Análisis de RIOT: Civil Unrest
Agentes con ánimo beligerante.
Mientras jugaba a RIOT: Civil Unrest no podía evitar acordarme de las declaraciones de Alf Condelius, jefe de operaciones de Ubisoft Massive, diciendo que The Division 2 -un juego, recordemos, sobre una organización paramilitar haciéndose cargo de la seguridad de una Washington D.C. al borde del colapso que incluye una conversación sobre ciudadanos estadounidenses detenidos en la frontera con México- no pretendía hacer ningún comentario sobre la situación política actual de los Estados Unidos. Una declaración decepcionante, por decirlo de manera suave, que enmascaraba una verdad mucho más deprimente: la de desarrolladores y creadores conteniendo sus ideas para complacer a un público presumiblemente aséptico o, peor aún, la de un discurso equidistante en apariencia con el que ganar el favor tanto de los de arriba como de los de abajo; creando una narrativa que, aunque apolítica en su intencionalidad, contiene un mensaje mucho más claro y evidente que cualquier descripción de los acontecimientos, por muy superficial que sea.
Este es un problema que, se supone, un juego sobre manifestantes y fuerzas del orden enmarcado en algunos de los conflictos sociopolíticos y económicos más importantes de las últimas décadas no debería sufrir. Es más: su director, Leonard Menchiari, concibió la idea principal del juego tras participar en protestas en Italia contra la construcción de una autopista en un entorno natural. Como alguien que ha demostrado compromiso con una causa, y partiendo desde una situación distinta a la de grandes compañías con mucho que perder en caso de pronunciarse abiertamente, lo lógico es esperar mensajes en alguna dirección, independientemente de si toma partido hacia alguno de los dos bandos -a los que, por la propia idiosincrasia del juego, presenta como facciones opuestas en un enfrentamiento táctico- o de si toma en consideración el discurso de ambas partes.
Supongo que era mucho esperar.
De entrada, parte de sus problemas para mostrar una identidad coherente vienen de su lado más lúdico. Es difícil crear un impacto inicial sólido y duradero, sea del tipo que sea, obviando cualquier explicación de su funcionamiento antes de introducirnos directamente en el juego; y sin embargo, esto es lo primero que nos encontramos al encenderlo. La ausencia en RIOT: Civil Unrest de tutoriales provoca la inmediata desconexión entre los acontecimientos y el jugador, al tener que dedicar gran parte de nuestras primeras partidas a deducir para qué sirven los distintos botones o cuáles son las consecuencias de las acciones a nuestra disposición; un fallo que se arrastra a lo largo de casi todas las campañas, entremezclando esta opacidad con el caos presumiblemente inintencionado que provoca un esquema de controles confuso en su versión para consolas, unos gráficos pixel-art llamativos pero poco diferenciados entre sí y una imprecisión omnipresente en casi todos los aspectos del juego, bugs incluídos.
Errores técnicos aparte, es justo reconocer que entre sus mecánicas se encuentran también, y a pesar de la tibieza de su alegato final -de la que hablaré a continuación-, algunos de los mensajes más interesantes que parece querer transmitir. Como manifestantes, constantemente activos pero también desorganizados, tenemos la opción de ejercer nuestras protestas de manera pacífica, obteniendo con ello el beneplácito de prensa y gran parte de la sociedad; o agresivamente, una decisión que puede darnos la victoria en el apartado militar pero derrotarnos a la larga por las consecuencias que esto tiene en la visión de los hechos por parte de la población. Lo mismo se aplica en el lado policial, mucho más ordenado y rígido; donde la contención violenta de quienes expresan su opinión nos puede hacer fracasar aunque cumplamos los distintos mini-objetivos de cada fase (mantener posiciones, evitar la dispersión de nuestras tropas o capturar distintas zonas; poco más para ambos).
Es un discurso peligroso, el de equiparar en lo formal a ambas partes, que viene paliado solo en parte por la contextualización de los altercados. Situar la acción en un espacio-tiempo conocido y más o menos reciente facilita introducir nuestra opinión personal en los acontecimientos, del mismo modo que leer las descripciones de los hechos, aunque se limiten a una presentación escueta de los motivos de la protesta, nos puede hacer reflexionar en último término sobre si el fin justifica los medios o si existe una clara diferencia entre los acontecimientos vividos y los reflejados a posteriori por los medios de comunicación.
Dicho esto, vamos a dejarnos de medias tintas: estamos ante un juego cobarde, que evita mojarse con su representación igualitaria de los bandos y que manipula consciente o inconscientemente la realidad -difícil decirlo sin conocer mejor a sus responsables- desde una posición equivocadamente neutra. Hay una pequeña parte de él que lucha contra sí mismo, la que describe las causas y valida la acción de los manifestantes en primer lugar, pero es una ilusión. Nada nos hace entender que lo que hacemos tiene algún sentido porque nada tiene un propósito claro más allá de la victoria, vacía y despojada de significado salvo por el contexto de pasar de fase. Sus responsables intentan hacernos creer que los cánticos, las banderas y en último término las decisiones que tomamos tienen un impacto real en el discurso y en nosotros, pero el silencio del que hace gala a la hora de valorar la situación -insisto, aunque lo hicieran hacia el lado contrario al que nos inclinamos ideológicamente- no invita a que rellenemos los huecos con ideas y pensamientos, sino que hace aún más evidente la ausencia de lugares comprometidos y estimulantes donde introducirlos.
Hay dos vertientes claras en este juego, diferenciadas en su propósito pero igualmente inanes. Como entretenimiento, RIOT: Civil Unrest es poco inspirado, entretenido solo por la novedad y por la facilidad con la que podemos identificarnos con el marco de su propuesta. Como obra adscrita al eterno debate sobre si los videojuegos pueden ser algo más supone un duro golpe moral de cara al diálogo, ya que lo peor que cualquier expresión individual o colectiva puede hacer a la hora de describir una situación con múltiples factores influenciándola es pasar de la equidad a la equidistancia, y de ahí inevitablemente a la irrelevancia. Un error en el que incurre frecuentemente -sobre todo al dividir y minimizar el conflicto mediante pequeñas acciones estratégicas con poca influencia y menos recorrido aún-, convirtiendo toda su presentación aparentemente incendiaria en un mero decorado de cartón-piedra con actores cuya voz se pierde en el camino; quedando al final como otro ejemplo canónico de hablar mucho para, en resumen, no decir nada.