Análisis de Solo
Cuando zarpa el amor.
La primera vez que juego Solo, lo hago sin compañía, haciendo caso a la exhortación implícita que el título impone al jugador. La primera pantalla reza que el juego es una experiencia introspectiva, un juego de puzles sobre el amor; y sin saber muy bien cómo encajan estos dos elementos, arqueo un poco la ceja cuando el siguiente mensaje me pide que utilice mis experiencias personales para interpretar los acontecimientos que van sucediendo. En un gesto que todavía no sabía que iba a ser casi intrínseco a todas mis partidas, dejo el mando sobre la mesa y me otorgo a mí misma un poco de espacio para respirar. No es algo baladí, pienso, lo que el juego me está pidiendo: desde una primera aproximación, quiere que baje la guardia un poquito, que le conceda acceso a lugares privados y - a veces más, y otras veces menos - secretos.
En los auriculares, estoy escuchando sonar la brisa del mar, que presumiblemente tendré que navegar en algún momento. Fuera, en la vida real, hace un día mucho más feo y gris que en el juego, donde los pájaros aletean sin prisa sobre un cielo insultantemente azul. No me vendría mal un poco de sol en la cara ahora mismo, en realidad. No sé si es precisamente esa estampa tan acogedora la que me hace decidir que quizás no es tan mala idea prestarle a este juego trocitos de mi vida a cambio de un par de horas de experiencia reflexiva.
Antes de comenzar, el juego me hace unas preguntas para "conocerme mejor": primero sobre mí, y luego sobre mi pareja, o la persona a la que hipotéticamente amo; básicamente, el nombre de la persona más importante para mí, y el género del que me gustaría enamorarme. Ahora sí, me despierto en el porche de una casita frente a la orilla, me monto en - el que ahora es - mi barco, y me encamino hacia la primera isla de las tres que compondrán mi aventura.
En Solo hay un botón para correr, pero a mí se me olvida todo el rato: no parece del todo natural apretar el paso dentro de un universo tan contenido, como hecho para que te lo tomes con calma. Al final, voy a todos los sitios caminando. También hay un botón para tocar la guitarra - nunca pude aprender a hacer esto en la vida real, y me parece apropiado que me cueste también varios intentos hacer sonar mi primera canción dentro del juego - y otro que te permite sacar una cámara y hacer fotografías.
Todos los puzzles del juego están basados en mover y colocar cajas unas encima de otras para alcanzar lugares elevados, lo que en una primera aproximación me hace sonreír un poco: encuentro insospechadamente cómico que un juego con un tono tan pensativo y melancólico se apoye en algo tan mundano como un cubo de madera para ayudarme a superar los obstáculos. La dinámica se basa en la interacción entre unos faros, que se encuentran en las partes inferiores de los niveles, y están enlazados a unos tótems, que generalmente estarán en las zonas superiores. Básicamente, enciendes el faro, buscas el tótem correspondiente y encuentras la manera de llegar hasta él, aprovechando los recursos que el mapa te ofrece. Cuando lo alcanzas, el tótem te hace una pregunta, y tras contestarla, desbloqueas una nueva zona que te permite seguir avanzando. Ninguno de estos acertijos es especialmente complejo, en realidad; hasta casi, casi el final de la partida no encuentro ninguno que se sienta como un desafío más que un mero trámite. Pero sí aprendo a apreciar los pequeños minutos de tranquilidad que el juego te concede mientras los estás resolviendo. Entiendo, tras un par de intentos, que los puzles no pretenden ser un verdadero reto sino un respiro, un espacio para reflexionar sobre los temas que el juego nos ha planteado, y para anticipar los que nos planteará a continuación. Al final, las pausas entre pregunta y pregunta terminan por ser los instantes que más disfruto en mi primera partida.
La segunda vez que juego Solo, no lo hago pensando en mi pareja actual, sino en una de las del pasado; una de esas relaciones que, cuando terminan, te dejan con un sabor de boca amargo, un millón de cosas sin decir y la sensación de que te has convertido, sin querer, en alguien que no querías ser. Esta vez sí uso el botón de correr: no porque me apresure el tiempo, ni porque me resulten repetitivos los puzles que ya he resuelto en una ocasión, sino porque de repente estoy menos cómoda en mis zapatos. Me enfrento a muchas de las preguntas con un vacío en el estómago, como si estuviese enfrentando a un fantasma que pensaba que ya había exorcizado; uno un poco perverso, que ha aprovechado una rendija pequeñita en la ventana para volver a meterse en mi casa y desordenar todas mis pertenencias. Algunas de ellas me parecen extraordinariamente certeras, y empiezo a pensar que mi experiencia con este juego quizás está maldita: me cuesta creer que un conjunto de unos y ceros, un programa instalado en mi portátil, sea capaz de encontrar siempre la manera de que sienta que ha sido creado específicamente para herirme, de encontrar los resortes de mis dudas y mis inseguridades y anidar allí, junto a ellas. Aun así, cuando termino esta partida, me siento mejor que nunca. No sólo por el alivio de no tener que seguir confrontando el pasado, sino porque interpretar todas estas experiencias dentro de una narrativa coherente, una detrás de otra, me ha dado una perspectiva sobre aquello que sucedió que hasta ese momento no tenía.
La tercera vez que juego Solo (y me pregunto a mí misma por qué esta batalla personal, por qué me hago pasar por esto tan emocionalmente agotador una y otra vez) lo hago fingiendo ser alguien que no soy, pero que podría haber sido. La hipotética Paula que estaría escribiendo este texto si las cosas hubiesen sucedido de una manera drásticamente distinta y mi vida estuviese en otro sitio completamente diferente. En esta ocasión, es más agridulce. La pequeña fantasía hipotética me hace dudar un poco de mi realidad presente; me replanteo muchos de los caminos que he tomado para llegar a donde estoy, y las conclusiones a las que llego no siempre me gustan. Esta partida la transito con un poco más de miedo, de llegar al final de la historia y mirar atrás para encontrarme que las decisiones que cambiaría si pudiese volver atrás en el tiempo pesan más que aquellas que todavía defiendo. La conclusión a la que llego es demasiado personal para expresarla en este texto, que ya es de por sí más íntimo de lo que quizás a muchos lectores les gustaría, pero a la hora de la verdad, no termino el viaje con mal sabor de boca.
Así que cuando juego Solo por cuarta vez, decido romperlo: estoy convencida de que no está pensado para experimentarse de esta manera, pero es sábado por la tarde, y esta vez dejo que sea mi pareja quien lleve el mando. Recorremos juntos un camino que he andado muchas veces en solitario, y que ahora tiene más tintes de batalla que de paseo por la playa. En la mayoría de las cuestiones, por supuesto, estamos en la misma página, y no tener que discutir ni un segundo cuál es la opción a escoger nos hace sentir una complicidad un poco mágica. Al mismo tiempo, esta fue mi partida más larga precisamente porque otras de las preguntas nos tienen debatiendo durante un buen rato: sobre mí, sobre él, sobre nosotros, sobre las expectativas sociales que condicionan las relaciones que tenemos, sobre los constructos que nos hacen pensar en nuestras parejas de una determinada manera, sobre la influencia de todo esto en la forma en la que nuestra propia historia se ha desarrollado.
Aun así, más que las propias cuestiones, lo que me fascina de esta partida es verle jugar a él: hay algo de mágico en observar cómo alguien camina por primera vez por esas tres islas que hasta entonces, en mi cabeza, me pertenecían sólo a mí. Lo primero que hace nada más comenzar la partida es pulsar el botón de sacar la guitarra y preguntar si puede tocar Raining Blood, de Slayer. Observo, como una pequeña victoria, que también se olvida de utilizar el botón de correr constantemente; además, se hace selfies con todos los animales que nos encontramos, y le cuesta un poquito más que a mí aprender la dinámica de los puzles, así que termino dándole alguna que otra pista para resolverlos mejor. Curiosamente, es capaz de resolver con facilidad los acertijos que a mi me resultaron más complejos, y yo me despejo en segundos esos en los que él se atasca. Al final, terminamos todos los desafíos, incluso los opcionales: establecer los puentes que nos permitirán movernos de una zona a otra es más satisfactorio cuando es un ejercicio cooperativo.
Cuando saltan los créditos, respiro hondo. Entiendo, en este momento, que no volveré a jugar a este juego en ningún futuro cercano. Que, simplemente, ya he extraído de él todo lo que la persona que soy en este momento podría aprovechar del concepto, y que si algún día ha de tener sentido para mí navegar estas aguas de nuevo, tendrá que ser cuando todo lo que me rodea haya cambiado sustancialmente. En realidad, la experiencia no me ha dado ninguna respuesta concreta sobre los temas que plantea: como mucho, ha hecho aflorar algunas dudas que no sabía o no quería admitir que tenía. Pero lo que sí que me ha dado son las herramientas para reflexionar sobre mis experiencias pasadas. Porque, en el fondo, la fuerza del título reside precisamente en esta ausencia de un discurso concreto, en ser al mismo tiempo un juego y también un espejo: en lugar de contarnos una historia, nos permite observar la nuestra desde otra perspectiva.
Entiendo que sólo ha funcionado así en mí porque las mías son unas circunstancias concretas; que a personas con modelos relacionales más complejos, más alejados de las relaciones de pareja convencionales, les costará más identificarse a sí mismos en este reflejo. Pero yo, y ahora que han pasado unos días y he mantenido el recuerdo de Solo muy cerca, no puedo sino agradecerle que me haya ayudado a conocerme un poquito mejor, a reevaluar determinadas situaciones, a perdonarme por algunos fallos, y en cierta manera - y es lo que pretende, creo - a querer mejor y con más fuerza. Un propósito muy digno, casi utópico, para un juego tan modesto: quizás precisamente por eso es difícil no sorprenderse de la elegancia con la que consigue llegar a la meta.