Análisis de Sea of Thieves
¡Oh capitán, mi capitán!
En uno de los momentos más memorables en mis incontables horas jugando a Sea of Thieves, mi tripulación y yo nos dirigíamos en galeón a una de las raids públicas que hay repartidas por el mapa del mundo, señaladas por una nube con forma de calavera gigante de ojos centelleantes. Mientras dos de ellos arriaban y cambiaban el ángulo de las velas para aprovechar la dirección del viento y el tercero mantenía la ruta en el timón echando de vez en cuando un vistazo al mapa, yo, con toda la dedicación que granjea años de práctica jugando a videojuegos, me centraba en vaciar las reservas de grog del barco. La ebriedad apareció ya tras la primera jarra, pero no me privó de beber una tercera, y entre los tambaleos de mi personaje y los reproches de mis compañeros que, muy profesionales ellos, seguían ceñidos a su tarea y ajenos a la intoxicación etílica, la situación empezó a complicarse. Ya no solo porque nos estuviéramos acercando a nuestro destino y decenas de esqueletos aguardaran con cañones y trabucos, sino porque empezaba a ser necesario el trabajo en equipo y yo apenas sabía por qué dirección me daba el viento. Conseguir caminar en línea recta ya era mi propia raid, y encima seguía teniendo planeado ponerme a bailar en el bauprés.
Consciente de mis limitaciones, hice lo único que podía hacer en esa situación: resignarme y echar la pota encima de uno de ellos. De perdidos al río (mar, en este caso). El hartazgo general se hizo más patente, y justo cuando mi tripulación estaba a punto de ponerse de acuerdo y votar para encerrarme en la prisión improvisada del piso inferior el impacto de un cañonazo nos aturdió a todos. La cosa se estaba poniendo seria, así que aprovechando que me iba bajando la caraja decidí atarme el pañuelo a la cabeza y empezar a achicar el agua que se colaba en el interior del galeón mientras los demás reparaban los boquetes para impedir que esto acabara como el Titanic. La cosa fue bien, por suerte. "Ve al ancla y suéltala cuando te diga", me indicó el compañero a cargo del timón, que se acercaba con temeridad a la isla. "¡Ahora!", espetó, y eso hice; solté el ancla justo cuando él viró todo a la izquierda y vi pasar por delante de mí con un barrido uno de los enormes pedruscos que había cerca de la isla. Por poco. El barco giró bruscamente, crujió y ancló lo suficientemente cerca como para poder llegar a tierra saltando por proa; había que nadar un poco, aun así, y para evitar a los tiburones que moraban por ahí cerca alguno decidió meterse en un cañón y dispararse por los aires para ahorrarse el chapuzón. Esto había empezado ya, y justo cuando asomaba la sobriedad. El timing.
La isla, con un torreón principal y varios secundarios repartidos por su periferia, estaba repleta de esqueletos, y había que coordinarse bien. Oleada tras oleada fuimos dando buena cuenta de ellos. De los normales, los enemigos genéricos que mueren con tres o cuatro espadazos o un par de tiros; de los de oro, a los que hay que acercar al agua para que se oxiden y sean vulnerables; de los verdes, que cubiertos de hojarasca son (o parecen) más vulnerables al ataque cuerpo a cuerpo que al fuego directo y se fortalecen en contacto con el agua; de los negros, que son invencibles cuando cae la noche y hay que iluminar con el farolillo antes de atacar. Salían de todas partes, así que era importante que nos mantuviéramos unidos. El aire casi se podía cortar porque sabíamos que estaban en juego miles de monedas de oro, pero también que en cualquier momento un barco enemigo podía acercarse, sabotear nuestro navío mientras luchábamos por sobrevivir y aguardar a que termináramos con las oleadas para atacar y llevarse ellos el botín. Las bananas escaseaban en los barriles de la isla, y como no hay otra forma de recuperar vida nos atrincheramos en una pasarela de un extremo en la que muy convenientemente se encontraba una caja para recargar munición, para atraer a los enemigos con intención de que subieran en fila y cavaran su propia tumba. Y así fue. Tras un momento de tensión apareció el Capitán. Ya estábamos cerca. Pistoletazo, pistoletazo, salto, espadazo. Todos disparábamos sabiendo que el ruido podía alertar a los barcos cercanos, pero se rozaba la victoria con los dedos. Pam, pam, pam, muerto.
El Capitán soltó la llave que abría el portón situado bajo la torre principal. Había valido la pena, la sala estaba repleta de tesoros. De cofres, de calaveras, de vasijas, de barriles de pólvora. Eso eran miles de monedas en el mercado pirata, pero había que darse prisa porque cargar con todo hasta el galeón requería tiempo y cada segundo el riesgo de ser descubiertos aumentaba. Alguno logró esquivar a los tiburones y asegurar parte del botín. Otros nos quedamos en tierra, sacando los tesoros y dejándolos en la orilla para que el trabajo en cadena fuera más efectivo. Y fue entonces, cuando dejé uno de los cofres y alcé la vista, cuando vi cómo se acercaba un pequeño balandro tripulado por dos piratas que sabían que les había tocado el gordo. Empezaron a atacar, y se desató el pánico; de nuevo, haciendo alarde de una organización que no suele acompañarme en mi rutina, nos dividimos las tareas, y uno se quedó custodiando los tesoros mientras otros reparaban el barco y respondían a la ofensiva yendo a por los saboteadores. La coordinación era vital: si nos mataban, si hundían el célebre galeón SS Venérea (el nombre no es mío, por si os lo estáis preguntando), todo se iría a pique. Los muy rufianes disparaban cañonazos desde puntos muertos que los nuestros no alcanzaban; para hacerlo teníamos que mover la nave, pero era un proceso demasiado lento. Un boquete se reparaba justo cuando aparecía otro, y mientras cargábamos el resto de cofres y calaveras y los enemigos estaban distraídos tejiendo su estrategia, un compañero logró infiltrarse a nado y de manera sibilina en su balandro, soltó el ancla para inmovilizarlos y los mató en un abrir y cerrar de ojos. Recibieron algún que otro cañonazo mientras reposicionábamos el barco y alabábamos al héroe improvisado, y una vez hicieron respawn decidieron que, al fin y al cabo, quizá no había sido tan buena idea pararse a ver qué se cocía y salieron por patas. Pero apuntamos. Disparamos. Y les hundimos.
Lo teníamos. El barco estaba maltrecho y repleto de heridas de guerra, pero lo teníamos. Tan solo debíamos dirigirnos al puesto de avanzada más cercano y vender el botín a los tres mercaderes de las tres facciones interesadas para subir de rango y conseguir las tan preciadas monedas que, visto lo visto, superarían fácilmente las diez mil unidades, una cantidad ingente en comparación con las tareas más cotidianas, pero insuficiente aun así para hacerse con esas botas relucientes o esas velas de color negro que advierten a los demás de que llevas ya unos días acumulando más horas de juego que de sueño. No obstante estábamos eufóricos por tan suculenta recompensa, tanto, quizá, que no nos percatamos hasta que ya fue demasiado tarde de la enorme tormenta que había encapotado el cielo. La lluvia también era una enemiga con la que había que lidiar, porque el agua se iba acumulando y la cosa se podía poner bastante fea. Eso estaba cubierto. Pero de repente un destello asestó un golpe mortal al galeón y a cada uno de nosotros. Un rayo nos había dado de lleno. Bum. Los barriles de pólvora. Claro.
Reaparecimos con otro barco, en otra isla, frustrados y resignados, pero después de todo rendirse no era una opción. Buscamos en el mapa el nombre del fuerte que había sido nuestra tumba, y volvimos decididos a recuperar lo que era nuestro; allí estaban los cofres y las calaveras cuando llegamos, flotando a la deriva. Teníamos que darnos prisa, así que uno de nosotros se quedó en el agua con el único fin de coger los objetos y soltarlos de nuevo para evitar que desaparecieran ante nuestros ojos, mientras los demás los iban llevando hasta al barco. Más tiburones. Más tensión. Éxito.
Sea of Thieves no trata sobre su historia, sino sobre las historias que te suceden a ti. No hay un relato predeterminado que nos explique de dónde surge ese mundo y por qué es como es, pero tampoco parece preocuparse mucho por ello: quiere que te aventures, que salgas a la mar y decidas qué tipo de pirata quieres ser. Uno que ayude a los demás, que los traicione, que se dedique a ir por libre tranquilamente o a abordar el primer barco que vea. Es un mundo compartido con una propuesta sencilla que se basa en buscar algo, coger algo y entregar algo, siempre con la amenaza sobrevolando. Porque puede aparecer alguien mientras estás distraído resolviendo el enigma de una isla, abordar tu barco anclado en la orilla y llevarse todo lo que hay dentro antes de hundirlo. El juego de Rare quiere ser descubierto y no explicado porque son las interacciones con los jugadores las que cuentan su historia, y desecha el tutorial y cualquier indicación que te diga qué tienes que hacer. Las misiones, llamadas aquí travesías, son asignaciones anecdóticas que deben votarse en grupo y que mapa mediante llevan a islas en las que tienes que orientarte para desenterrar tesoros, solucionar acertijos, combatir a oleadas de esqueletos o enjaular a gallinas y cerdos para comerciar con ellos. No hay más mapa del mundo que el que se queda en el barco, y dependes de mapas del tesoro, de la brújula y de la observación para saber dónde se encuentra cada cosa. Es un juego de piratas y exploración, una caja de arena para todo aquel que de pequeño se creía el Capitán Barbarroja juntando dos sillas del comedor y subiéndose encima. Y eso es bonito porque permite echar a volar la imaginación, pero dos sillas de mimbre tienen sus limitaciones y aunque creer es poder llega un momento en que te bajas porque la cosa, por mucho empeño que le quieras poner, no da más de sí.
Sea of Thieves tiene un poco de eso, también. Es cierto que su contenido es limitado y que no parece estar listo del todo, pero es algo que puede deberse a su propia naturaleza: aunque subimos de rango en cada una de las tres facciones a medida que cumplimos travesías, no hay una progresión real del personaje. Comprarte ese trabuco de quince mil monedas no va a hacer que envíes al otro barrio a cualquiera de un solo tiro, porque aquí las armas, objetos y modificaciones son meramente estéticas. En lugar de empoderar al jugador, Sea of Thieves amenaza al resto con un mensaje que capta rápidamente todo aquel que lleva un poco jugando: un galeón de velas negras y rojas quizá no es el más indicado para abordar, porque esa gente, sin duda, lleva más horas que tú a las espaldas. Pero lo mejor es que puedes intentarlo, porque las armas a su alcance son las mismas que las tuyas: solo cambia la estrategia. Que las misiones terminen haciéndose rutinarias y repetitivas, algo que sucede mucho antes si juegas en solitario, denota sin duda que falta contenido por añadir, pero más lo denota que a partir del rango 20 subir de nivel sea toda una odisea: tres raids pueden traducirse en un aumento de medio nivel, algo insignificante para los estándares del juego, y la cosa va a más cuanto más progresamos. Quizá en Rare todavía están preparando las misiones de tipo legendario, o quizá es que se supone que la cosa tiene que ser así de tediosa. Mal, sea como sea; los problemas de servidores y bugs que plagaban sus primeros días y que siguen haciéndolo de vez en cuando, como logros o monedas acumuladas que tardan en aparecer o no aparecen en absoluto, tampoco han ayudado demasiado.
Pero a pesar de eso, Sea of Thieves es un juego enormemente disfrutable. Lo es por esas anécdotas que surgen cuando aparece el Kraken repentinamente y consigues zafarte de él, cuando el mar está relajado y con la caída del día te pones a tocar y bailar con tus amigos en cubierta, y te sobrecoges con la espectacular recreación del mar y su oleaje (es un juego profundamente bello y perfectamente optimizado, el agua es claramente PlayStation 6); cuando embistes un barco y robas una calavera de oro. Cuando te caes al mar, borracho, y tienes que esperar a que aparezca Tritón para que te lleve de vuelta (el mejor Uber, por cierto). Cuando colaboras y haces amigos. Cuando por fin puedes comprarte esas malditas velas de 70.000 monedas. Los cimientos son sólidos, y las mecánicas tienen potencial para dar mucho juego si Rare no pierde la oportunidad de añadir más vida a su precioso mundo e incentivar con más empeño a los que juegan en solitario, un apartado en el que claramente juega, valga la redundancia, en desventaja. Porque cuando más luce es cuando funciona la comunicación y el trabajo en equipo. Es evidente que Sea of Thieves es un diamante bien tallado que todavía no se ha pulido, pero para algunos eso seguirá siendo un diamante. Todo depende de por dónde te pille el viento.