Sandra
Jugabilidad emocional.
Se llamaba –se llama– Sandra Santiago, una chica guapa, una chica-chica-bo del calibre ciento treinta y tres, como diría la vieja canción miliciana cantada por los quintos de las películas en blanco y negro. Guapa siempre, llueva o haga sol, ojos azules sobre piel de leche, pelo negro como boca de lobo, sonrisa sempiterna, siempre allí, para alegrarme el día.
La conozco –nos conocemos– desde los cuatro años, allá en parvulitos de una perdida pre-EGB, hasta que terminamos los ocho cursos de la susodicha, chiquilla sencilla y hasta simplona; vive a dos calles de mi casa, prácticamente somos vecinos, de la misma zona al menos, y no es extraño que nos crucemos día sí día no por la calle, a la vuelta o a la ida, yendo o viniendo. No recuerdo que nos hayamos parado nunca a hablar, un simple hola-adiós es todo lo que intercambiamos a pesar de los lustros y lustros que hace que nos conocemos. Me alegro de conocer su nombre y saber alguna cosa de ella por muy poco que sea, esos días en los cuales nuestros pasos se entrecruzan me brindan un regalo impagable: un saludo, un simple saludo verbal y un mensaje de paz y sosiego que sale disparado de sus ojos con la precisión de un francotirador de élite. Se lo resumo que puedo: me alegra el día, encontrarme con Sandra y saludarnos me alegra el día, por muy traidor y perro que sea me lo alegra.
No sé si es magia pura, no sé si Sandra tiene un poder sintomático sobre mí, no sé si su mirada, si su sonrisa timidísima están cargadas de Tranquimazin, Paracetamol o Valium en forma de éter. Es verla y caérseme el alma a los pies. Me consta que no sólo me pasa a mí, a otros compañeros de correrías con pantalones cortos y coderas en el jersey les sucede lo mismo, en más de una ocasión hemos intercambiado confidencias prácticamente crípticas que se reducen a un '¿Sabes? Hoy he visto a Sandra' y mi interlocutor y yo nos quedamos con sonrisa recortada, mirada lánguida y un suspiro a dúo nos envuelve. Este es el don que tiene Sandra sobre nosotros, más sobre mí, qué duda cabe, a mí me afecta mucho más que a cualquier otro, me apacigua encontrármela, ya digo, generalmente los días en que mi humor es tormentoso.
Salvando mucho las distancias también tengo videojuegos que me resultan balsámicos, los hay que me estimulan a limar adrenalina, otros actúan endorfínicamente, unos pocos me ponen los pelos como escarpias al redescubrir sus cualidades técnicas o argumentales. Debe ser como cuando uno quiere emborracharse a cosa hecha, qué bebida espirituosa es la más efectiva para que su cuerpo alcance el nirvana etílico, o cómo elegir una de esas canciones que forman la banda sonora de nuestra vida, la sintonía que nos pone blanditos, la música que nos azuza a meternos caña en el gimnasio, la canción que hace que nuestros pies se muevan solos, el tema que nos hace llorar como madalenas.
¿Ustedes tienen también videojuegos que les provocan respuestas emocionales? Yo creo que sí, y sin necesidad de jugar o con pretensiones específicas para petárselo, una Abadía del Crimen, un Myst o un Resident Evil con el que disfrutan paseando por sus escenarios, simplemente paseando; un Asteroids, un Splatter House o un Bioshock para autoinquietarse en una sesión de videosado sostenido; un Ghost’n Goblins, un Castlevania o un Crysis para flipar con los detalles gráficos y sentirse animados a, no sé, revolcarse en la propia insuficiencia o resistirse a conformarse e intentar hacer algo más tremendo que lo que nos devuelve la pantalla. Videojuegos, digo, que estimulan por activa o por pasiva, videojuegos como tratamiento emocional que plantados de sopetón delante nuestro, encontrados fortuitamente nos influyen de una manera extraña y de explicación incómoda, como Sandra Santiago, esa chica que cuando la veo me alegra el día, por muy traidor y perro que estuviera siendo ese día.
Diseño del logo de portada de Lawrence Pernica, extraído de Threadless.com.