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Análisis de Romance of the Three Kingdoms XIV

No eres tú, soy yo.

Una curva de aprendizaje innecesariamente escarpada impide a esta nueva entrega sacar partido de su inteligente giro al wargame.

En el párrafo inicial del fabuloso texto que le dedicó a Slay the Spire con motivo de su análisis. mi compañera Paula García reflexiona de manera especialmente acertada sobre el proceso de aprendizaje; sobre lo que tiene de íntimo, de sentimental, y sobre como esa tímida curiosidad inicial puede tornarse en obsesión si el juego sabe manejar los tiempos como es debido. Siempre me ha gustado pensar que esas primeras partidas, esos primeros cabezazos con los que el jugador intenta tumbar la puerta de un conjunto de reglas que a priori le resultan desconocidas tienen mucho de primera cita, y que como tal admiten unas cuantas torpezas e incluso despiden un cierto candor: meter la pata hasta el fondo el día que por fin te animas a quedar en un bar y sonreír con inseguridad esperando que no se haya notado mucho siempre ha tenido un puntito romántico.

Nadie nace aprendido, y por eso, estirando el símil, también creo que salvar el abismo entre la ineptitud adorable que uno espera de un primer contacto y ese momento en el que todo hace click debería parecerse mucho a un cortejo: el juego debe saber seducirnos revelándose poco a poco, jugando con tiempos, mecánicas y expectativas con la picardía de quien quiere llevarnos al huerto sin dejar ver todas sus cartas de golpe, y abriéndose de verdad, con la confianza plena de quien también deja ver sus miserias, solo cuando está seguro de tenernos totalmente en el bote. Volviendo al texto de Paula diría que en los juegos de estrategia ese momento tiene que ver con la creatividad, y que el enamoramiento real llega cuando el jugador deja de ver cada mecánica individual como un obstáculo a superar y comienza a entenderla como una herramienta con la que expresarse. Ser un gran juego no basta: hay toda una rama del diseño enfocada a hacer esta curva amable, a llevar esta nave a puerto asegurándose de que una mala cita no nos arruine a la larga conocer al juego de nuestra vida. Hay que saber venderse, en definitiva.

Jugando a Romance of the Three Kingdoms XIV he pensado mucho en esto no solo porque Slay the Spire me obsesione y sea uno de los mejores ejemplos de este tipo de seducción, sino porque me llama poderosamente la atención que una serie con la palabra "Romance" en el título entienda el cortejo así: como una primera cita en la que te invita a tomar una Fanta y te cuenta entre risas que le gusta viajar y que estudió empresariales, una segunda en la que te besa en la mejilla al salir del cine, y una tercera en la que aparece vestida de cuero, te golpea con una fusta y te informa de que mañana toca comer con la abuela.

Si sentís que quizá falten un par de fases en todo esto es porque Romance of the Three Kingdoms XIV es así, un juego que ama deprisa, una experiencia de alta estrategia que te deja caer cuatro pinceladas sobre sus fundamentos más elementales con el sonrojo de un adolescente enamoriscado y a la mañana siguiente te propone matrimonio vestida de Elvis. No hay tiempo para procesar nada, no hay un progreso, no hay una escalada razonable de conceptos y acontecimientos: hay cuatro tutoriales contados que nos explican, con mucho mimo eso sí, todos los principios de movimiento de tropas, construcción de torretas y gestión de recursos que podríamos haber aprendido por nosotros mismos, y a renglón seguido lo que llega es la nada, o mejor dicho todo a la vez.

Lo que llega es un modo libre que en esta ocasión viene a jubilar al llamado Modo Héroe de la pasada entrega, esto es, a la acostumbrada sucesión de eventos históricos predeterminados que este tipo de juegos suelen emplear a modo de campaña de introducción, desgranando sus sistemas más avanzados mientras comenzamos a unificar China. Y no es que estos eventos hayan faltado a la cita, porque de hecho su número es mayor que nunca: los primeros pasos de la rebelión de los turbantes amarillos, la batalla de Guandu, el asalto a Hanzhong... la cantidad de puntos de partida históricos que podemos configurar para esta campaña a la carta es más que nutrida y a buen seguro los conocedores del material original (una novela china del siglo XIV, no estamos hablando precisamente de Harry Potter) tendrán motivos para celebrar, pero esa flexibilidad a la hora de seleccionar año de partida, generales en liza, armada a capitanear e incluso núcleos urbanos controlados por cada fuerza se ha llevado por delante cualquier intención didáctica. Ya no hay consejeros que te expliquen las cosas despacio. Ya no hay capítulos concretos dedicados a las intrigas palaciegas, o a lidiar con los espías, o a estimular la economía local. Lo que hay es un puñal, una cantimplora, y una jungla de sistemas interconectados en la que el juego nos abandona apenas media hora después de arrancarlo por primera vez, con la única ayuda de un glosario y una pequeña enciclopedia de consejos en texto. Y ya está.

Y es una lástima, porque todo el esfuerzo que el juego ha dejado de hacer en lo tocante a venderse, a llevar de la mano al novato hasta ese punto dulce en el que es capaz de entender qué demonios está pasando y anticiparse a la situación, coincide con una entrega en la que sí se ha trabajado en dulcificar los sistemas en sí. Viniendo de su episodio número trece Romance of the Three Kingdoms XIV es un juego más legible, más elegante, e incluso me atrevería a decir que un puntito menos profundo, aunque todo obedece a una finalidad clara: alejarse un par de pasos del simulador de alta estrategia voluntarioso pero torpón y acercarse al wargame de toda la vida mediante un rediseño del mapa que ahora funciona mediante casillas hexagonales. El juego es menos un mundo y más un tablero, es menos una China dividida en prefecturas y ciudades que microgestionar individualmente y más un conjunto de nodos (núcleos, según la nomenclatura oficial del juego) de colores que conquistar de una manera u otra para ensanchar nuestro área de influencia y con ella estimular la obtención de recursos y alimentar nuestra propia expansión. Romance of the Three Kingdoms XIV ahora es más videojuego, por así decirlo, y creo que es la decisión acertada.

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Y lo es sobre todo por el funcionamiento de un esquema de colores que esta vez sí se hace auto explicativo desde el primer momento, aportando una coherencia mecánica a todo el conjunto y vinculando entre sí a una serie de sistemas que ahora recuerdan menos a una sartenada de ideas desconectadas unas de otras. Partiendo de una vista elevada a la Civilization por la que podemos rotar la cámara, desplazarnos libremente y hacer zoom a placer y de las mencionadas casillas hexagonales lo que el juego propone es un Splatoon del medievo, una confrontación de fuerzas coloreadas que teñirá de nuestro blasón cada nuevo nodo alcanzado y posteriormente nos pedirá dedicar una fuerza itinerante para acabar de pintar las casillas de cada provincia y asegurarnos su control absoluto. Y con el control, claro, llegan las posibilidades: una provincia controlada nos permite nombrar un gobernador, o un encargado de reclutamiento, o a alguien que se dedique a lidiar con los comerciantes, y a su vez este tipo de nombramientos irán tiñendo automáticamente las casillas adyacentes al núcleo en cuestión si el gobernador elegido tiene suficiente carisma. Por entendernos, el juego es tan literal en su aproximación a esta jugabilidad de cartón y tablero que, llegado cierto momento, rodear un núcleo enemigo de núcleos de nuestro color nos permitirá asimilarlo sin necesidad de una intervención militar.

Una manera elegante y minimalista de representar conceptos como el liderazgo, la influencia, la colonización cultural o las columnas de infantería aplastando una aldea tras otra bajo sus botas para asegurarse su fidelidad al emperador, y un sistema que brilla especialmente en todo lo tocante al combate. Romance of the Three Kingdoms nunca ha sido Total War, pero quizá ahora lo pretenda menos, y en lugar de bajar al barro a lidiar con unidades de caballería o a plantar las lanzas delante de los arqueros prefiere mantener una visión elevada del conflicto en la que el control del territorio, y con él de los suministros, supone un mundo de diferencia. Ahora cargar a lo loco contra una capital enemiga sin dedicar unos cuantos turnos a pintar las zonas colindantes de nuestro color tiene efectos demoledores sobre la moral de la tropa porque a nadie le gusta jugar fuera de casa, y lo mismo sucede con las retiradas desesperadas que ceden demasiado terreno al ejército rival.

Ahora hay que mantener una visión global del terreno, ahora hay que sopesar si un ataque relámpago antes de que las fuerzas enemigas se recuperen no acabará dejándonos vendidos y, sobre todo, ahora es posible ejecutar con maestría ese movimiento con el que sueña todo estratega de sofá y mantita: evitar el enfrentamiento directo hasta que hayamos cortado la línea de abastecimiento del invasor. Haber sabido traducir todo esto a una simple confrontación espacial, al rojo, el azul y el verde, es inteligente y audaz, y quizá por eso tenga sentido que la configuración de las propias unidades acompañe a la idea abandonando esos paradigmas clásicos de arcos y lanzas que mencionábamos antes para centrarse en su dimensión geométrica: hay formaciones en flecha que simplemente cubren terreno más rápido, hay unidades en forma de S que pueden moverse mejor por montañas o bosques, hay una utilísima configuración en U que permite pintar más casillas en cada turno a expensas de la velocidad de desplazamiento... hay armonía con las nuevas reglas, y mientras no salgamos de aquí todo funciona estupendamente.

El problema es que tarde o temprano habrá que salir, porque Romance of the Three Kingdoms es muchas más cosas que pintar ciudades de rojo. Porque su intención siempre ha sido la de traducir también toda esa complejidad política, todo ese maremágnum de personajes, toda esa sutileza de la doncella que envenena al campeón para que la tropa pierda su rumbo. Todas esas mecánicas que aquí también han sufrido una remodelación radical, y que nadie se para a explicarnos. Sobrevivir más allá del primer puñado de turnos implica por fuerza sacar partido del menú de conjuras, navegar nuestra propia corte con tino, entender las relaciones entre los personajes y saber cuando es más inteligente provocar el desgobierno en una provincia rival que intentar aplastarla bajo las lanzas, y supongo que por eso es relativamente grave que tras un buen puñado de horas aún no sepa decir a ciencia cierta si algunas de las estratagemas elementales en la edición anterior son simplemente posibles aquí.

Que la documentación es insuficiente y los tutoriales dramáticamente escasos me atrevería a decir que es un hecho, y en este sentido tampoco ayuda que la interfaz en consolas sea un pequeño desastre. Entiendo que va en el cargo, porque Romance of the Three Kingdoms XIV tampoco es Animal Crossing y jugar a estas cosas sin un ratón siempre ha supuesto un suplicio importante, pero aún predispuestos a hacer la vista gorda con ciertas asperezas sigue llamando la atención que los menús sean tan toscos, que el mapeado de atajos sea tan poco intuitivo o que el juego falle incluso a la hora de resaltar correctamente la opción que intentamos tomar. Como es natural no hay interfaz paupérrima que resista el empuje de la costumbre y de un jugador verdaderamente entregado, y con el tiempo Romance of the Three Kingdoms XIV puede domarse.

Aunque a veces el botón de confirmar sea el cuadrado y a veces la X, aunque no sepamos muy bien por qué no llegaron a activarse los ataques coordinados en nuestra última incursión, aunque tengamos bien claro que instigar una rebelión en Xiaopei beneficiaría a nuestros intereses pero no sepamos atinar con el comando adecuado, la meta de convertir el juego en ese lienzo sobre el que pintar nuestras ambiciones siempre está ahí, lejana pero posible. No cuesta ver que en el fondo de Romance of the Three Kingdoms XIV se encierra un corazón de oro sepultado bajo una tonelada de decisiones muy cuestionables, pero será cosa de cada uno decidir si quiere meterse en la cama con alguien que exige tanto desde el principio.

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