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Rockstar: Una cuestión de respeto

Analizamos las claves del éxito de Grand Theft Auto.

La experiencia nos ha hecho aprender que no existen las empresas adorables. Somos una generación que no se fía ni de su sombra: hemos visto a Starbucks hundir a los bares de toda la vida a base de saturar el mercado circundante con sus diminutos cafés a 3 euros y sus sonrisas amables; hemos visto las factorías de Nike en las que la “fuerza de trabajo” duerme junto a las máquinas de coser; hemos visto a Google y a Time/Warner deformar el mundo. Como la fabulosa caricatura que nos presentaba Futurama con la Mom´s Friendly Robot Company, sabemos que detrás de las compañías que se lucran con nuestro dinero no hay más amor que el desmedido cariño que las juntas generales de accionistas sienten por los incrementos porcentuales en base interanual. Asumimos con total naturalidad que las compañías empresariales harán lo que les convenga para obtenerlos y después harán pasar sus esfuerzos como si respondiesen a nuestras necesidades: simplemente nos limitamos a odiarles de manera más o menos abierta, aun a pesar, o –quizás más bien precisamente–, porque casi siempre terminamos consumiendo sus productos.

Y, sin embargo, quedan aún milagrosas y minoritarias excepciones a esta regla: poca gente odia a la HBO, a Pixar, a Valve… O a Rockstar Games. El caso de éstos últimos es realmente llamativo. Rockstar es la propietaria de la franquicia de juegos de reciente cuño más potente del mercado: Grand Theft Auto. Sus GTAs no sólo se venden como rosquillas, sino que son casi unánimemente alabados tanto por la crítica especializada como por el público general y, fuera del más rancio y conservador círculo de la derecha religiosa estadounidense (y de sus imitadores), casi nadie habla mal de la compañía. La empresa sigue gozando de la simpatía del público y su imagen sigue evocando ciertas asociaciones positivas, incluso en los ámbitos en los que odiar cualquier cosa conocida por más de veinte personas es conditio sine qua non para ser tenido por alguien elegante, informado y perspicaz.

El reciente lanzamiento de GTA: Chinatown Wars es un buen ejemplo de ello. Metemos el cartucho en la ranura, encendemos nuestra Nintendo DS y lo primero que vemos es un maletín lleno de paquetes de droga que, luego de ser intercambiados por fajos de billetes, descubren el logo de Rockstar. GTA: Chinatown Wars es, seguramente, la entrega más ácida e irreverente de la saga, y quizás también la menos políticamente correcta. Estamos hablando de un título desarrollado en exclusiva para una consola cuyo target de público no se ajusta a los cánones tradicionales del mercado, un soporte en cuyo catálogo (y en cuyo Top 20 de ventas) abundan los títulos educativos e infantiles, los manuales de cocina y los coachers. El grado de ironía es notable, especialmente cuando atendemos a la acogida de que el juego ha gozado: ha cosechado críticas sobresalientes y se prevén cifras espectaculares de ventas.

Grand Theft Auto (1997).

Habrá quien quiera explicar este fenómeno aduciendo que la polémica siempre vende y que, en el fondo, el aire de pusilanimidad generalizado en nuestros días hace atractivos a los ojos cualquier producto que venga acompañado de un aroma suficiente de proscrita renegación; que todos queremos ser partícipes del encanto que envuelve lo marginal y del carisma que irradia la rebeldía. Estas explicaciones quizás no estén completamente faltas de razón, pero resultan simplistas. El previsible éxito de GTA: Chinatown Wars, así como el innegable triunfo de las anteriores entregas de la franquicia, no es tanto fruto de factores psicosociológicos, sino que es mucho más la ratificación de un axioma que casi toda empresa olvida cuando sobrepasa un cierto tamaño: la inteligencia en el diseño y el respeto por el usuario crean productos mejores.

Las dos primeras entregas de la saga GTA son vistas ahora como clásicos y como juegos esencialmente rompedores, pero en plena honestidad hay que decir que afirmar eso ahora es como hacer la quiniela del domingo con el periódico del lunes en la mano. Apostar como lo hizo Rockstar por un juego como GTA III fue, en su momento, un movimiento arriesgado que muy bien podría haberles costado muy caro. Supieron, empero, rescatar todo lo que funcionaba bien en sus dos primeros juegos y lo incluyeron en un cocktail tridimensional que, literalmente, marcó un antes y un después en la industria del videojuego.