Avance de Sifu - El Sekiro de las patadas en la boca
Kung Fu Boomer.
Hacerse viejo es una putada. La vida adulta duele, en general, pero lo hace aún más cuando comienzan a fallar las fuerzas. Cuando correr tras un autobús que se escapa cuesta un poquito más, cuando quedarse en casa un viernes por la noche cuesta un poquito menos, cuando comienzas a visitar más la farmacia que el bar. Siempre me ha parecido un error de diseño que la mayoría de las misiones más jodidas que te plantea la vida (la paternidad, por ejemplo) lleguen cuando tus stats ya no son las que eran, y cuesta hacerse a la idea de que nunca las vas a recuperar. Nunca vas a poder correr como antes. Nunca vas a poder salir como antes. Nunca, asúmelo, vas a perder esa barriga que desde luego no tenías antes. Hacerse viejo es acostumbrarse a perder, y es importante hacer las paces con ello.
Sifu es un videojuego que trata de hacerse viejo, un juego en el que envejecer es la mecánica principal. También es un juego que afortunadamente no tiene tiempo para estas cosas. En Sifu, gracias a Dios, hacerse mayor tan solo implica utilizar tu sabiduría milenaria para pegar patadas giratorias más tochas y picar billete cuando cumples ochenta años. Simple. Sencillo. Elegante.
Es una elegancia, eso sí, que seducirá sobre todo a los que se reconozcan en esas líneas, porque Sifu es ante todo un juego de Kung Fu. Un juego de Kung Fu como los de antes. Sifu es el callejón, la discoteca, la pareja de gordos que pegan duro y el matón armado al que hay que pegar primero para robarle la barra de hierro. Es cierto que hay amagos de levantar un armazón argumental que soporte todo esto, pero más allá de un tímido tablón a la Pepe Silvia en el que el protagonista colecciona fotos y recortes de prensa de los asesinos que, supongo, liquidaron a su padre y empeñaron la katana de sus ancestros, la estructura de esta versión de prueba apenas intenta camuflar su condición de yo contra el barrio tradicional: un hub central en el que repasar las pruebas y practicar contra un sacrificado sparring, un ventanal en el que seleccionar misión, y una sucesión de pantallas que dudo me quiten la razón en la versión final. La que hemos podido jugar por el momento tenía lugar en un club nocturno con sus porteros mazados, sus DJs karatekas y sus patios traseros con delicada ambientación samurái, y como digo al terminar la primera sesión (fácilmente lo habré rejugado unas catorce veces) me sentí culpable al no dejar una moneda de cinco duros encima del monitor.
Por lo demás, los gráficos son minimalistas pero apañados, los diálogos son escasos pero deliciosamente garrulos y el diseño de niveles, dejando de lado la ocasional puerta cerrada que necesita una tarjeta que porta un matón, es tan lineal como el de Cadillacs and Dinosaurs. Y si me quito todo esto de encima rapidito es porque nada de esto importa en absoluto. Porque Sifu, las prioridades claras siempre, es su sistema de combate y absolutamente nada más. Suerte que sea fenomenal.
Y lo es por su mezcla de contundencia y agilidad, por la plasticidad de cada golpe seco a la nuez, por el inteligentísimo equilibrado de cada una de sus mecánicas y por un feeling urgente y expeditivo que algunos relacionarán con John Wick, pero que yo prefiero describir como el Sekiro de las patadas en la boca. Si semejante elevator pitch no os hace salivar de gozo dudo que podamos llevarnos bien, pero creedme, no utilizaría la comparación prohibida si no fuera tan evidente. Sobre la cabeza de cada enemigo, justo debajo de su barra de vida, un medidor de guardia. Bajo nuestro protagonista, otro equivalente. En el bumper izquierdo una posición de bloqueo, que puede mantenerse para absorber todo el daño a costa de aumentar ese medidor o pulsarse con el timing correcto para ejecutar un parry que deje al enemigo vendido. Y de romperse finalmente la posición de defensa, la posibilidad de ejecutar un finisher que ignora la vida del enemigo y lo envía directamente al infierno shaolin. No hay más preguntas, señoría.
Y sí, es posible que al conjunto le falte la solidez y el feedback y el gustito que daba desviar una katana en Sekiro porque estamos hablando del mejor juego de espadazos de todos los tiempos, pero es sorprendente lo bien que funciona un esquema calcado en un juego que sustituye los tajos por combos de codazos y patadas demoledores. Combos sencillos, por cierto; esto no es un Devil May Cry. Combatir en Sifu es estimulante porque es eléctrico y porque encadenar un parry con un empujón contra la mesa de billar va a ser divertido hasta que cierren los videojuegos, pero eso no quiere decir que el juego no ensaye cosas de su cosecha.
La más evidente y quizá la más rápida de explicar probablemente sea el combate en el suelo, porque el método Supersilver ya nos enseñó que el barrido es fundamental, sobre todo si quieres aprovechar esos segundos de indefensión para inflarle la cara a ostias a ese esbirro ucraniano que te saca cuatro cabezas. Del mismo modo funcionan las armas, y cuando digo armas me refiero a machetes y bates, pero también a botellas rotas y a los reposapiés de una discoteca pija: los combates de Sifu son emergentes porque abrazan el entorno, porque lo convierten en un espacio de posibilidades, y porque implican jugar con las físicas; porque una patada certera a una banqueta que acaba en las rodillas de un enemigo es un rival que cae, y porque un botellín de Budweiser lanzado a los ojos es uno que no se levanta. Además, y esto probablemente sea lo más bonito, destrozar el mobiliario urbano tiene recompensa: si nos hemos quedado sin bates, un listón de madera de una mesita destrozada puede acabar el trabajo igual de bien.
El problema es que todo esto funciona en ambas direcciones, y aunque es relativamente sencillo encadenar ejecuciones a machetazos, enfrentarse con las manos desnudas a un enemigo armado suele suponer una desventaja importante y un probable viaje a la morgue. De ahí que sea de agradecer la tercera gran novedad que Sifu dibuja sobre los planos de la obra de Miyazaki: un sistema de esquivas igual de potente que el propio parry que de hecho idealmente debería combinarse. En un principio es tentador no hacerlo, porque el simple posicionamiento y un pequeño dash situado en el gatillo derecho suele ser suficiente para enfrentarse a las multitudes, pero los mid-bosses pronto nos enseñarán por las malas que el Kung Fu también es fluir como el agua. Es encarar al enemigo, bloquear los ataques más difíciles de leer, y evitar los demás utilizando pequeños toques a un stick que nos permite movernos como Bruce Lee, proyectando el cuerpo a los lados o hacia atrás sin abandonar nuestra posición. Cuesta pillarle el punto, porque como digo hablamos de una ventana de reacción pequeña y porque la esquiva es posicional (esquivar los barridos implica recular hacia atrás, por ejemplo), pero cuando se domina la sensación de control de la situación compensa con creces.
Y cuando hablo de aprender por las malas hablo de morder el polvo, algo que sucederá con frecuencia porque Sifu es un maestro duro. No es en absoluto extraño acabar en la lona por encajar dos patadas mal bloqueadas, y por eso es una suerte que contemos con el colgante de las cinco cuentas: una justificación argumental tan ridícula como la intro del Final Fight que nos permite resucitar a voluntad, cobrándose a cambio unos cuantos años de nuestra vida. Además, y esto es lo interesante a nivel mecánico, este envejecimiento prematuro plantea dos condiciones: hacerse mayor implica perder salud (esto puedo certificarlo) pero ganar pegada, y la cifra que ganaremos será la misma que nuestro contador de muertes global. Es decir, que comenzamos con veinte años y que palmar la primera vez nos devolverá a la vida con veintiuno, pero que atascarse contra un pandillero con puños americanos y caer 4,5,6 veces consecutivas hará que pronto dejemos de entender como funciona Tik Tok.
Haciendo cuentas, en condiciones normales esto implicaría alcanzar esos 80 años que el juego pone de límite antes del game over en apenas diez vidas, pero afortunadamente hay una salida: despachar enemigos permite reducir el medidor que gobierna cuantos cumpleaños nos van a caer de golpe la próxima vez que muramos. No es la única manera en la que el juego premia la agresividad, porque en Sifu la única manera de recuperar vida es romper guardias y ejecutar finishers; otro ejemplo de libro de riesgo y recompensa que junto con la mecánica de envejecimiento en sí consiguen trascender el gimmick y darle un sentido jugable a este misterioso caso de Benjamin Button. En lo tocante a la demo, aproximadamente medio nivel del juego completo, intentar alcanzar el final manteniéndote en la veintena es un reto importante, y por eso me causa curiosidad como se aplicará todo esto al producto final y a un árbol de habilidades desbloqueables que también depende de la edad y que vuelve a penalizar la muerte: aprender ciertas mejoras implica tener menos de veinte, de cuarenta, de sesenta, y en general todo parece pensado para un reinicio entre misión y misión, o quizá para una reducción de la dificultad que no creo que hiciera bien al juego. Por el momento toca esperar, aunque diría que el juego ya ha cumplido su sortilegio: tras este primer contacto yo también siento que para el 8 de febrero quedan cuarenta años.