteo gutural que anuncia que uno de esos depósitos de porquería se ha convertido en crisálida. El proceso de incubación dura poco, y lo que se alza ante nosotros unos segundos después marca el tono del juego como pocas cosas que servidor haya tenido el dudoso honor de presenciar. Efectivamente, en Resident Evil VII hay enemigos hechos de mierda.
Tras un impacto semejante, os podréis figurar que cuesta recomponerse. Toca hacerlo, porque esa mole de porquería y maldad se aproxima a nosotros con el particular paso lento de antaño, y uno ya es perro viejo para saber que confiarse es la mejor manera de acabar dando con tus huesos en el menú de cargar partida. Sopesamos si echar mano del arma, pero nos quedan apenas tres balas y la pistola si se saca es para disparar. Además, a juzgar por la cantidad bruta de mugre repartida hasta donde alcanza la vista todo parece indicar que nuestro oponente tiene cursado el carnet de familia numerosa. Unos cuantos navajazos bien dirigidos acaban haciendo el apaño, aunque el precio de semejante maniobra de economía doméstica han sido un par de cicatrices que quizá la distancia hubiera evitado. No hay problema: como digo, más sabe el diablo por viejo que por diablo, y nunca salgo de casa sin unas cuantas hierbas medicinales y unos productos químicos de dudosa procedencia. La mezcla funciona, y el indicador de pulso que llevamos en el reloj de pulsera vuelve a tomar buen color. Es hora de continuar el camino, porque todas esas puertas con formas de animales no van a desbloquearse solas. Pero algo se acerca...
Salvando la perspectiva, los gráficos de última generación y la desagradable procedencia de nuestros principales antagonistas, creo que no me equivoco al decir que no hay nada en esa escena que no pudiera ubicarse con la misma facilidad en un Resident Evil de hace veinte años. En el primero, por ejemplo, ese que también nos situaba en una mansión con vocación de laberinto egipcio y mostraba el mismo gusto por las llaves numeradas, las escopetas que había que conseguir de determinada manera y las esquinas que carga el diablo. Como digo, todos esos grandes pilares mecánicos están de vuelta, y tras jugar cerca de tres horas la sensación es que lo que se queda en el tintero lo hace porque lastraba. Porque Resident Evil siempre ha sido sinónimo de zombis, y en ese sentido aun no podemos confirmar nada, pero su ausencia en este fragmento del juego confirma que hay lazos que tarde o temprano es necesario cortar. También hubo una época en que la saga era sinónimo de terror, y hoy en día los zombis ya no asustan ni a los niños, pero de las familias de psicóticos que se mutilan los unos a los otros en la cena de acción de gracias no se puede decir lo mismo. Por eso creo que merece la pena hacerse la siguiente pregunta: ¿Resident Evil eran sus mecánicas, o solo un montón de muertos vivientes?.
En Capcom parecen tener las cosas muy claras, y por eso esta séptima parte es, ante todo, una vuelta a los orígenes que arroja por la ventana las confabulaciones gubernamentales y a los tipos con musculitos para concentrarse en lo importante: en las puertas, en las llaves, en los puzzles, en los secretos y en volver a ser turbador. Y a fe que lo consigue, aunque por el camino tenga que mirarse en otros referentes, unos que habían sabido recuperar ese testigo de insalubridad y amenaza constante mucho mejor que la propia saga en los últimos tiempos. Sí, hay un poco de Amnesia y un mucho de Outlast en la ambientación, en el ritmo y en la respiración entrecortada de un Ethan que no ha visto un arma en su vida y tan solo quiere salir con vida de allí. Resident Evil transmitía fragilidad mediante limitaciones en el control, y su séptima entrega la transmite con el arte, con el sonido y con detalles como una animación en la que nos cubrimos la cara para bloquear ataques físicos y para recordarnos, de paso, que este tipo está acojonado, casi tanto como nosotros. Creo que hemos salido ganando.
Porque Resident Evil VII es, ante todo, un juego moderno que se empeña en jugarse como los antiguos. Una pirueta peligrosa que aterriza sin dejarse los piños en el rail porque detrás de esa decisión hay un enorme trabajo a la hora de aportar contexto a conceptos que solo funcionaban por la inocencia del jugador de entonces, pero que siguen siendo perfectamente válidos con un par de capas de pintura. Y sí, por pintura quiero decir roña. Ahí está, por ejemplo, el sistema de inventario, igual de puñetero que siempre, que vuelve a basarse en una ajustadísima estructura de celdas y en puntos relativamente seguros donde almacenar lo sobrante y relajar durante unos minutos nuestro músculo más comprometido. Las idas y vueltas están a la orden del día, y si sumamos esa llave que nos sobra pero aun no hemos utilizado y esa nueva estancia que repentinamente da sentido a una anterior, lo que nos queda es un constante backtracking a lo largo de una mansión que, aun así, consigue hacerse creíble. Puede que el secreto esté en la ausencia de puzzles con cajas, o en la presencia de otros que sí tienen sentido en 2016, pero me atrevería a jurar que gran parte del mérito está en el atrezzo, y en una aproximación a la narrativa ambiental que pega donde más duele: en los recortes sobre sucesos y desapariciones, pero también en esas fotos que mencionaba al principio, esas que muestran a una familia feliz mirando la tele en algún punto de los setenta. Volvemos a lo mismo: los zombis están muy bien, pero no hay nada tan turbador como las fotos del "antes" en los anuncios contra las drogas.
Porque aun no hemos hablado de la familia, y si lo hemos hecho no ha sido lo suficiente. Y es que puestos a pedir el divorcio a ese jugueteo con el blockbuster que estaba hundiendo a la saga, la solución tenía que pasar sí o sí por contener las cosas, por medir los ritmos y por fijarse en uno de los juegos más terroríficos de los últimos años: Alien Isolation. Un juego que demostró que se puede hacer llorar a un adulto con un solo muñeco, un papel que, salvando a los citados señores de mugre y algún que otro insecto sobredimensionado, cumplen a las mil maravillas nuestros tarados particulares. En este fragmento en particular nos tocaba lidiar con el padre, pero creedme, es más que suficiente: su presencia es amenazante, o todo lo amenazante que puede resultar un redneck capaz de derribar paredes, y el hecho de que durante secuencias enteras él sea el único enemigo real convierte cada pequeña excursión por el recibidor en una experiencia mucho más tensa que enfrentarse cara a cara a un montón de seres deformes. En cierto modo, cuando por fin topamos con él sentimos algo parecido al alivio, porque el miedo a lo que no vemos siempre es el peor de todos y porque mientras intenta matarnos al menos tiende a guardar las formas.
Y es que además de psicópatas perturbados, los Baker son una familia de gente muy malhablada. Creo que en cierto modo tiene su punto esperanzador, porque en esos gritos desde la otra punta del comedor y en esas blasfemias que no reproduciré por escrito se manifiesta un tipo de terror que al menos sabe que está tratando con adultos. Adultos que muy probablemente hayan crecido junto a la saga, y que pese a recordar con cariño los viejos tiempos ya no son las mismas personas que antes. Por eso Resident Evil VII es inteligente: porque tiende un puente entre pasado y presente, y porque sabe que volver a los orígenes es una cuestión de espíritu, y no de revendernos nuestros recuerdos con lucecitas más caras. Puede que no llueva a gusto de todos, pero para quien esperara otra cosa siempre quedarán las películas de J.J. Abrams.