Avance de Riders Republic - Ubisoft quiere un Forza Horizon
Las bicicletas son para el verano.
Posiblemente sea un detalle menor, pero una de las cosas que más me han gustado de este primer contacto con Riders Republic es su mapa. No es un asunto estético, y un primer vistazo no hace sencillo diferenciarlo del clásico contenedor de iconos, coleccionables y en general puntos de atención marca de la casa; Riders Republic es Ubisoft en estado puro, es un nuevo ataque en tromba que apuesta contra nuestro déficit de atención con centenares de cosas que hacer y las plasma con la compulsión que acostumbran por esos lares. En dos dimensiones, de hecho, el mencionado atlas de actividades no va mucho más allá, y si acaso llaman la atención en él un aparente sin fin de iconos cabezones que se deslizan por sus pistas o remontan con paciencia una pendiente para volver a empezar. Es al presionar el pequeño interruptor que activa la vista 3D cuando sucede la magia.
De pronto las ensenadas tienen relieve, los cañones pueden navegar a ras de suelo mientras buscamos un punto de interés cercano a vista de pájaro, y lo que es más importante, todos esos minúsculos iconos con patas se convierten en personitas. En esquiadores, en ciclistas, en un equipo enlazando trucos sobre la pista de snowboard o en una pandilla de locos descendiendo a tumba abierta enfundados en wingsuits de colores chillones. Es más, si acercamos lo suficiente la cámara al suelo comenzamos a escuchar sus risas, sus burlas, sus desafíos. De pronto esos iconos ya no son números, ni estadísticas sobre un mapa. Ahora son chavales pasándolo bien.
Dejando de lado el reto en lo tecnológico y el punch que un truquito así aporta a un juego en el que todo tiene que ser una fiesta, me parece reseñable que todo esto venga a suceder precisamente sobre un mapa, sobre esa representación abstracta del territorio que al acercar la vista lo suficiente se convierte en territorio mismo. Y me lo parece porque aquí hay una declaración de intenciones incluso más importante que la de todos esos chavales disfrazados de jirafas despeñándose por una ladera con sus bicis destartaladas: Riders Republic es, quiere ser, sinónimo de diversión, pero esa diversión es indisoluble de su terreno. Aquí el mapeado es el protagonista, el ingrediente secreto, el espacio de posibilidades que da pie a absolutamente todo lo demás; los descensos son vertiginosos porque el diseño de sus cañones lo permite, los desafíos de habilidad funcionan porque el escenario está lleno de spots donde enlazar trucos, e incluso el apartado artístico se beneficia de su capacidad para generar postales. Quizá por eso el avatar que controlamos, un rider prometedor y anónimo que solo puede expresarse a través de los diseños de sus sudaderas, se sienta tan desdibujado e intercambiable. Esto nunca ha ido sobre nosotros.
Es algo que notas en el mencionado mapa, en su manera de tratar las vistas como una recompensa más o en la pasión con que los narradores describen cada nueva zona desbloqueada, pero sobre todo en un detalle crucial: la importancia que el juego da a los desplazamientos, y su negativa a considerar ninguno de ellos un tiempo muerto. Evidentemente podemos teletransportarnos, porque esto es un juego de Ubisoft y aquí el cliente siempre tiene razón, pero Riders Republic se desespera por gritarnos desde el principio que es un error: que el mundo que ha construido está ahí para disfrutarlo, que enlazar un desafío tras otro es perderse la mitad del juego y que es mucho más divertido viajar en moto de nieve o en parapente que hacerlo a través de un menú. Que simplemente desplazándonos de A a B no es tan raro encontrar una nueva tabla, hacer un par de fotos espectaculares e incluso unos cuantos amigos, eso por no hablar de disfrutar de las vistas. Riders Republic no es Death Stranding, pero sin duda te da motivos para salir a estirar las piernas.
Sin embargo, Riders Republic sí es un poquito Forza Horizon, y dudo que sea casual. Dudo que el juego se esconda, o que se avergüence de una influencia que debería ser más común, porque es lo que tienen los juegos fantásticos. Hay mucho de Forza en esta forma de reverenciar el territorio mismo, que en esta ocasión no es México o el Reino Unido sino un conjunto de hasta siete parques naturales estadounidenses (Quizá Yosemite sea el más conocido fuera de sus fronteras) que se han recreado a partir de satélites con un margen de error de tan solo ocho metros. También lo hay en su tono, en ese ambiente de fiesta y celebración constante que si bien aquí estomaga un poquito más no deja de ser un respiro de agradecer frente a la gravedad que suelen gastar otras franquicias de la compañía gala. Y sobre todo hay Forza en su sentido del espectáculo y en su compromiso con la variedad.
La variedad que aportan no solo los cambios constantes de disciplina, sino el diseño de las propias carreras y la posibilidad de enlazar en menos de quince minutos un descenso montaña abajo disfrazado de diplodocus, un desafío de habilidad por equipos en una aldea nevada y una carrera eliminatoria masiva compuesta de varias etapas, parando si acaso a ensayar unas cuantas maniobras en la academia de trucos o a comprarse unos pantalones nuevos en la obligada tienda del pueblo. Un pueblo, el Riders Ridge, que pasa por ser el esperable hub en el que seleccionar actividades, lucir modelito y organizar nuestra escuadra de cara al multijugador, aunque en este sentido son todo facilidades: En Riders Republic el propio hub es puramente opcional, hay menús radiales para todo, los procesos de matchmaking o invitación manual son tan sencillos como transparentes e incluso parece ser posible acceder a pruebas que no hemos desbloqueado si un amigo que sí lo haya hecho inicia la actividad. En Riders Republic nadie va a decirnos nunca que no.
De hecho no será raro comenzar a sentirnos pronto como unos niños mimados de vacaciones en Formigal, porque otro de los pilares de la experiencia podría resumirse en tres palabras: gratificación instantánea constante. El juego funciona así, como una enorme tubería de dopamina conectada directamente a nuestro cerebro por la que fluye un torrente inagotable de palmaditas en la espalda, ya sea en la forma de recompensas explícitas (experiencia para nuestro avatar, estrellas para desbloquear nuevos desafíos, piezas de equipo de niveles incrementales que por supuesto afectan a las estadísticas) como de grandes marcadores que acentúan cada pirueta, cada adelantamiento y cada noche que no mojamos la cama. Es realmente complicado salir a dar una vuelta sin acabar recibiendo un par de estrellas y unos pantalones nuevos, y aunque sobre este tipo de bucles de gratificación se han construído imperios que entiendo no hará falta señalar, da un poco de pena reparar en lo innecesario de tanto aspaviento. Las buenas noticias vuelven a ponerlas el territorio, las pruebas y las propias disciplinas individuales: Riders Republic es gratificante porque las carreras son divertidas, y todo lo demás son los muñecos de un Happy Meal.
Y lo son, para empezar, porque son radicalmente diferentes. Toca hablar de sus disciplinas, y de la ventaja que a priori este juego esgrime sobre la saga de Microsoft y Playground: una diversidad de medios de transporte que al final del día bien podría haber actuado como una espada de doble filo, principalmente por dos motivos: el hecho de que el snowboard, las bicis de montaña o los deportes extremos en general son disciplinas mucho más de nicho que la conducción, y el dicho de que quien mucho abarca poco aprieta. No es lo mismo reproducir de manera enfermiza el agarre de los neumáticos sobre superficie mojada que tener que repartir tu atención entre seis modalidades que no tienen nada que ver, y toda esta libertad creativa podría haber resultado en seis aproximaciones a medio gas, en un esquema de control universal y peligrosamente simplificado o, peor aún, en esas físicas blandengues y multiusos que impidieron brillar a The Crew y su secuela. Afortunadamente no es el caso, aunque la palabra que más se viene a la mente al pensar en el control es "irregular".
Y no será por falta de alternativas. Desde un comienzo, y de nuevo obsesionado por no dejarse a nadie fuera, el juego ofrece hasta tres esquemas de botones pensados para especialistas en trucos (quizá el más recomendable por su manera de mapear este tipo de movimientos en el stick derecho, aunque implique perder la cámara libre), en carreras o nostálgicos de Steep, la anterior incursión de la compañía en los deportes extremos. Después, sobre la pista y enfundado en los diferentes atuendos de competición, la cosa va como digo por barrios. Irónicamente son el wingsuit y su primo hipervitaminado el rocket suit los que acaban volando más bajo, y pese a la espectacularidad de este tipo de pruebas cuesta encontrarle la gracia a nivel mecánico: más allá de ajustar la trayectoria y gestionar el turbo en el caso del traje autopropulsado no hay demasiado que hacer, y las propias físicas parecen remarcarlo con una forma de planear monolítica y predecible.
Todo lo contrario sucede con las sensaciones sobre la bici, y sobre todo con unos descensos de infarto en los que tocará gestionar las inercias y reservar energías dejando rodar la cadena en las pendientes más pronunciadas. Las comparaciones son odiosas, pero haber tenido que jugar con la música muteada por un asunto de licencias quizá me hizo conectar con estas pruebas de una manera muy similar a lo que proponía Lonely Mountains: Downhill, y creo que no podría ser mejor referente. Por otro lado, y quizá como reinas absolutas de la fiesta, las disciplinas de nieve acaban robando el show con un snowboard sorprendentemente técnico que por entendernos toma de Tony Hawk's Pro Skater la posibilidad de grindar por los cables de un telesilla y de Skate la absoluta seguridad de que vamos a abrirnos la cabeza si no controlamos el ángulo de entrada al dedillo. Hay ayudas, lo que ya es una buena señal de por sí, pero recomiendo desactivarlas. De todas las cartelas repletas de pirotecnia con las que el juego nos felicita a cada paso que damos, quizá la que se disfruta de una manera más genuina es esa que nos felicita por un aterrizaje perfecto que realmente nos hemos ganado.
Y cuesta encadenarlos cuando las cosas se ponen feas, algo de lo que se encarga una selección de pruebas como digo ejemplar. El juego tiene ritmo, algo que dudo que a estas alturas sea una sorpresa, pero en mi caso prefiero celebrar que también tiene ideas. No todas son estrictamente nuevas, porque esas carreras multideporte en las que de pronto a nuestra bicicleta le salen alas en mitad de un salto para dar paso a una etapa de Wingsuit no dejan de ser una versión recalentada (y más que bienvenida) de lo que intentó The Crew 2, pero quizá merezca la pena detenerse un poquito más en sus dos grandes reclamos a nivel de modos de juego: una inteligente vuelta de tuerca al multijugador por equipos llamado Tricks Battle, y el despiporre masivo que suponen los descensos fratricidas de Mass Race, diría que su mayor hallazgo.
Sobre la primera, Tricks Battle, decir que su mayor mérito es haber ido más allá de la simple bolsa común de puntos en su implementación del cooperativo, y que el resultado es incluso una cierta estrategia: hay zonas neutras (todas, en un principio) y accidentes como rampas o barandillas que irán tornándose de nuestro color o el contrario si conseguimos aterrizar unos cuantos trucos en ellas, dando paso a multiplicadores extremadamente golosos y en la mayor parte de casos a la victoria si es que sabemos "concentrar el fuego" de todo el equipo en una zona concreta. En cuanto a la segunda, la descripción más certera que se me ocurre es aquella escena de "Intacto" en la que un montón de infelices corrían por un bosque de eucaliptos con los ojos vendados: tras incontables colisiones a alta velocidad solo queda un superviviente al final, y ese es el resultado de un trasunto entre Fall Guys y Humor Amarillo basado en la misma idea que las carreras multideporte, es decir, en alternar disciplinas al vuelo durante hasta tres etapas de dificultad creciente con 64 riders sobre el terreno.
¿Sutil? En absoluto, de hecho diría que en Riders Republic nada lo es. Riders Republic es tan elegante como una tabla con calaveras y tan sobrio como mezclar el Monster con whisky, pero con todas esas cosas comparte una despreocupada efectividad. Riders Republic es, al menos a juzgar por las primeras horas que he pasado enfrascado en su beta, una gamberrada absolutamente autoconsciente, un juego divertidísimo y ante todo algo así como el sandbox de Ubi definitivo: un juego en el que realmente podemos dedicarnos a jugar con la arena, o el barro, o la nieve, sin que ninguna historieta de encapuchados venga a aguarnos la fiesta. Y no, es posible que no gane ningún premio de excelencia al diseño, pero probad a contárselo a cualquiera de esos mini esquiadores que pueblan sus mapas y esas pistas en miniatura. Quizá me equivoque, pero no parece importarles mucho.