Análisis de Rise of the Ronin - seguimos esperando al juego de samurais definitivo
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Team Ninja debuta en el género con un mundo abierto generoso pero formulaico que se redime por su soberbio combate.
La mayor parte del tiempo Rise of the Ronin es un juego muy serio. Quiero decir, al fin y al cabo es un juego de samuráis, y es serio como sólo saben serlo los samuráis: es solemne, se toma su tiempo y es muy dado a las ceremonias. Decía el personaje de Tom Cruise en El Último Samurái que desde que se levantan hasta que cae el sol aquellos pintorescos guerreros estaban dedicados en cuerpo y alma a la perfección, y algo de eso hay en un juego en el que podemos seleccionar literalmente decenas de armas y aún así encuentra tiempo para plantear tres, cuatro, cinco estilos de combate radicalmente diferentes para cada una. Lo que quiero decir con esto es que ni Rise of the Ronin ni por supuesto los samuráis se toman el combate a broma, y supongo que la prueba más palpable de ello radica en una selección de enfrentamientos contra jefes finales que también se han beneficiado siempre de esa afectación tan propia de la tradición japonesa. Esto no es un Souls, y ni siquiera le anda cerca, pero a nadie se le escapa que quizá sea Team Ninja el estudio que mejor ha sabido interpretar en el mundo las enseñanzas de Miyazaki, y lo que sí vamos a encontrar aquí es esa épica casi ceremonial que precede a cada enfrentamiento de los de nombre y apellidos. Insisto, al menos así es la mayor parte del tiempo. Por eso me sigue resultando chocante que el contrincante más formidable con el que he cruzado la katana respondiera al nombre de “Sirviente enojado” y fuera un señor realmente enfadado por haberle robado el pez globo que guardaba para cenar.
Y es un contraste importante, sobre todo viniendo de un argumento que no ha venido a hacer prisioneros y busca retratar no solo el Japón de mediados del siglo XIX, sino los últimos estertores de su sistema feudal y las tensiones internas entre el shogunato y sus detractores, entre los partidarios de un Japón abierto al mundo que trate, y sobre todo comercie, con otras potencias y quienes culpan a estas potencias de traer en sus barcos la decadencia, el barbarismo y una epidemia de cólera. Rise of the Ronin no se arruga ante los grandes temas y sabe ser político cuando toca, es más, nos empuja a tomar partido dividiendo su mundo y su elenco de personajes en facciones claramente identificables con las que podremos casarnos o no, porque jugar a dos bandas es tan posible como recomendable. Pero, de nuevo, el mundo abierto. Los iconos, las actividades secundarias, los recados para tu amigo el fotógrafo y un concepto de la escala verdaderamente generoso que a grandes rasgos significa libertad, pero que nos hace pagarla con un porcentaje preocupante de encargos chorras y de situaciones tan descacharrantes como la de nuestro amigo el fan del pescado. Y de hecho, lo de la libertad es matizable también: tras sorprendernos saliendo del restaurante, el juego nos da una oportunidad de escurrir el bulto devolviéndole al tipo el pescado recién cocinado porque obviamente a nosotros solo nos interesaba el veneno, pero os sorprendería escuchar su reacción. "Bueno, es un detalle: prepárate para morir igualmente." Lo importante no es poder elegir. Lo importante es que lo parezca.
Y es realmente frustrante, porque el juego sí sabe ramificarse de cuando en cuando, o por lo menos sabe fingirlo muy bien: hay varios momentos en mi aventura que me gustaría haber repetido solo para conocer otras consecuencias porque los volantazos del argumento realmente parecen fruto de mis acciones, y de hecho el juego permite, a partir de un punto bastante avanzado, desbloquear una especie de texto sagrado que facilita regresar a misiones pasadas para alterar su resultado, pero el caso es que me he encontrado demasiadas situaciones que no encajan como para poder creerlo. De nuevo, y sin entrar en detalles, no he manejado al más honesto de los samuráis, y cuando cuidas tus amistades a ambos lados de la trinchera resulta relativamente sencillo acabar cruzándote en el camino de alguien que hasta hace cinco minutos era tu amigo, que te jure venganza por tu traición, que os enfrentéis en un épico duelo a la luz de la luna… y que por algún motivo al día siguiente no se acuerde de nada y te siga ofreciendo esa misión de ir juntos al distrito del placer a mirar unos temas. No sé, igual es cosa mía pero algo huele a podrido en Yokohama. O en Edo, o en… bueno, tampoco vamos a hacer spoilers.
Total, que mucho me temo que Rise of the Ronin es uno de esos juegos más preocupados de ofrecerte muchas, y cuando digo muchas es muchas, cosas que hacer que de lograr que estas cosas sean del todo coherentes, aunque en su defensa diré que lo hace como muy pocos. Podemos debatir toda la tarde sobre si el modelo del mundo abierto a la Ubisoft está caduco o si el recorrer el mapa liberando regiones de las crueles garras del shogunato y acariciando gatetes - en serio, son un coleccionable más - se puede considerar contenido, pero es realmente meritorio que un debut sepa interpretar el género con semejante soltura. El juego, si aceptas que no todo tiene por qué encajar y no te haces demasiadas preguntas acerca de su refinadísima interpretación del paqui pallá, es una potentísima sustancia estupefaciente que te puede complicar muchas partiditas supuestamente de media hora, porque tiene un talento endiablado para encadenar objetivos a corto, medio y largo plazo hasta que son las cuatro de la mañana y, por fin, consigues desbloquear esa habilidad que permite hacer daño extra con un nuevo Odachi de rareza dorada que le has arrebatado a un criminal fugitivo que estaba aterrorizando la zona de la bahía y que te ha permitido aprender un estilo especial de la escuela Chi como el que usaban unos bandidos que… Vaya, que lo de siempre, pero excepcionalmente bien hecho.
Tanto que ponernos a detallar la miríada de sistemas que el juego pone en funcionamiento (recordad, es de Team Ninja, nunca han sabido controlarse con las mecánicas) sería casi igual de futil que intentar explicaros la absurda y delirante profundidad de inventario que maneja esta preciosidad. Si lo que os pone tontorrones es el loot, Rise of the Ronin es una orgia de sandalias de nivel 21 y rifles Winchester con bonus de +7.5% a la recuperación de ki que a veces llega a abrumar, y lo mismo sucede con sus altercados callejeros, sus desafíos de puntería, sus dojos, sus salones de apuestas, sus templetes para rezar y en general con decenas de categorías de iconos que están ahí para hacer pedazos tu vida social, pero también para ayudarte a sumergirte hasta el cuello en un japón feudal que enamora más por su verosimilitud que por las vistas, porque los gráficos raramente acompañan. Rise of The Ronin tiene sus campos que cabalgar y sus cerezos en flor, pero no es un juego bonito. Es, insisto, un juego serio. Incluso espartano, a veces. Un juego de texturas justitas, animaciones funcionales y modelados para salir del paso que sin embargo dedicó un mimo especial a reproducir la disposición de las lápidas en un cementerio o a asegurarse de que la embajada norteamericana está en una localización razonable. Más Canal Historia que Kurosawa, y desde luego más Kurosawa que otaku, Rise of the Ronin es excesivo y a la vez sobrio, pero sobre todo es contundente. Contundente donde toca. Contundente donde no podía permitirse fallar. Vamos a dejarnos de experimentos. Toca hablar del combate.
La joya de la corona de un estudio que se llama Ninja por algo, y un nuevo monumento a los juegos de acción del que se pueden decir muchas cosas, pero yo prefiero empezar por una: puedes hacerle parry a las balas. No solo eso, sino que si aciertas tu espada se envuelve de fuego. No suena muy realista, lo sé, pero afortunadamente es de las pocas licencias fantásticas que se toma un conjunto de mecánicas, y sobre todo de contrincantes, que afortunadamente combina la habitual obsesión por la profundidad propia del estudio con una diría que inédita capacidad para resultar autoexplicativo. Rise of the Ronin no es Wo Long, no aturde al jugador con barras de guardia dobles ni complejas equivalencias elementales, y sobre todo sabe dar un uso práctico muy concreto a cada una de las ideas que pone en juego. La principal, la protagonista y la que en lo personal hace que quiera volver todo el rato es de nuevo el parry, aquí transformado en una estocada especial independiente del botón de guardia.
Una idea arriesgada que sin embargo funciona tanto en lo estético (es super satisfactorio, y a veces con eso basta) como al dotar de una lectura ofensiva a un movimiento por definición defensivo: fallar un parry implica encajar un tajo pero en muchas ocasiones también conectar nuestra estocada fallida, y la complejidad se multiplica cuando tienes en cuenta que el arsenal de movimientos de cada rival suele basarse en combos de 2, 3, 4 o 12 golpes encadenados con una cadencia específica que deberemos bloquear individualmente con el ritmo correcto, infringiendo de conseguirlo no solo un daño irreversible a la barra de ki de nuestro rival - una mezcla entre estamina y postura-, sino, y ojo a esta otra idea del millón, cobardía y terror entre los compinches que presencien la escena, más aún si se trata de un oficial y sus subordinados. Así, pelear con eficacia, devolver combos, realizar determinadas ejecuciones y, en definitiva, jugar bonito no implica solo dar espectáculo, sino que aporta una vertiente estratégica a unos combates que pueden cambiar de pronóstico rápidamente si decapitamos al general y la moral enemiga salta por la ventana. Además, y para añadir otro detalle de genio, también hay un medidor de sangre, la que baña nuestra espada después de cada tajo y que, de limpiarse con un seco movimiento de la muñeca, nos servirá para reponer ese preciado ki en caliente y seguir enlazando combos. Sí, es tan excitante como suena.
¿Suficientes capas para dar el sistema por cerrado? Evidentemente no, porque estamos hablando de Team Ninja, y por supuesto que a todo esto hay que aplicarle por encima, como decíamos al principio, una miríada de armas y sobre todo de estilos desbloqueables con diferentes niveles individuales de especialización y diferentes perks de una profundidad mareante, aunque para simplificar un poquito las cosas hay que decir en su defensa que todos estos estilos se pueden ubicar en tres grandes grupos, Chi, Jin y Ten, y que entre ellos funcionan obedeciendo a un triángulo de jerarquías que probablemente nunca nos molestaremos en aprender, porque un sencillísimo sistema de flechas azules y rojas nos indicará en el calor del combate cuando adoptemos un estilo débil ante el de nuestro rival para que lo podamos modificar con un leve roce al stick derecho.
Además de esto, el juego incorpora por supuesto un nutridísimo selector de armas secundarias que comprende desde arcos a lanzallamas, shurikens o armas de fuego de procedencia norteamericana, amén de incontables potenciadores y un sistema de curación que, esta vez sí, recuerda poderosamente a From Software: tenemos una cantidad finita de pastillas, se rellenan al tocar las “hogueras” y hay habilidades concretas que aumentan el número de esa recarga. Si algo funciona para qué lo vas a cambiar, y supongo que por ese mismo motivo el juego también incorpora un sistema de venganzas que podría recordar a Shadows of Mordor en un principio, aunque en la práctica se parece más a Bloodborne y a ese paseo de la vergüenza que tocaba emprender cada vez que alguien nos mataba y decidía quedarse, en este caso, con nuestro preciado karma.
Pero no tan deprisa, porque nos queda una lección importante para acabar: cuando hablamos del argumento se nos olvidó mencionar que nuestro protagonista fue entrenado para combatir codo con codo con un compañero predestinado que funciona como su sombra y su alma gemela. Por razones del guión es un vínculo que pronto se romperá cuando el destino fuerce a ambos aprendices a separarse, pero además de las implicaciones argumentales esto significa que Rise of the Ronin está preparado y pensado desde el inicio para el combate en grupo, tanto en un cooperativo tradicional que, eso sí, solo se aplica a las misiones principales del modo historia, como en solitario con la compañía de diferentes personajes secundarios que iremos conociendo por todo Japón y que nos prestarán sus habilidades si conseguimos estrechar ciertos vínculos. De hecho, el juego incluso se anima con las batallas semi masivas en ciertos momentos concretos, pero antes de entrar en terreno spoiler regresemos al asunto de los vínculos y a ese pequeño simulador social que nuevamente vuelve a recordar a Fire Emblem con sus conversaciones intrascendentes que elevan un punto el nivel de amistad y sus regalos de whisky añejo para ganarse el corazón de un samurái borrachín. No es un Persona, pero sí es un factor a tener en cuenta en un juego tan obsesionado por las facciones y las misiones de uno u otro color, y sobre todo es muestra de una vocación de juego de sistemas, de simulador light, que en ocasiones incluso recuerda a los juegos de Omega Force.
El problema, o uno de sus problemas, es que no es lo único que recuerda a un juego de Omega Force, y que su nivel técnico apenas rozando la línea del aprobado pone las cosas embarazosas cada vez que el inconsciente nos juega una mala pasada y nos recuerda que este juego con los gráficos de Ghost of Tsushima sería una cosa digna de ver. Son momentos, sin embargo, que llegan solo de cuando en cuando, cuando toca cabalgar frente a una playa y el paisaje no nos dice nada, o cuando intentamos hacerlo campo a través y la torpe animación del caballo nos dice demasiadas cosas. En lo personal, combatiendo no me ha pasado nunca.
Combatiendo solo están los reflejos, la estrategia y las posibilidades. La euforia de un desvío que conecta o la humillación de un tajo que no hemos visto venir. La gestión de las fuerzas del rival y las nuestras propias, y ese impagable momento en el que aparece un círculo rojo y sabemos que ya está muerto. Combatiendo el juego es un samurái, y por eso es irónico que su argumento insista tanto en el choque entre el Japón de los guerreros y el de los mercachifles. Porque, volviendo a la peli de Tom Cruise, es una pena que para tantas otras cosas sea el señor del monóculo que fumaba.