Análisis de Ring Fit Adventure
No hay dolor.
A lo largo de los últimos meses, concretamente desde abril, he pagado religiosamente mi cuota mensual del gimnasio pese a haber acudido un total de cero veces a lo que vienen siendo sus instalaciones. Me gusta empezar haciendo esta aclaración porque siempre he creído en la sinceridad, y porque creo importante dejar clara desde el principio mi actitud para con el ejercicio físico: no nos hemos borrado de Facebook porque nos gusta pensar que seguimos siendo amigos, pero cada vez que nos prometemos quedar para tomar un café sabemos que no va a pasar. Razones para evitar la visita diaria a ese campo de exterminio de lorzas hay unas cuantas, pero como no es el momento ni el lugar para desgranar el catálogo completo de Netflix me centraré en la que a mi me pone las cosas más cuesta arriba.
Hablo, claro, de la repetición maquinal, del complejo de hámster dando vueltas en una noria y de la sensación de perder el tiempo. Un tiempo que podría estar destinando a alargar las barritas de algún absurdo muñeco virtual, ya sabéis. Soy así de idiota, Nintendo parece saberlo, y por eso este Ring Fit Adventure me da exactamente lo que necesitaba: un contexto, una finalidad y una excusa numérica para que no me sienta culpable concentrándome en minucias como alargar mi propia esperanza de vida.
Es, creo, lo primero que sorprende cuando uno pone en marcha un invento que al menos en mi cabeza sonaba a continuación natural de Wii Fit, es decir, a una nueva sartenada de ejercicios y rutinas diarias que completar bajo la estricta vigilancia de un entrenador virtual sádico y despiadado. Algo de eso hay, porque vaya por delante que esa aventura de la que el juego presume desde su propio título es totalmente opcional: si somos más disciplinados que un servidor siempre podemos pegar un volantazo en el menú principal y acceder de manera directa a ejercicios que trabajan diferentes grupos musculares, e incluso existe la posibilidad de diseñar nuestras propias tablas combinando rutinas de piernas, pecho o abdomen. Ring Fit Adventure nos permite comprometernos si es que vamos en serio, y llega al atrevimiento de programar una alarma diaria que nos llame a capítulo si es que le damos permiso. Sí, también funciona con la consola apagada. Con el body building no se bromea, amigo.
Pero estaba hablando de sorpresas, y por eso creo que lo verdaderamente noticiable aquí está en la manera en que el juego, y digo juego, se trabaja al bando contrario. Al mío, al de los perezosos, al de quienes necesitan de un palo y una zanahoria encarnados aquí en la forma de niveles, magias y pociones para recuperar salud. Y quien dice pociones dice batidos de proteínas, pero a lo que vamos: Ring Fit Adventure es un entrenador personal, pero para sorpresa de propios y extraños también ha resultado ser un JRPG más o menos canónico, uno que utiliza nuestro sudor y nuestras lágrimas para armar una historia sobre tipos con el pelo en llamas y dragones que le han arrebatado los cinco poderes del fitness a un anillo de apariencia humana. Todo esto lo hace con la boca pequeña, por descontado, porque ni el argumento ganará ningún premio ni las escasísimas cinemáticas que apuntalan sus momentos más reseñables parecen sugerir otra intención que la de hacer compañía, pero el juego al menos acierta al rodear toda esa narrativa de baja intensidad de un tono amistoso y burlón, y de toneladas métricas de chistes sobre hacer sentadillas.
Como sucede en Pokémon con las peleas a muerte entre adorables animalillos, en el mundo de Ring Fit Adventure todo, absolutamente todo, gira en torno al ejercicio y a la musculación, y no será raro encontrarse con enemigos en forma de pesas o con bosses que interrumpen su rutina de ataque para hacer unas cuantas flexiones. Y es ahí, en los juegos de palabras y en las gracietas, donde radica la mayor parte del encanto de una aventura que en lo mecánico no pasa de ser del montón. La estructura es sencilla, o al menos lo suficiente para hacerse compatible con una realidad en la que grindear durante dos horas seguidas podría matarte: aquí desplazarse por cada uno de los mapeados implica correr de verdad (o hacer pequeñas sentadillas en el caso de que activemos un modo silencioso que agradecerán los vecinos del mundo), y por eso las etapas son cortas y los mundos que las agrupan raramente sobrepasan esa media hora de mover el culo diaria que recomiendan nueve de cada diez cardiólogos.
Y por eso, porque la idea es jugar así, resolviendo un mundo por jornada antes de irse a la ducha, se echa tanto en falta que esas etapas individuales no resulten algo más variadas. Al no haber un overworld como tal, al estructurarse cada mundo como el tablero de un juego de mesa, la acción queda reducida a lo que suceda en cada una de sus casillas, y en este sentido hay un ganador claro. De cuando en cuando el juego se toma ciertas licencias, y por ejemplo veremos desvíos para hacerse con cofres, casillas opcionales que esconden mini juegos bastante imaginativos (todos ellos son accesibles desde el menú principal, por cierto) e incluso pueblecitos resueltos mediante menús de texto donde parar a comprarse unos batidos y unas zapas nuevas, pero por lo demás el noventa por ciento de estas paradas implican enfrentarse a niveles de desplazamiento lineal e inspiración pseudo plataformera.
Y digo pseudo porque aquí el salto como tal no existe. Una vez iniciamos el trote el trazado del circuito irá serpenteando por los niveles sin dejarnos otra opción que seguir adelante, y los únicos desvíos posibles vendrán en la forma de desniveles que sortearemos haciendo uso de un anillo que hace las veces de propulsor, aspiradora y arma de fuego: estirando hacia fuera el dispositivo absorberá las monedas o las piezas de puzzle que se esconden en los márgenes del trazado, apretando hacia adentro disparará salvas que pueden romper cajas o destruir obstáculos, y haciendo lo propio mientras apuntamos a nuestros pies la corriente de aire nos permitirá elevarnos para, por ejemplo, alcanzar una hilera de monedas o una plataforma elevada que nos permita tomar un atajo. Las mecánicas base son esas, y aunque el juego se esfuerza por introducir giros a la misma idea con cierta regularidad (me vienen a la mente, por ejemplo, los muelles que nos permiten saltar grandes distancias tras efectuar una sentadilla o el movimiento de cintura que nos permite remar a partir de determinado punto de la historia), cuesta no ver a Ring Fit como un endless runner en el que el músculo lo ponemos nosotros. Al menos hasta que llega el combate.
Un combate que, de nuevo, no va a deslumbrar a nadie en lo estrictamente mecánico, pero por algo hablábamos de la comedia y el desenfado: no es lo mismo enfrentarse al enésimo sistema de turnos que solo nos pide atender a las debilidades elementales de los enemigos que hacerlo sustituyendo los ataques por ejercicios y el fuego y el hielo por los abdominales y los lumbares. Así, cada oponente se organizará de acuerdo a un código de colores que se corresponde con pruebas que trabajen esa parte del cuerpo, y si por ejemplo nos enfrentamos a un par de monstruitos rojos lo inteligente será tirar de rutinas de brazo, o atacar con movimientos basados en el yoga en el caso de los enemigos con debilidad verde. Todos estos ejercicios se asocian además con un número de repeticiones concreto, con lo que la secuencia de ataque y defensa es sencilla de imaginar: seleccionamos la habilidad más adecuada a la situación, apuntamos la mirilla al afortunado, repetimos veinte estiramientos con el anillo encima de la cabeza o catorce flexiones de pierna aferrándolo entre las pantorrillas, y nos preparamos para un turno rival en el que podemos bloquear el daño apretando el dispositivo contra el abdomen.
Y a partir de ahí, lo imaginable, es decir, desbloquear nuevos ejercicios que aumenten el daño o cubran múltiples objetivos, jubilar los que ya no usemos, prepararnos un batido sanador cuando toque e ir progresando casilla a casilla hasta los enfrentamientos finales que cierran cada mundo y que, sin entrar en spoilers, también dejan que desear en lo tocante a la variedad. Y poco, muy poco más.
Y es una pena, porque el experimento era interesante. Para empezar, por basarse en un dispositivo fiable, robusto y muy agradable al tacto, y aquí me estoy refiriendo a ese pedazo de plástico sobre el que se han hecho todos los chistes del mundo y que sin embargo sorprende tanto a la hora de traducir nuestros movimientos como a la de soportar el castigo; un instrumento pensado para comprimirse y estirarse constantemente hasta el límite que ofrece siempre la mezcla perfecta de elasticidad y firmeza, cumpliendo su función a las mil maravillas sin dar en ningún momento la sensación de ser un engañabobos. Quizá esa cinta de velcro que el juego utiliza para fijar un segundo Joy-Con a la pierna sí suene a solución algo más barata, pero en resumen creo que la lección aquí es que la tecnología ya no es un problema. Que la detección de movimientos funciona, que el juego es perfectamente capaz de detectar si estás subiendo bien las rodillas, y que sobre esa base se podría haber construido algo más ambicioso.
Un juego al que realmente apeteciera jugar por méritos propios, un argumento que te diera razones para calzarte las deportivas y ponerte a sudar, y un RPG algo menos timorato a la hora de experimentar con nuevos sistemas. Sobre el papel Ring Fit Adventure intenta ser todo eso, pero resulta revelador que sea un fotograma de su modo historia el que decora los monitores del gimnasio que sirve de fondo a su menú principal. Porque al final la aventura sirve para lo que sirven todos esos televisores en el mundo real: como un canal de videoclips, como un programa del corazón, como una distracción pasajera. Como algo a lo que mirar mientras hacemos kilómetros. Como entrenador personal se le pueden poner pocos peros, pero Ring Fit Adventure también quiere ser un videojuego, y con los videojuegos pasa como con los gimnasios: estar apuntado en la lista no suele ser suficiente.