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Análisis de Robinson: The Journey

La última frontera.

Crytek deslumbra en lo esperable, pero el juego que alimenta Robinson: The Journey no consigue igualar el impacto de su apartado gráfico.

Los créditos finales de Robinson: The Journey son increíblemente largos. Son ese tipo de créditos organizados por países, que tras presentarnos a una miríada de animadores o especialistas en programación gráfica encuentran tiempo para acordarse del manager de IT en el equipo de Kiev y continúan con una lista de agradecimientos que da a entender que en Crytek son, ante todo, muy buenas personas: una lista así solo puede rellenarla alguien a quien la vida haya tratado excepcionalmente bien. No sabría deciros la duración total: pese a mis esfuerzos por llegar hasta el final, hay una cantidad de tipos llamados Alexander que uno puede soportar en una lista que se adivina alfabética. Sin embargo, lo interesante del asunto es que tenía toda la intención de verlos enteros. Que allí estaba yo, en la soledad de mi salón, observando el danzar de los apellidos con la intención de averiguar qué había al final. Pensando en ello, o más concretamente en el puntito ridículo de hacer esto con un casco futurista pegado a la cara (supongo que es otra cosa a la que tocará irse acostumbrando), se me ocurren un par de motivos: el primero, y creo que el más importante, es que por fin hablamos de un tipo de experiencia que te implica lo suficiente como para sentir que le debes algo a sus responsables, aunque sea un gesto tan tonto como sentarte a ver sus nombres pasar. El segundo, sin embargo, es una pequeña espada de doble filo: quería verlo todo porque mi educación marvelita me ha acostumbrado a esperar una sorpresa final. Una escena post créditos que diera la puntilla a lo que acababa de ver, cosa que por principio habla bien de la experiencia, pero también que terminara de saciarme. Robinson: The Journey deja con ganas de más, y si queremos que esto de la VR funcione creo que es de importancia capital dirimir si esto es una buena o una mala noticia.

Porque Robinson: The Journey claramente podría dar más. Durante toda la aventura, la sensación es la de una narrativa a medio gas, y la de una serie de decisiones perfectamente conscientes que no apuntan más alto porque alguien tiene miedo. Miedo de los mareos, miedo de las sesiones demasiado largas, o en general miedo a comprometer demasiado a un "espectador" (la palabra no es casual) que simplemente busca una experiencia sensorial extrema y no tiene tiempo para tonterías. Robinson: The Journey es un juego que quiere ser grande contenido en un frasco, el de la Realidad Virtual, que él mismo ha decidido que es pequeño, y de ahí que se comporte como el chico listo de la clase: ese que sabe todas las respuestas, pero se guarda de levantar la mano porque quiere que le sigan invitando a las fiestas. Unas fiestas de la VR que hasta ahora se han basado, como todas, en echar unas risas rápidas y hacer un montón de tonterías, pero que en un caso así saben a potencial desperdiciado.

Y con esto tampoco quiero decir que su propuesta sea revolucionaria, y desde luego no lo sería jugándose en una pantalla plana. Sin embargo no se juega así, y ese es su principal valor: que en este nuevo terreno virgen el simple hecho de caminar entre dinosaurios vuelve a tener el punch que tenían las lianas del Pitfall de Atari 2600. La principal oferta que Robinson pone sobre la mesa son un buen montón de momentos así, hilados en un argumento que vendría a ser un trasunto de Naufrago y The Martian: una pequeña historia sobre lo solo que se está cuando uno se la pega en un planeta virgen, en la que a falta de una Jessica Chastain que venga a rescatarnos tocará remangarse el traje espacial y asegurar nuestra supervivencia mediante las típicas labores de mantenimiento. Incluso tendremos nuestro propio Wilson, una pelota de alta tecnología que se encargará de guiarnos por lo que en esencia es un nuevo tutorial basado en apartar escombros de la presa y reacondicionar el generador que se han comido los velociraptores. Son tareas sencillas, pequeños puzles sin apenas malicia orientados a familiarizarnos con los controles que nuestro acompañante robótico intenta amenizar mediante un sinfín de comentarios jocosos; evidentemente se le agradece el esfuerzo, pero por decirlo de manera sutil, nuestra pelota flotante no es Weathley, y el hecho de que no recuerde su nombre debería ser suficiente muestra de ello.

Una vez superada esa fase tocará hacer el petate y largarse a recorrer mundo, intentando desentrañar por el camino el misterio que rodea al accidente mismo mediante la recolección de los núcleos de memoria de otros asistentes robóticos que corrieron peor suerte. La estructura, centrada en un cruce de caminos con el clásico poste que indica que "más adelante hay dragones", termina recordando a los clásicos mundos de cualquier plataformas de los ochenta: hay una jungla, y un lodazal con islas que flotan entre inmensos pozos de brea, e incluso las típicas ruinas de un complejo tecnológico que esconden la porción más grande del pastel que intentamos desentrañar. Es en estos lugares donde el juego, ya más confiado en nuestras posibilidades, calienta los músculos y pone en práctica la mayor parte de sus mecánicas, entendidas como compartimentos estancos que rara vez se atreven a reforzarse entre sí. Por un lado está la pura exploración, y el escaneado de nuevas especies que, salvando algún papel de relleno en la resolución de rompecabezas, tiende a funcionar como lo hacía en No Man's Sky, y hace aguas por los mismos lugares: entiendo que el objetivo es la rejugabilidad, pero la solución nunca debería pasar por los coleccionables.

Por otro lado están la gestión de nuestra mascota, una simpática cría de tiranosaurio que igualmente se esfuerza en resultar adorable, y un componente de manipulación de objetos basados en física que vienen a apuntalar el principal referente jugable en el que Robinson quiere mirarse: la aventura gráfica tradicional. Una aventura basada en construir pasarelas, en arrebatarle el núcleo de datos a ese maldito pájaro que se ha encaprichado de él y en conseguir que un herbívoro de cuarenta metros de altura deje de bloquearnos el paso; una aventura que nunca nos arroja más de lo que podemos masticar, y que suele responder a un principio que marca toda la propuesta del juego: es satisfactoria cuando funciona, pero es algo que solo ocurre a veces. Porque nuestra mascota tiende a perderse, porque los objetos tienden a caer de cualquier manera y porque es ese tipo de juego en el que puedes haber dado con la solución pero el script se niega a avanzar si no lo ejecutas todo desde una inmensa X marcada en el suelo. En no pocas ocasiones resulta frustrante, y cuando no lo hace vuelve a caer en lo mismo: es suficiente, sí, pero solo porque todo sucede a centímetros de nuestra cara. Como aventura clásica Robinson sería mediocre, y no consigo sacudirme la sensación de que en el estudio están plenamente satisfechos con ello.

Es una tendencia al conformismo que choca frontalmente con la que creo que es su mayor aportación en lo mecánico: un componente de escalada que mira fijamente a los que dicen que la VR tiene que ir de manipular elementos de atrezo sin movernos un centímetro del sitio y se suelta la melena permitiéndonos sentir algo que debería estar en los primeros puestos de cualquier lista que intente defender que esta tecnología merece la pena: el vértigo. Vértigo al ascender por una pared de piedra paso a paso, saliente a saliente, y también al precipitarnos al vacío confiando en que un agarre en el último segundo pueda frenar la caída y permitirnos continuar. Tampoco es un sistema infalible, aunque en este caso se le disculpa, porque ahora no estamos intentando reproducir algo que se ha hecho mil veces y conformándonos con hacerlo peor. De hecho, y a juzgar por The Climb, parece que la escalada virtual es un asunto que obsesiona al estudio, y la mayor parte de los problemas que ocasionalmente presenta su interpretación en Robinson vienen derivados de estar atado a una tecnología más limitada: a falta de sensores de movimiento realmente fiables, todo el control se realiza mediante la mirada, centrándonos en un saliente y activando el agarre de manera contextual. Aun así, y sabiendo perdonar algunas imprecisiones ocasionales, la mayor parte de los momentos realmente memorables sin duda vienen de aquí.

El problema, claro, viene a la hora de ponerle precio a esos momentos. Es un escollo que suelo evitar, porque creo firmemente que el valor de un juego no puede reducirse a una pegatina sobre su portada, pero en casos como estos resulta inevitable hablar del elefante en la habitación: Robinson The Journey es un juego que dura cuatro horas y cuesta 60 euros. Y es algo que no debería suponer un mayor problema, si no fuera también otra cosa: un juego simplemente correcto, incluso mediocre en algunos apartados, que basa todo su potencial en la tecnología que lo soporta. Y no me refiero solo a la Realidad Virtual, sino a un despliegue gráfico que puede no ser lo que nos prometieron, pero sin duda supone la vara de medir que debería utilizarse a partir de ahora en Playstation VR. No es moco de pavo, y por eso no dudaría en recomendarlo si el desembolso fuera menor. Así las cosas, creo que es más sabio esperar: si algo tiene de bueno estar solo en un planeta perdido es que tienes todo el tiempo del mundo.

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