Avance de Shin Megami Tensei IV: Apocalypse
Antes que el diablo sepa que has muerto.
Nunca he conseguido entender el por qué, pero la gran mayoría de juegos de rol comparten una obsesión por no moverse demasiado de cierto ramillete de ambientaciones que todos conocemos de sobras. Por supuesto no me estoy refiriendo a los tradicionales, a los de lápiz y papel: algunos de los recuerdos más bonitos de mi adolescencia son aquellas tardes de sano nerdeo fingiendo ser un vampiro, luchando contra un ordenador en una distopía enloquecida, o (esto no lo contéis por ahí) encarnando al mismísimo Mike Lowrey en una total conversion casera basada en Dos Policías Rebeldes. Sin embargo, los RPG videojuerguistas tienden a ignorar esa variedad temática, y salvando algún pequeño escarceo con la space opera tanto los juegos occidentales como sus primos nipones tienden a girar en torno a lo mismo: a los castillos, a los magos, a las posadas y a las espadas bastardas. Quizá por eso siempre he mirado con cierta fascinación a Atlus, y más concretamente a Shin Megami Tensei, una hidra con demasiadas cabezas como para ponerse a contar ahora que aun así comparte ciertos códigos comunes en todas sus encarnaciones: la oscuridad, el ocultismo, un sano sentido de la dificultad y la valentía de plantear un marco a priori tan poco vendible como el Japón actual. Y es que cuando uno está acostumbrado a las risueñas sanadoras que secretamente beben los vientos por ti, invocar a un ser del inframundo volándote la puta tapa de los sesos tiene algo de liberador; no puedo decir que haya presenciado ninguna escena tan impactante en los primeros compases del juego que nos ocupa, pero al menos hablamos de un material lo suficientemente serio como para comenzar con tu propia muerte.
De eso va Shin Megami Tensei IV, y más concretamente este Apocalypse, una suerte de spin off que comparte ambientación y mitología con su entrega madre y que vuelve a situarnos en Tokio, pero no exactamente en el de las máquinas recreativas y los moteles para quererse. Muy al contrario, la ficción que propone el juego se centra en una urbe arrasada que ante los primeros coletazos de la guerra entre el cielo y el infierno decidió salvar el pellejo "edificando" (el término no es estrictamente correcto, pero mejor no entrar en detalles) una cúpula de piedra que salvaría la ciudad de la aniquilación planetaria pero acabaría con la luz solar: un poco la misma historia que en la secuela de Los Inmortales, pero sin Christopher Lambert, que siempre es un plus. Total, que en esas estamos nosotros, una pareja de cadetes con el culo más blando que la masa del pan obligados a aventurarse fuera de la estación de metro que llaman hogar para conseguir algo que echarse a la boca, cuando sucede lo inevitable: que un demonio especialmente puñetero nos da matarile, y que alguien nos hace una oferta para volver. A partir de ese momento da comienzo una historia de la que poco puedo adelantar, pero que a tenor de sus primeros pasos promete moverse por los derroteros de siempre: esos que mezclan el sentido del humor con el mal rollito y con un sentido de la ambigüedad moral que sabe a batido de fresa hablando del género del que hablamos. Todo bien en mi libro.
En cuanto al sistema de combate, que vendría a ser otro de los eternos puntos de división del género, de nuevo sabemos a lo que venimos: Shin Megami Tensei IV: Apocalypse es un RPG por turnos que sin embargo sabe casar los pilares más clásicos del esquema con ciertas notas de color que aporten miga al asunto. El más evidente, por si a alguno le pilla de nuevas, es el sistema de invocaciones: un muestrario cercano al medio millar de monstruos que podremos reclutar como combatientes para posteriormente caer en una espiral de autodestrucción alimentada de fusiones y numeritos; un sistema que, de propina, vuelve a dejar una perla de descaro en su justificación argumental, porque todo gira en torno a nuestro teléfono móvil, y a una app para controlar demonios que un buen día apareció en Internet. Y ahora, en una nueva demostración de mi cinturón negro en SEO podría hacer una broma con Pokémon Go, pero me limitaré a decir que me parece un serio candidato a concepto del año.
Seguramente pase más desapercibida, pero su manera de gestionar los turnos también me parece otra idea fenomenal. Lo es sobre todo porque se atreve a moverse del dibujo, pero también por saber reconocer en ellos, en cada turno individual, desnudo, la moneda de cambio más elemental del género, y por utilizarla para sobornarnos. Ese es el concepto tras su sistema de fortalezas y debilidades, un aspecto que muchos jugadores suelen pasar por alto y que aquí, de explotarse, nos recompensará con algo tan sencillo pero tan contundente como un turno más. Las posibilidades estratégicas son evidentes, y más aun si tenemos en cuenta que la norma funciona en ambas direcciones, y que dejar a nuestro belcebú sensible a los ataques físicos a merced de una mole de cuarenta toneladas puede costarnos un par de collejas extra. Por lo demás, y al menos tras un primer contacto, todo el resto del sistema parece obedecer a las dinámica de siempre, aunque con una pequeña salvedad: los encuentros, que afortunadamente muestran a los enemigos en el mapa e incluso nos permiten ganar una pequeña ventaja antes del combate mediante el clásico mamporro de bienvenida. Puede que me gane alguna reprimenda diciendo esto, pero ya que el juego se ambienta muy cerquita del infierno, siempre he pensado que los encuentros aleatorios puros se merecen uno de sus círculos para ellos solos.
Por lo demás, lo que tenemos encima de la mesa es, sobre todo, un juego que sabe aprovechar bien sus cartas. Que es plenamente consciente de que transita por un terreno donde casi no se aventura nadie, pero también del magnetismo que eso despierta. Y también, puestos a hablar de lo técnico, un título fortísimamente basado en su ambientación que acusa su soporte portátil pero aun así consigue solventar la papeleta apostando por el arte y por un sentido de la estética híper desarrollado: puede que los gráficos no sean gran cosa, pero creedme, esas columnas de fuego y esos círculos de cultistas que proyectan sombras larguísimas lo compensan más que de sobra.