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Análisis de Sekiro: Shadows Die Twice

失敗を繰り返すことで、成功に至る.

Eurogamer.es - Imprescindible sello
Muy pocos juegos exigen lo que exige Sekiro. Prácticamente ninguno da tanto a cambio.

Solo al chocar las espadas te sientes realmente vivo.

Es solo un momento, un instante, el único realmente importante. El que lo decide todo con un destello, el que dibuja la frontera entre la vida y la muerte. Cuando las hojas se encuentran el baile se para, y el mundo entero parece detenerse con él. El ataque, la defensa, la figura de tu enemigo y la tuya propia, todo cambia de significado en ese preciso instante, y por el momento no hay más que saber. Es el primer combate. Si las espadas chocan significa que todo va bien.

Quizá por eso resulta tan elegante. Hay mucha víscera, mucha catarsis en el acero impactando contra el acero y regando de puntos de exclamación el enfrentamiento, pero dejando los sentimientos de lado un sistema así solo significa justicia: el que responde tarde cae, el que lo hace a tiempo sigue viviendo. Un tipo de justicia sencilla, directa, que no da rodeos ni amaña los frenos del resto de competidores de la carrera para hacernos sentir especiales; un tipo de justicia para la que no estamos acostumbrados. Por eso lo natural es intentar evitarla, deshonrando nuestro nombre y el de nuestra familia a cambio de avanzar unos pasos más, aunque sea arrodillado y entre las sombras. La única hoja que no encuentra obstáculos en su camino es la que se hunde en la espalda del enemigo.

Sekiro nos entiende, porque Sekiro no es un juego para buenas personas. Sí premia la valentía, la entrega de quien se sabe más peligroso que su enemigo y ataca sin dejar tregua ni espacio para la réplica, pero eso lo aprenderemos más tarde, cuando el juego nos considere dignos. Antes de eso, antes del honor y los duelos a la luz de la luna, nos enseña a sobrevivir. A leer el entorno, a apuñalar, a avanzar sin ser vistos, a escuchar tras un muro o bajo los cimientos de una posada esperando que una fanfarronada a destiempo pueda revelar un atajo, ya sea dentro del combate o fuera de él. Es, quizá, su manera de romper con su propia herencia, faltando a respeto a un padre que nunca vio con buenos ojos las salidas fáciles. En el fondo esta tampoco lo es: si Sekiro insiste en el sigilo, en la ocultación, en la investigación exhaustiva del escenario, es solo para castigar el doble de duro a ese discípulo dotado pero perezoso que pensaba confiarlo todo a su habilidad. Ahora preparar los enfrentamientos es al menos tan decisivo como ejecutarlos, y nuestro nuevo maestro demanda entrega total, en todos los apartados. No lo confundamos con debilidad.

Es algo que también aprenderemos temprano, en un nuevo combate, al enfrentarnos a un nuevo enemigo. Al asestar un golpe traicionero que de pronto adelante la mitad del trabajo, o al fallarlo y quedar vendidos frente a un rival con salud y postura intactas y una clara ventaja posicional. Así al menos lo dicta el camino del Shinobi, un estricto código amoral que entiende la victoria como el único fin y al propio asesino como la suma de su repertorio de jugarretas. Por eso ese puñado de tierra con el que cegar temporalmente a los enemigos es uno de los ítems más importantes, y por eso conviene prestar atención a todas esas bravuconadas y esas conversaciones a medias: otra de las lecciones más importantes que encierra Sekiro es que la gente habla cuando debería callar, y que tras sus palabras suelen esconderse colosos con problemas de indumentaria, bestias que temen al fuego o tantos otros usos de una herramienta Shinobi que ocupa el lugar del brazo que hemos perdido. Llegado el momento hablaremos de ella, pero primero es importante aclarar que esta y no otra es la manera que el juego ha encontrado para ser razonable y moderar su dificultad: recompensar al que escucha, al que reflexiona, al que experimenta. Es todo lo lejos que está dispuesto a llegar, digan lo que digan todos los columnistas del mundo. Es una cuestión de familia.

Y aun así podría parecer que aprovechar este tipo de tácticas es jugar sucio, porque nosotros también hemos recibido una educación estricta y conocemos bien lo que es jugar al despiste, engañando a la IA para romper grupos de enemigos casi triviales en solitario o buscando ese punto elevado y ese pasillo estrecho que rompan las reglas y sirvan a nuestros intereses. Todas esas cosas siguen ahí, en la forma de un juego inflexible pero imperfecto que parece recompensar la picardía incluso en lo referente a sus propios cimientos, pero por norma general es el propio trazado de sus niveles el que da el visto bueno a ese tipo de comportamiento.

Sekiro es más vertical, más amplio, más ambicioso, pero también el mismo tipo de diorama enfermizo que funciona a varios niveles y desafía nuestra percepción espacial: si descubres un camino alternativo es porque alguien se ha molestado en tallar sus salientes sobre la piedra, si encuentras una puerta cerrada probablemente pueda abrirse desde un lugar que no esperas, y si consigues un punto de ventaja desde el que caer como la misma muerte sobre la garganta del enemigo es porque alguien lo ha dispuesto todo para que así sea. Es admirable conseguir algo así, una experiencia tan controlada y medida, en un entorno que aprovecha como nunca antes las tres dimensiones, y lo es aún más hacerlo sin sacrificar ni por un momento el énfasis en el descubrimiento y la exploración. Quizá no esté siendo preciso del todo: lo sacrifica al principio, cuando todo parece lineal, cuando toca enseñarnos sus fundamentos, antes de que su mundo explote del todo. Cuando todavía se preocupa por hacernos sentir seguros.

No dura. Pronto se acaban las presentaciones y los miramientos, los ruedines de principiante y los peleles que necesitan tres o cuatro tajos para hacernos morder el polvo. Pronto terminan los combates en los que vale con saber que la espada también sirve para defenderse, y comienzan a desfilar ante nosotros tipos con nombre y apellidos, animales de dimensiones obscenas, seres deformes, pesadillas de todo tipo y condición que exhiben siempre unas cuantas barras de vida (algo que considero un error; entiendo las licencias que facilita la ambientación más o menos fantástica, pero cuando le corto el gaznate a un tipo me gusta sentir que es definitivo) y un abanico de habilidades que nos supera completamente. Son, claro, los bosses, o los mini bosses, porque ni esa distinción está clara en Sekiro, un juego que goza humillándote de manera inapelable para después escupirte que tu contrincante ni siquiera es un jefe como es debido.

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También son extremadamente frecuentes y salvando un par de excepciones desafíos durísimos incluso para los estándares del estudio, producto quizá de esa movilidad extra del personaje que había que compensar de alguna manera y de una extraña curva de dificultad invertida que reserva para el final los encuentros más duros, sí, pero nos hace encarar los primeros compases del juego con una barra de salud ridícula y una o dos pociones de las que echar mano. De hecho el propio sistema de progresión vincula directamente el aumento de estadísticas como la salud o el ataque al número de jefes derrotados, con lo que no queda otra salida que apechugar: no hay niveles propiamente dichos, ni un grindeo que vaya más allá de desbloquear alguna que otra habilidad importante. Si queremos progresar, la única alternativa es conocer, comprender, dominar y aprovechar en nuestro beneficio cada una de las particularidades de su sistema de combate. Aprender, fracasar, levantarse, aprender algo más.

Entender, por ejemplo, que no basta con los reflejos. Que saber reaccionar a tiempo evita la propia muerte solo hasta cierto punto, y que encadenar un golpe desviado tras otro resulta estéril si antes no causamos daño real a nuestro objetivo. Que atacar la salud como tal no es siempre la vía más rápida para conseguir una baja, y que nuestra propia barra de vida no es el único medidor que debemos proteger con lo mismo. Entender salud y postura como conceptos independientes pero relacionados, cansar al rival para que recupere la segunda más lento, rentabilizar las respuestas exitosas con un ataque redoblado hasta la ejecución final. Comprender cuándo protegerse, qué significan los símbolos que aparecen fugazmente en pantalla, como y en qué momento intentar un salto sobre el oponente o peor aún, ese contraataque Mikiri que implica avanzar a pecho descubierto hacia la muerte misma y responder con el pisotón más satisfactorio de la historia del videojuego. Saber cuando aprovechar nuestra movilidad y cuando plantarse en el suelo, cuando necesitamos ocho botones y cuando sobra con solo dos. Manejar los tiempos, leer el combate, convertirse en cebo y ejecutor, tomar partido en un duelo psicológico que sucede a velocidad suicida y en absoluto deja tiempo para repasar los apuntes. Entenderlo todo, y no dudar jamás.

Y fracasar. Fracasar miserablemente, una vez tras otra.

Y volver a la vida, solo para descubrir no sin cierta amargura que el estudio también ha pensado en eso, y que en esta ocasión también tiene una manera para castigarte después de muerto. Y no, no hablo de almas perdidas, o lo que en Sekiro vendrían a representar unas cuantas monedas y cuatro cochinos puntos de experiencia; hablo de un chantaje sentimental de primerísima magnitud. Así funciona la Dracogripe, una afección que por algún motivo relaciona tu propia mortalidad con la salud de quienes te rodean, y que viene a funcionar como un "si te metes tú, me meto yo" del periodo Sengoku. Todo es aleatorio, por supuesto, y el resultado de esta ruleta rusa apuntada directamente a la cabeza de tus amigos suele venir en la forma de una pantalla de muerte seguida de una tos seca y la noticia de que un personaje importante ha enfermado. Suena como la idea del millón, y lo es, aunque me reservo la opinión sobre el impacto real de un sistema que termina sabiendo a oportunidad desaprovechada. Se hace extraño ver a Miyazaki desaprovechando una ocasión para el verdadero sadismo.

Y si se hace extraño es porque lo es. Porque hay más vías para el sufrimiento propio y ajeno, aunque en este caso lleguen por simple acumulación de efectivos: es cierto que a partir de cierto punto Sekiro se abre al jugador, multiplicando las vías y los caminos y desdibujando al máximo el sentido de progresión lineal, pero no lo es menos que todos esos valles, todos esos templos y todos esos amaneceres tras las montañas están férreamente estructurados en torno a un goteo constante y agotador de enfrentamientos con los mencionados jefes finales. Y es curioso que sea precisamente un juego tan centrado en la figura de la espada como instrumento que reúne ataque y defensa el que ignore el doble filo que supone una compulsión como esta a la hora de plantear enfrentamientos complicadísimos: si la intención era golpearse furiosamente el pecho y reclamar su lugar como el juego más complicado de la escudería creo que podemos hablar de un triunfo, pero uno construido a expensas de otros valores tradicionalmente asociados con From Software, como son la contemplación, la construcción de mundos o la narración en sí misma.

Al final es un simple asunto de tiempo en pantalla y de gestión del ritmo: cuando dedicas tanta atención al combate simplemente queda poco espacio para lo demás. Y esto es así pese a unos cuantos hallazgos (hay quien hablará de concesiones) enfocados a facilitar la legibilidad de un título que sigue confiando en las pistas, en los rumores, en las descripciones de objetos y en la capacidad de atar cabos de un público al que ahora presenta diálogos mejor construidos y menús algo menos opacos. Hay menos artificio, menos pose, menos oscurantismo forzado, y más énfasis en una ambientación que sin embargo solo triunfa de verdad en lo estético. El juego es hermoso, arrebatador, pero el tipo de implicación que requiere su forma de contar historias y formar vínculos sufre ante esta estructura de pequeños niveles con su villano al final, de pasillos que separan un enfrentamiento de otro y no dejan tiempo para reflexionar sobre las palabras de aquella anciana. Es, diría, un problema que incluso resta impacto a los propios encuentros, y ese es su error más grave: para que exista la tempestad antes debe existir la calma.

Aun así, y pese al precio a pagar en términos narrativos, cuesta no entender semejante despliegue como un regalo. Atendiendo solo a las ideas puestas en juego, al cuidadísimo diseño de cada uno de estos enfrentamientos y al recorrido que tiene el juego una vez superada su fase final (odiaría ser yo quien os arrebatara una sola de estas sorpresas, pero hay razones de sobra para seguir jugando una vez concluida la historia) solo cabe ser agradecidos con lo que Sekiro pone sobre la mesa. Es sin duda un juego excesivo, y no solo en cuanto a números brutos: tarde o temprano teníamos que hablar de su dificultad.

Por eso toca combatir de nuevo, aunque en esta ocasión sepamos desde el principio que no vamos a poder ganar. Que lo que creemos conocer no vale, y que esa comunión con las reglas y los sistemas que creíamos haber alcanzado se convierte pronto en la escupidera de un rival que simplemente nos sobrepasa y nos humilla sistemáticamente. Y entonces llega la frustración, la ansiedad, la ira, y con ellas la negación y la búsqueda de alternativas. Quizá la respuesta esté en el famoso brazo, en aprovechar la lanza de una forma creativa o en forzar determinado ataque desde una distancia segura utilizando los shurikens; quizá sea cuestión de cierto ataque especial, o del ninjutsu de ocultación, o de cualquiera de los sistemas con los que Sekiro se abre poco a poco al jugador dispuesto a experimentar. Lo pruebas todo, visiblemente desesperado. Abandonas, regresas al día siguiente, te marchas durante horas y vuelves con un par de habilidades nuevas porque dicen en Internet que tal pasiva funciona fenomenal, o que repitiendo este o aquel ataque es una cosa de niños. Nada funciona. Fallas, de nuevo, una vez tras otra. No tienes fuerzas para continuar.

Aceptas tu fracaso.

Mueres.

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