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Análisis de Rustler - El GTA del Medievo tiene carisma pero en lo jugable necesita más caballos de potencia

Horse Luis.

Socarrón, pop y pasado de vueltas, Rustler es tan homenaje al sandbox clásico como testimonio de la evolución del género.

Hay términos que, con el paso del tiempo, se suelen vaciar de contenido. "Genio", "infravalorado" o "chocolicioso" se cuentan entre ellos y, sin embargo, ninguno de ellos se ha visto tan maltratado como el pobre calificativo "revolucionario". Pero si revisamos la trayectoria de este medio sí nos daremos cuenta de que hubo veces en las que se empleó con conocimiento de causa. La saga Grand Theft Auto se puso el mundo por montera con su tercera entrega - la cual vive su vigésimo aniversario este 2021 - y, ya de paso, sentó las primeras bases del sandbox tal y como lo conocemos hoy en día gracias a su salto a las 3D. Pero aunque ese punto de inflexión es innegable, conviene no olvidar la existencia de sus dos entregas anteriores. Si hoy robamos coches, asaltamos a los transeúntes y vigilamos el nivel de alerta a las autoridades es porque Grand Theft Auto, con su perspectiva cenital y un desarrollo mucho menos cinematográfico, comenzó a experimentar con la libertad a la hora de encarar los objetivos y la jugabilidad emergente. Ese gameplay era directo, urbano y descarado, una suerte de diamante en bruto que se ganó el corazón de muchos jugadores. Pero, ¿qué pasaría si abandonásemos la ambientación del crimen moderno? ¿Y si en vez de tiroteos hubiera duelos a espadazos y empleásemos cotas de malla en vez chalecos de kevlar?

Sin duda, alguien debió de hacerse esas preguntas antes que yo, porque la respuesta a ambas es Rustler. Este título indie - que bien podría traducirse como "cuatrero" o los muy castellanos "robaperas" y "robagallinas" - nos traslada a una imposible Edad Media en la que Guy y su colega de fechorías, Buddy - telita con los nombres - harán todo lo posible para conquistar el Sueño Medievano. Esto es, matar, robar, trapichear y hasta puede que montar en vaca para ganarse, cualquier ilegalidad mediante, la mano de la Princesa en el Torneo del Reino.

Esta premisa, que parece surgir de una Rockstar perteneciente al Mester de Juglaría, se apoya, como ya habréis intuido, en una presentación visual que se inspira sin tapujos en las dos primeras encarnaciones de Grand Theft Auto. Rustler, sin embargo, inclina levemente su cámara para presentar la acción de una forma más orgánica y contemporánea, e integra, además, un efecto que eliminará de nuestro campo de visión cualquier elemento del paisaje que pueda entorpecer el desarrollo. Así, salvo que nos metamos por pasajes y algún que otro edificio, se puede contemplar sin problemas un apartado visual colorista y agradable, con unos modelados sencillos que, en el caso de los personajes, incorporan pinceladas de cel-shading y unos retratos muy comiqueros que redondean su presentación. Es aquí donde empiezan varios de los problemas de Rustler, puesto que muchas de esas ilustraciones - principalmente en los personajes con escaso peso argumental - parecen cortadas por un mismo patrón, incorporando los cambios mínimos para salir del paso. Una tendencia a repetirse que se aprecia, además, en animaciones, modelados o un apartado sonoro que no pasa de correcto, con unos efectos cumplidores o una banda sonora que posee algunos temas brillantes - la mezcla de melodía folk con bases de hip-hop que confirma que hemos completado una misión es brutal - pero que, en absoluto, posee las colosales dimensiones de cualquier referente del género.

No obstante, Rustler sí consigue emular gran parte de la inmediatez jugable que caracterizaba a los primeros GTA. El resto de la receta la componía, claro, un entorno lleno de aceras, coches, policías y oportunidades para el crimen. Ni que decir tiene que nada de eso tiene espacio en Rustler, un título en el que es más fácil llevar la cuenta de las rigurosidades históricas que la de las idas de olla; desde el descacharrante vídeo que nos da la bienvenida, con un grupo de gente que parece hacer rol en vivo siguiendo las dinámicas del juego, hasta la aparición, ya in-game, de guardias reales montados en caballos con sirenas policiales, queda claro que aquí vale todo. Los juglares hacen beatboxing, las peleas son MMA (Medieval Martial Arts) y Excalibur es un atrezzo de un artista venido a menos en un mundo lleno de chistes de pedos, diálogos imbéciles y referencias constantes a los Monty Python o lo más granado de la cultura popular.

Gran parte de esas referencias no tendrán un impacto directo en la jugabilidad y aparecerán, simple y llanamente, para seguir recordándonos que Rustler es una permanente pasada de rosca. No obstante, este Grand Theft Horse no esconde en absoluto que es, en términos jugables, una suerte de heredero/homenaje de GTA I y II: niveles de búsqueda de la Guardia Real, flechas que nos guiarán a nuestro destino o la misión más cercana o un Pimp-A-Horse que pintará las crines de nuestro cuadrúpedo y así confundir a nuestros perseguidores - ¿qué apodos ingeniosos les pondrían a los centinelas de la Edad Media? - son un puñado de mecánicas fácilmente rastreables hasta los clásicos de aquella primeriza Rockstar. Pero todavía quedaban muchos lustros para que la pólvora llegara a manos de los maestros armeros, así que el combate de Rustler es, salvo la puntual aparición de la ballesta, a sangre y acero. Poca profundidad encontramos aquí, con un sistema de combate sencillo y accesible y que se articula en torno a tres aspectos fundamentales. El primero de ellos son las sempiternas barras de energía, vida y, si buscamos bien por el mapeado, armaduras de distintos acabados. Por otra parte, la repisa del armamento bien podría haber salido de Los Caballeros de la Mesa Cuadrada - sí, Cuadrada -, con la siempre funcional combinación de espada y escudo, lanzas, alabardas y alguna que otra sorpresa que no se puede contar hasta dos... salvo que sea para llegar hasta el tres. Entonces sí. Finalmente, los ataques de nuestro asaltador de caminos no serán muy variados pero nos permitirán salir del paso: golpe normal, golpe fuerte, defensa y un más que conveniente parry serán todos los recursos a nuestra disposición. Sin embargo, podremos invertir el dulce néctar de la victoria al completar cada quest - los puntos de habilidad - en mejorar nuestras habilidades para el reparto indiscriminado de mandobles, para contratar bardos que nos amenicen las hazañas con el tañido de sus laúdes o para cualesquiera otras habilidades que vuesas mercedes estimen oportuno. Siempre que estén en la lista, claro: nada de querer montar un Balrog o algo así.

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Y aunque gran parte de lo descrito hasta ahora ponía unos cimientos sólidos para establecer un mundo lleno de posibilidades, los problemas afloran cuando a esa ambientación hay que añadirle oportunidades jugables. Es ahí donde las costuras de Rustler comienzan a ser visibles puesto que, por un lado, la estructura de las misiones - y tanto nos dará que nos refiramos a las principales como las secundarias - tiende a no alejarse de los objetivos más básicos del sandbox - "Ve allá", "consígueme esto" - o conclusiones igual de manidas - "acaba con X", "huye de Y" -. Hay, no obstante, pinceladas de genuina creatividad con las mecánicas, sobre todo en los compases finales, pero están tan alejadas entre sí que no revierten una jugabilidad que se antoja, en suma, anticuada. Una cuestión lógica, por otra parte, si tenemos en cuenta que Rustler toma la decisión consciente de mimetizar títulos con más de dos décadas a sus espaldas. Por si fuera poco, a esas sensaciones no ayudan, en absoluto, ni el escueto sistema de combate, ni un mapa de reducidas dimensiones, ni unos problemas de rendimiento que, teniendo como referencia la versión de PlayStation 5, deberían ser, en el peor de los casos, testimoniales.

Y aun con todos sus problemas, Rustler es capaz de atesorar cierto carisma. Pese a la parte de incontestable sabor añejo de su gameplay, este sentido homenaje a los clásicos mezcla de forma astuta un asalto humorístico constante junto a quests que se suceden en un suspiro. Así, si comulgamos con su particular sentido del humor, es fácil pasar ratos muy agradables y alocados en torno a un título de duración ajustada y que no quiere abusar de nuestra hospitalidad pese a que, siguiendo los cánones del género, ofrece actividades como el Taxiballo o el Carroambulancia - me los he inventado, por supuesto - y nos invita a llenar las horas que hagan falta devolviéndole al Reino un minúsculo pedacito de todo lo que le hemos robado. Y es que pocas cosas tan gratificantes hay como recoger los cadáveres de las vidas que nosotros mismos hemos segado con una máscara de caballo, tirándonos pedos y atropellando a mucha más gente por el camino. Materia de juglares, cantares y leyendas.

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