Avance de Sekiro: Shadows Die Twice
I studied the blade.
Es muy sencillo enfadarse con los juegos de From Software. Quizá no odiarlos, porque Miyazaki aprieta pero raramente ahoga y de cuando en cuando el torrente de agresión constante se toma un descanso y nos deja tiempo para apreciar la catedral que se levanta a los pies de nuestro magullado cadáver: si perseveramos es porque merece la pena, porque tras su fachada de juegos increíblemente difíciles (negar esto, por cierto, me parece una de las modas más incomprensibles que ha dado el sector en años) se esconden piezas de orfebrería que merecen ser estudiadas, y ahí está la clave, en el estudio. Además de obras que hacen un fenomenal trabajo a la hora de hacernos sentir que les debemos algo, tanto Dark Souls como Bloodborne son ensayos sobre la frustración pero ante todo sobre el aprendizaje, profesores particularmente estrictos contra los que juramos venganza cada vez que detectan nuestras lagunas y deciden sacarnos a la pizarra para dejarnos en evidencia. Yo mismo tuve unos cuantos así, y por supuesto que prefería a los otros, los que se limitaban a leer el Marca mientras prendíamos fuego a las cortinas para evitarse problemas. No aprendí demasiado con ellos.
Y lo que es peor, en el fondo dudo que les importara. Miyazaki no es así, nos respeta demasiado como para desentenderse, y de ahí que su escuela sea dura pero raramente cruel: siempre hay algo a lo que agarrarse, una salida si lo hacemos bien, una respuesta adecuada a la pregunta trampa. Más que un profe cabrón diría que es un padre de los de antes, uno que no va a ponerte la zancadilla pero que tampoco pretende forrar el salón de gomaespuma para que el niño no se lastime, y que ve los moratones, las brechas y el abrirse la cabeza contra un puto bordillo como una parte fundamental del proceso educativo. Y al final aprendes, claro que sí, aunque puede que de esta manera duela un poquito más tener que olvidarlo todo.
Es lo primero que te golpea en la cara al arrancar Sekiro, o quizá estrictamente hablando sea lo segundo, justo después de la primera katana que no sabes como bloquear: que todo lo que creías saber ya no vale, que los mercados acaban de derrumbarse y que esa inversión en sangre, sudor y lágrimas que hiciste en los anteriores títulos de la casa se ha convertido en un montón de acciones de Blockbuster Video. Es, también, el primer desafío que plantea el juego, porque su cercanía en términos de control, animaciones y feeling resulta mortalmente engañosa y nuestras posibilidades de supervivencia van a depender exactamente del tiempo que tardemos en hacer las paces con esta idea. Sekiro se mueve como un Souls, se siente como un Souls, incluso parece castigar como un Souls, pero no es uno de ellos en absoluto.
No lo es por lo evidente, por la alarmante ausencia de numeritos en un sistema, ahora sí, estrictamente orientado a la acción que de manera más aterradora aún nos deja en esta ocasión solos con nuestras habilidades. Ya no hay niveles, ya no hay excusas, ya no podemos echarle la culpa al empedrado ni guardarnos para más tarde a ese bigardo que nos viste de torero con cada tajo, y aunque entendemos que esto será solo cierto en parte (habrá progresión en la forma de un árbol de habilidades desbloqueables, así como ítems que aumenten nuestra salud o el indicador de guardia de manera permanente), el asunto es que en el fondo da un poco igual: sí, podremos encontrar pócimas que hagan nuestras barritas más grandes, pero ni siquiera estas funcionan como nos habían educado a esperar.
Tomemos el caso de la salud, por ejemplo, ese absurdo medidor incremental que tradicionalmente representa la cantidad de tajos mortales que un cuerpo humano puede absorber sin consecuencias aparentes antes de convertirse en un guiñapo sanguinolento. Llamadme loco, pero diría que las cosas realmente no funcionan así, y en el Japón feudal mucho menos: cuando te enfrentas a hojas tan afiladas el margen de error es muy chiquitito, y representar esto con cierta fidelidad implicaba dejar de funcionar como un Double Dragon. Sekiro es un juego sobre espadas que chocan, sobre defensas numantinas que caen un milisegundo para dejar un hueco al tajo realmente mortal, sobre katanas que centellean y dejan un reguero de sangre en la nieve, no sobre pegarle muchas veces a un tipo hasta que hinque la rodilla y se muera. Por eso la salud aquí es una mera comparsa, un trasunto de la estamina de toda la vida que solo determina lo que nos va a costar recuperar la guardia cuando nos aprieten las tuercas. Esa, la guardia, es la barra que realmente importa, la que determina la fortaleza de nuestra postura defensiva y la que castiga con dureza el limitarse a presionar L1 como un cobarde, porque cada bloqueo hace avanzar el medidor hasta nuestro inexorable final. Una barra llena, un hueco, una ejecución, un nuevo cadáver. Por cierto, funciona en las dos direcciones.
Evitarlo, claro, implica jugársela: jugársela esquivando, como los novatos, o jugársela entendiendo que esto no es Bloodborne y aprovechando la vertiginosa profundidad de un sistema de parrys que ahora es triple, y que nos permite contraatacar como es debido. Así, los ataques normales podrán devolverse como toda la vida se hizo, sincronizando nuestra defensa con el momento exacto del impacto para evitar el peligrosísimo aturdimiento que conllevan las guardias demasiado tempranas y poder encadenar de inmediato una contra que merme la reserva del enemigo, pero la cosa tiene truco: no todos los ataques enemigos funcionan así, y hay determinados movimientos imbloqueables que serán anunciados mediante un kanji brillando sobre nuestra cabeza (el sentido arácnido del medievo, supongo) y que requieren medidas específicas.
La defensa sincronizada solo es una de ellas, porque los ataques de kanji tipo barrido también pueden ser respondidos con un salto del timing correcto, y en el caso de los que adopten la forma de una estocada frontal la cosa es incluso más peliaguda: la ayuda del juego habla del Mikiri, un movimiento avanzado que implica esquivar hacia delante, cargando de manera suicida contra la punta del arma enemiga en el momento preciso, pero transparencia ante todo; no fui capaz de encontrar el valor de intentarlo una sola vez.
Es cierto que el sistema suena complejo, pero pensad que hasta ahora solo hemos hablado de tres botones: el ataque, la esquiva, y el gatillo que nos permite levantar o bajar la guardia. Son acordes más que suficientes para levantar unas cuantas discografías, pero Sekiro viene a añadir a la mezcla un cuarto elemento que conocemos demasiado bien los aficionados a calentarnos en los momentos decisivos y pagarlo con sangre: el R2, el ataque fuerte, la bofetada de padre, encarnado aquí en una especie de brazo mecánico que, como no podía ser de otra forma, también tiene truco. Sin querer entrar en polémicas sobre el hecho de que otro lanzamiento de próxima aparición también juguetee con las prótesis de quita y pon, me gustaría tranquilizar a los que teman que el sistema también sirva aquí para mear lo más lejos posible del tiesto. Aquí no hay patinetes, ni perforadoras, ni brazos de Mega Man, sino una simple selección de herramientas que ni siquiera necesitaban tal justificación argumental y que bien podrían entenderse como los objetos de toda la vida: un hacha, un conjuro de fuego y unos cuantos shurikens, en este caso.
Cada uno tiene sus usos y su combinatoria particular, como la capacidad de triturar escudos del hacha o esa llamarada que puede tornarse en una espada de fuego si es que continuamos el citado conjuro con un ataque normal. Sin embargo, la verdadera miga del sistema está en la limitación, y en una divisa concreta, las cruces blancas, que recolectaremos de los enemigos caídos y que viene a cristalizar una de mis peores pesadillas: el R2 ya no es gratis. Es un extra, un as en la manga, un recurso finito que utilizar con cabeza cuando la situación lo requiera, y que (empiezo a detectar un patrón aquí) insiste de nuevo en dejarnos solos con nuestra habilidad desnuda. Maldita sea.
La consecuencia, y esto seguro que no os lo veíais venir, es que vamos a morir un montón. Y ni siquiera el milenario acto de picar billete funciona de la misma manera, porque Sekiro, en uno de sus escasísimos devaneos con la clemencia, nos permite resucitar. Y no solo en las hogueras, lámparas o como las queramos llamar, que siguen existiendo aunque las almas en sí hayan desaparecido y que siguen funcionando como puntos de control de toda la vida: ahora también podemos alzarnos también en mitad del combate, retomando las cosas donde las habíamos dejado tras un brevísimo tiempo de agonía en el suelo. Es, en esencia, una segunda oportunidad, una bola extra que nos permite apurar un poquito más contra ese jefe que se resiste o enderezar una partida que hubiera terminado de manera prematura a manos de cualquier mindundi, y supongo que también una concesión intolerable de cara a los más puristas. Pero no empecemos tan pronto a rasgarnos las vestiduras.
Para empezar, porque todo el sistema depende de unas esferas que rellenar a base de enemigos muertos, con lo que aquí nadie regala nada. Y para seguir, porque la propia muerte trae consecuencias: es posible que podamos levantarnos tras un golpe mortal para luchar un poquito más, pero los estus/viales/nos entenedemos no se regeneran hasta morir de manera definitiva, y tras pasar por el templo dispuestos a volver a probar suerte con el boss llega la revelación realmente jodida: los emblemas en forma de cruz que nos permiten utilizar las habilidades del brazo no lo hacen en absoluto. Es la cuadratura del círculo, la manera en la que el juego regresa al esquema Souls en cuanto a la gestión de las pociones de vida pero aun así nos vuelve a amenazar con el fantasma de un farmeo que puede hacerse imprescindible si todos los jefes mantienen el nivel de un Monje Corrupto que por supuesto me fue imposible superar: en los primeros intentos ya se antojaba absurdamente complicado, pero encararlo literalmente con una mano a la espalda tras agotar el suministro de crucecitas es un desafío para el que nadie está preparado.
Pero un subidón tan salvaje de dificultad tiene que tener truco. En campo abierto, a lo largo de sus niveles, encaramado a sus tejados y saltando con el gancho de acá para allá Sekiro es un juego exigente, pero jamás la losa que cae con tremendo estruendo sobre nuestras esperanzas cada vez que ese cabrón con pintas hace acto de aparición; durante el nivel tenemos alternativas, recursos, podemos separar a los enemigos, utilizar el sigilo, buscarnos la vida, y con el monje solo nos queda morir. Y de nuevo, es natural enfadarse. Enfadarse con el error, con el aspaviento, con el diseñador pasándose de frenada que no sabe medir la dificultad; enfadarse porque en el fondo no hemos aprendido nada, porque es más fácil que reconocer que el problema está en nuestros vicios y en un lastre de centenares de horas que toca abandonar si queremos tener posibilidades. Enfadarse para no tener que reconocer que el problema, como siempre, somos nosotros.